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sábado, 21 de mayo de 2022

Llamado a no perder las esperanzas

 En estos momentos de la historia, después de lo acontecido durante el siglo XX, a nivel mundial las fuerzas que se dicen de izquierda tienen motivos para perder (o, mejor dicho: bajar) las esperanzas, las expectativas de cambio.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala


Al decir “izquierdas”, se abarca allí un amplio y extendido campo, donde entran muy diversas expresiones (movimientos sindicales, movimientos campesinos, lucha armada, vía parlamentaria, nuevos grupos alternativos). Todos, de diversas maneras, buscan un horizonte post capitalista.

 

El sistema capitalista ha mostrado ya infinitas veces que no puede (¡ni desea!) resolver los grandes problemas de la humanidad: hambre, ignorancia, precariedad de las condiciones generales de vida. Al menos, no puede resolverlos para la totalidad de la población mundial. Hoy día, con un portentoso desarrollo científico-técnico que permite una extraordinaria productividad, y sobrando comida en el planeta (40% más de la necesaria para nutrir bien a toda la población planetaria), 20,000 personas diarias mueren de inanición o por causas relacionadas con el hambre. El capitalismo es un sistema funesto.

 

Solo un 15% de la población mundial (minúsculas élites y gran masa trabajadora en los países de capitalismo próspero: Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental, Japón; a lo que se suman muy pequeños bolsones de prosperidad en el Sur global) vive con comodidades. El 85% restante pasa interminables penurias, y la vida tiene mucho de aventura (no se sabe si al día siguiente habrá comida, habrá guerra, se será víctima de la delincuencia callejera o se pisará una mina antipersonal sembrada por allí).

 

El socialismo, surgido en los albores de la industria en Europa, que tomó su forma científica con Marx y Engels, se constituyó como herramienta teórica y guía práctica para forjar una sociedad post-capitalista. En el siglo XX aparecieron las primeras revoluciones socialistas: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua.

 

La historia ha demostrado que no es posible un cambio real de capitalismo a socialismo si no es a través de un proceso de violenta ruptura de la institucionalidad capitalista. Los procesos socializantes en el marco de las democracias burguesas, más allá de ciertos cambios superficiales, no logran establecer nuevas bases sólidas para la construcción de una sociedad nueva. Esos procesos, que no pueden pasar de lo cosmético, finalmente caen, y las transformaciones comenzadas son fácilmente revertidas.

 

Igualmente, la historia enseña que explosiones espontáneas, aun expresando mucha cólera antisistémica, si no existe una direccionalidad política en la lucha, no logran cambios sustantivos. La cuestión es cómo lograr articular el enorme y profundo descontento social que provoca el capitalismo con una propuesta revolucionaria asertiva y funcional. Eso muestra la necesidad imperiosa de una conducción política para la lucha con un proyecto transformador concreto y posible, superando el espontaneísmo visceral.

 

El pensamiento socialista tradicional, surgido en el siglo XIX, vio en la clase obrera industrial urbana el fermento revolucionario que permitiría pasar a una nueva sociedad. La experiencia habida en el siglo XX mostró que los cambios socialistas se dieron siempre en países con gran base campesina y sin mayor desarrollo industrial. Ello en modo alguno invalida las reflexiones de los clásicos; simplemente muestran que el materialismo debe seguir estudiando nuevas realidades, para proponer vías de acción posibles adecuadas a las circunstancias.

 

Estos últimos años aparecieron otras fuerzas contestatarias que, si bien no siempre tienen un claro horizonte anticapitalista, son parte imprescindible de un proceso emancipador amplio. Ahí están las luchas contra el patriarcado, contra el racismo, por la diversidad sexual, contra el deterioro medioambiental. Todas esas luchas hacen parte, en definitiva, de un planteo transformador.

 

Sucede que después de varias décadas de construcción de socialismo, la Unión Soviética colapsa y la República Popular China se abre a mecanismos de mercado. El discurso capitalista hegemónico hizo de estos hechos todo un acontecimiento a su favor: según su lógica, dejó en evidencia que el socialismo “no funciona”.

 

La propaganda anticomunista atravesó el siglo XX de cabo a rabo. Entrado el siglo XXI, la misma no ha cejado. Por el contrario, de la mano de la lucha de clases que sigue tan presente como siempre, ahora intenta mostrar los beneficios del capitalismo en detrimento de “economías pobres”, que serían las socialistas. Ello oculta la verdad de las cosas: los pocos países socialistas habidos han mostrado todos, sin excepción, fenomenales avances sociales, pues la renta nacional benefició grandemente a sus poblaciones y la productividad se disparó, contrario a lo que dice el discurso de derecha.

 

La artera propaganda capitalista muestra el “desabastecimiento” y las “largas colas” del socialismo como la evidencia de su fracaso. Tal es la fuerza con que se presenta la realidad enmascarada con este subterfugio, que el imaginario colectivo pudo haber terminado uniendo socialismo con pobreza. No olvidar nunca lo expuesto más arriba: para que un 15% del mundo consuma vorazmente, el 85% restante pasa penurias. La riqueza no puede medirse por la cantidad de centros comerciales resplandecientes que existen. Hay ahí una manipulada operación de guerra psicológica.

 

Lo cierto es que desde la caída del primer Estado obrero-campesino y la apertura china, los movimientos revolucionarios del mundo parecen haber quedado sin referente, sin proyecto que levantar. La fuerza con que el capitalismo en su versión neoliberal se impuso estas últimas décadas presentando al “socialismo real” como fracaso, mostrando que solo apelando a mecanismos de mercado se puede prosperar, dejó a las izquierdas bastante golpeadas; golpe que, años después, todavía produce conmoción. Si bien existen protestas populares y gran malestar acumulado en todo el mundo, todo ello no es suficiente para colapsar al capitalismo.

 

Cierta desesperanza se adueñó de las luchas populares. Los mecanismos de dominación ideológico-culturales trabajan a pleno para mostrar lo “imposible” de una alternativa no-capitalista, presentando los acontecimientos históricos del campo socialista europeo como la evidencia de su inviabilidad. Consecuencia de todo ello es que la idea de revolución, tal como se manejó por décadas a partir de la elaboración teórica de Marx y Engels, fue saliendo de circulación. La intención buscada es frenar por todos los medios la posibilidad de cambios estructurales. Cambios cosméticos (gatopardismo) sí; cambios de fondo: jamás. Cambiar algo para que no cambie nada. 

 

En el medio de ese mar de reflujo de las luchas populares y del clima de desesperanza, entre fines del siglo pasado e inicios del presente asistimos a una ola de gobiernos progresistas en Latinoamérica, inspirados por la Revolución Bolivariana con Hugo Chávez al frente en Venezuela. Varios países de la región siguieron esos pasos, pero sin tocar los resortes últimos del sistema. Conclusión: después de algunos años, ninguno de esos gobiernos pudo transformar revolucionariamente la sociedad. Los cambios fueron revertidos por el sistema, que nunca dejó de seguir acumulando capital, más allá de los planteamientos redistributivos (clientelares en muchos casos).

 

Así las cosas, después de la pandemia de Covid-19 que golpeó en diversos niveles a la sociedad planetaria, y la actual guerra de Ucrania, que podría quizá abrir un nuevo orden internacional desbancando a Estados Unidos de su papel de potencia única, con la inclusión de China y Rusia en una nueva economía global, pero siempre capitalista (el socialismo de mercado chino es aplicable solo en ese país), el campo popular sigue sin referentes políticos, golpeado, desunido, bastante fragmentado y sobreviviendo en la precariedad económica.

 

En estos momentos quedan pocos países con planteos socialistas; el caso de China es algo especial. Su modelo combina capitalismo con socialismo. Eso quizá sea posible solo allí, dada la magnitud fabulosa de la nación y su historia milenaria. Aunque se dice inspirado en el marxismo más puro, ese esquema difícilmente es repetible en otras latitudes. Por otro lado, y distinto a lo que aconteció con la Unión Soviética, China no apoya ningún proceso revolucionario fuera de sus fronteras. En tal sentido, el campo popular del mundo está bastante huérfano de referentes. La Nueva Ruta de la Seda no es, necesariamente, una salida revolucionaria para los pueblos del mundo. El Foro Social Mundial no termina de cuajar una propuesta articulada y viable a nivel mundial (pensar globalmente y actuar localmente) que se enfrente al capitalismo.

 

Si bien las formulaciones teóricas del socialismo científico siguen siendo totalmente vigentes (las luchas de clases persisten, al igual que la explotación del trabajo asalariado), el curso de la historia que tomó el mundo en estos últimos años muestra aristas nuevas: el control poblacional de que hoy dispone el sistema –militar, ideológico, con las más refinadas tecnologías– es impresionante, dejando la protesta muy maniatada. El mundo en que vivimos ya no es el de la industria naciente de mediados del siglo XIX; hoy las cosas se mueven en otra lógica, apelando a herramientas antes impensables: comunicación holográfica, computación cuántica, internet de las cosas y de los sentidos, nanotecnologías aplicadas a las neurociencias, viajes interplanetarios, producción de vida artificial, clonación. Todo ello muestra profundos cambios en la producción humana, en la forma en que se genera la plusvalía, en las armas con que cuenta el sistema para defenderse; por eso es preciso y urgente repensar los términos de las luchas. 

 

Por lo pronto hoy, segunda década del siglo XXI, el socialismo como sociedad preámbulo del comunismo (la sociedad sin clases, donde se buscaría construir un mundo de mayor justicia y equidad) parece haber salido de agenda. Lo máximo a que podría aspirarse –según la ideología dominante– es a un capitalismo con rostro humano, un capitalismo “menos depredador”. Ya no se habla de revolución, de lucha de clases, de explotación, aunque todo eso sigue existiendo (es la savia misma del sistema). La sociedad global, en términos generales, marcha cada vez más hacia posiciones de derecha conservadora. Planteamientos neofascistas y xenófobos rondan por allí. 

 

Si bien es cierto que en algunos campos ha habido avances sociales (lucha contra el patriarcado, contra el racismo, contra la discriminación sexual), lo cual puede dar la impresión de una sociedad global que se “moderniza” y “libera” cada vez más, visto en su conjunto, el sistema capitalista planetario excluye y somete a mayores cantidades de seres humanos. Estos avances, definitivamente muy importantes, no emancipan si no se dan articulados todos al mismo tiempo con una mejora real en el ámbito socio-económico. 

 

El capitalismo fue tornándose cada vez más financiero. Hoy día asistimos a una economía bursátil basada en especulaciones sin sustento real en una producción material. Muchas de las hiper-fortunas que circulan son forzamientos especulativos que no aportan absolutamente nada a la gran masa trabajadora mundial. En cierta forma, el sistema capitalista vive de esta economía ficticia, amparada siempre en una fuerza militar inapelable que lo defiende. Por otro lado, los procesos de desarrollo de la productividad llevaron a una super mecanización y robotización del trabajo que termina excluyendo cada vez más a seres humanos de carne y hueso. En ese sentido, las tecnologías no ayudan al bienestar general, sino que benefician solo a minúsculos grupos de poder, hundiendo en forma creciente a la enorme masa trabajadora mundial, la que se encuentra a inicios del siglo XXI igual o peor que a inicios del siglo pasado (desaparece la lucha sindical, las condiciones laborales empeoran, la siniestralidad del trabajo aumenta). Todo esto pareciera indicar que al gran capital no le interesa mantener tanta población en el mundo, lo que lleva a pensar en grupos “viables” y –aunque parezca mentira– poblaciones “sobrantes”.

 

Las guerras siguen marcando buena parte de la dinámica mundial (más de 50 frentes de combate abiertos actualmente, no solo el de Ucrania, que por razones políticas tiene tanta prensa). Más allá de las pomposas –pero nada creíbles– declaraciones sobre paz y convivencia pacífica, el sangriento enfrentamiento mortal sigue estando presente día a día. Hoy, en un mundo regido básicamente por el capitalismo con la supremacía del dólar impuesto por su potencia hegemónica, Estados Unidos, las guerras constituyen el gran negocio, el más grande de todos. Por supuesto, se benefician de ellas las minúsculas élites que las provocan y fabrican los armamentos; el campo popular las sufre. El llamado a un internacionalismo proletario solidario donde los combatientes dejen las armas para confraternizar como clase trabajadora global yendo contra las oligarquías (“Trabajadores del mundo: ¡uníos!”), no prospera. 

 

Junto a todo lo anterior, la experiencia ha demostrado que solo países enormes, como China o Rusia, pueden enfrentarse al gran capital, sin que necesariamente la victoria esté asegurada. Países pequeños y con escasos recursos (solo producción agropecuaria, poca capacidad industrial e infraestructura científico-técnica instalada, pequeña capacidad militar) pueden llevar a cabo una revolución socialista, pero luego cuesta horrores mantenerla. Y si costó muchísimo décadas atrás, con un campo socialista desarrollado de pie que ayudaba, hoy día, en soledad, esos pequeños países se encontrarían en una situación muy compleja, sin mayores posibilidades de sobrevivencia.

 

El materialismo histórico, en tanto ciencia que permite comprender todas estas dinámicas y fijar líneas de acción, sigue vigente. Sus verdades fundamentales continúan siendo absolutamente válidas (no ha muerto, como se declaró infinitas veces). Sin embargo, no por negar sus principios básicos sino para ajustar esa herramienta de análisis a las nuevas y cambiantes realidades, debe profundizarse el estudio de la situación actual a fin de entender elementos desconocidos en el momento de su formulación teórica, a mediados del siglo XIX: nuevos sujetos revolucionarios, construcción del socialismo en un solo país, el papel de las vanguardias revolucionarias, las transformaciones en la dinámica capitalista, temas olvidados como la vocación de poder de los seres humanos (las disputas de poder, que pueden hacer fracasar procesos revolucionarios, también están en las izquierdas), nuevas tecnologías de manipulación y control poblacional de un impacto impresionante, desarrollo monumental de las fuerzas militares-represivas, arquitectura global del actual sistema-mundo. 

 

Todo lo anterior puede hacer pensar en que el horizonte socialista ya no es posible, que quedó como “utopía juvenil irrealizable”. Quizá sea necesario replantear las formas de lucha, porque lo conocido, en este momento no pareciera ser un camino muy prometedor. Evidentemente, la correlación de fuerzas en la actualidad muestra un triunfo omnímodo del gran capital sobre la clase trabajadora global. Pero ello no significa que no se necesiten los cambios. Hoy la tarea inmediata sigue siendo 1) unión de las fuerzas de izquierda tan dispersas que existen, 2) organización de las bases populares, 3) impulsar un contra-mensaje ideológico no-capitalista, con nuevos valores (solidaridad, rechazo al consumismo y al individualismo), 4) unidad programática y de acción de todos los colectivos sojuzgados: asalariados varios, mujeres, pueblos originarios y etnias excluidas, jóvenes, marginados y explotados diversos por el sistema, y 5) una conducción clara con proyecto revolucionario posible acorde a las circunstancias históricas (tomando en cuenta todo lo arriba expuesto).

 

Sin lugar a dudas, la tarea es titánica. Pensar que nos excede es aceptar que el campo popular fue derrotado e, indirectamente, que “la historia terminó”, como se declaró exultante cuando caía el Muro de Berlín. Pero ni lo uno ni lo otro: la clase dominante ahora se muestra vencedora, pero si el amo tanto y tanto se defiende (con guerra ideológica, con armas sofisticadas, con controles planetarios a todo nivel) es porque sabe que, tarde o temprano, el esclavo abrirá los ojos. 

 

Estas breves y mediocres reflexiones –más de charlatán de feria que sesudas investigaciones sociales– no son sino un reforzamiento para la lucha, un llamado a no perder las esperanzas. “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.

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