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sábado, 2 de julio de 2022

Psicoanálisis y salud mental: no hay paraísos a la vista

 El psicoanálisis es una teoría revolucionaria por cuanto rompe patrones, permite ver cosas nuevas del sujeto, instaura una pregunta crítica a la ética. Más aún: porque denuncia ilusiones: la de la completud, la que pretende decirnos que somos enteramente dueños de nuestras decisiones, la que nos promete un paraíso.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Hollywood nos tiene (mal)acostumbrados a presentarnos la vida en términos de paraíso. Expresado de otra manera: desde una visión extremadamente maniquea, vemos allí la consumación más monumental de “buenos” y “malos”, siendo los “buenos” (curiosamente siempre los blancos, rubios y de ojos celestes) quienes llegan al paraíso, mientras los otros (¿no blancos?) vivirían en un infierno. Imagen estereotipada que, a fuerza de repetirse en forma interminable, se nos terminó haciendo familiar. Lo cierto es que, según esta idea nada inocentemente simplista, sí hay paraíso. Según se nos quiere hacer creer, tomar Coca-Cola y consumir hamburguesas de Mc Donald’s pavimentarían el camino hacia ese fabuloso destino. 

 

Pero… ¿hay paraíso? Es decir: un lugar donde reinara la paz continua, no hubiera sobresaltos, contradicciones, conflictos de ningún tipo, donde todo fuera abundancia y bonhomía. La experiencia enseña –a sangre y fuego, habría que agregar– que el único paraíso posible es el paraíso perdido. Lugar mítico, utópico, que no puede estar sino en la fantasía: lugar de la completud, donde nada falta. El psicoanálisis nos enseña –y por eso es “maldito” para el sentido común– que esa completud resulta un mito inalcanzable. La completud, lo infinito, la ausencia de limitaciones… es lo que representan cualquiera de los tres mil dioses que pueblan la historia de esta ilusión humana. La visión crítica de la realidad nos confronta con lo más antitético a un paraíso: la vida es lucha, la historia se escribe con sangre. “La historia es un altar sacrificial”, dirá Hegel. 

 

Suele decirse, como prejuicio, que el psicoanálisis se despreocupa de los problemas sociales. Como toda teoría –la física, la química, la matemática– lo “social” está en su implementación. Los conceptos fundantes de la física nuclear, por ejemplo, pueden servir para generar electricidad con la que iluminar toda una ciudad, o para hacerla volar en pedazos con una bomba. Lo importante en términos de implementación práctica es el proyecto político-social, la ideología en que se encarna esa praxis que llamamos “ciencia”. 

 

El “compromiso político-social” está en la forma en que esa teoría, esos conceptos fundamentales, son implementados por trabajadoras y trabajadores concretos, de carne y hueso, que articulan esas formulaciones en una praxis determinada, en un momento histórico preciso. El psicoanálisis es una teoría revolucionaria por cuanto rompe patrones, permite ver cosas nuevas del sujeto, instaura una pregunta crítica a la ética. Más aún: porque denuncia ilusiones: la de la completud, la que pretende decirnos que somos enteramente dueños de nuestras decisiones, la que nos promete un paraíso.

 

Qué se pueda hacer con esta formulación teórica que introdujo ese médico vienés a inicios del siglo XX, Sigmund Freud, depende del proyecto humano para el que se lo implemente. En otros términos: las y los psicoanalistas pueden trabajar atendiendo pacientes en el ámbito de la práctica privada, o fomentando políticas públicas para beneficio de toda la población. O igualmente, desde su esquema conceptual, se puede abordar la interpretación de fenómenos históricos, sociales, culturales, proponiendo nuevas formas de entender mucho de lo humano. Por ejemplo, el tema del poder: ¿por qué nos fascina? Porque nos libra (ilusoriamente) de la incompletud.

 

Sabiendo que el malestar, dicho de otro modo: el conflicto –la interminable “lucha de contrarios”, para expresarlo en términos hegelianos, dialécticos– es el motor de lo humano –en lo micro y en lo macro– quienes ejercen el psicoanálisis tienen mucho que hacer en el ámbito de la “salud mental”. Desde una posible política pública que no ponga el énfasis en el manicomio ni en la psicofarmacología, se debe generar una cultura que no niegue ni tape los conflictos en la esfera psicológica. Es decir: hay que apuntar a hablar de ellos. Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas –comúnmente llamados, quizá en forma incorrecta, “mentales”– sino permitir que se expresen. “¡Sea positivo!”, “¡Sea resiliente!”, “Todo depende de su actitud” …. ¿Y si eso no se logra? ¿Y si no puedo con mi síntoma? Dicho en otros términos: priorizar la palabra, la expresión, dejar que los conflictos se ventilen. 

 

Esto no significa que se terminarán las inhibiciones, la angustia, el malestar que conlleva la vida cotidiana, no terminarán las fantasías, los síntomas, las congojas. ¿Cómo poder terminar con ello, si eso es el resultado de nuestra condición? La promoción de la salud mental es abrir los espacios que permitan hablar del malestar. ¿Qué significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad paradisíaca, a evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas (ningún medicamento ni acción terapéutica, consejo bienintencionado o libro sagrado lo podrá lograr nunca). En tanto haya seres humanos habrá diferencias (culturales, étnicas, de género, etáreas, de puntos de vista), lo cual es ya motivo de tensión. Pero no de patología. Por lo que inhibiciones, síntomas y angustias habrá siempre, y no puede dejar de haber. A lo que habría que agregar delirios, alucinaciones, transgresiones. Todo ello es el precio de la civilización. En otros términos: no hay ni puede haber paraíso. 

 

¿Quién dijo que la revolución socialista nos introduce en un paraíso? ¿Acaso las miserias humanas (miedos, angustias, egoísmos, mezquindades, envidias, mentiras, manipulaciones, ruindades, venganzas, fanatismos, soberbias) se terminan con el socialismo? ¡No, de ninguna manera!… Eso es radicalmente imposible. Pero, en todo caso, se empieza a construir algo que, al menos, promete un mundo más justo, donde todos caben, todos comen, se educan, tienen salud, no se endeudan y existe dignidad, donde nadie vale más porque usa ropa de marca o toma whisky escocés añejo. Un mundo, como dijo Freud observando la revolución rusa de 1917, que dé como resultado un sujeto “menos conflictuado” que el actual. ¡El único paraíso es el paraíso perdido! El socialismo no promete paraísos… ¡promete justicia, promete equidad!

 

Hablar de “buenos” y “malos” es excesivamente simplista. O peligroso. Tal como dice Freud en El malestar en la cultura: La maldad es la venganza del ser humano contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables características del ser humano son generadas por ese ajuste precario a una civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre nuestras pulsiones y nuestra cultura”. 

 

El psicoanálisis, en definitiva, aporta su granito de arena para hacer la vida un poco más llevadera. Pero mientras no se tengan asegurados los satisfactores mínimos, sin dudas la vida es un infierno. 

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