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sábado, 17 de septiembre de 2022

El tiempo que compartimos

 El problema de la vigencia del pensar martiano es el de su necesidad en nuestro tiempo en nuestra América, y desde ella.

Guillermo Castro H./ Especial para Con Nuestra América
Desde Alto Boquete, Panamá


“Piénseme siempre: cuando lo encienda la fantasía o lo arrebate la indignación. Piense en lo que yo en cada caso le diría  si estuviese a su lado”.

José Martí, 1895.[1]

 
El problema de la vigencia de Martí como un elemento activo en el desarrollo de esa vasta familia de pueblos que llamamos nuestra América tiene una extraordinaria importancia en nuestro tiempo. Atender a ese problema pasa por encarar 
tres riesgos mayores en la lectura contemporánea de la obra de Martí. Uno es el del anacronismo, que nos lleve a asumir como si fueran contemporáneos pensamientos y situaciones correspondientes al último cuarto del siglo XIX; otro, el de la fragmentación, que nos mueva a recordar frases aisladas de su obra, al calor del atractivo estético y moral de su palabra escrita, y el tercero está en olvidar que lo sentimos como un contemporáneo porque se forjó por entero como un hombre de su tiempo, como intentamos nosotros serlo del nuestro, que tomó forma con él. 

 

Esto último es menos difícil que lo que podría parecer. En efecto, con Martí no compartimos una mera suma de años, sino la larga duración que va del ascenso a la bancarrota del imperialismo como fuerza organizadora del moderno sistema mundial. De aquí que nos resulte contemporáneo tanto en el sentido de la era que compartimos – él, en sus orígenes; nosotros, en su crisis contemporánea -, como en el de la aspiración de trascender esta era para abrir paso a otra de mejoramiento humano, sustentado en la utilidad de la virtud, y en el trabajo con la naturaleza y no contra ella.

 

Visto así, el problema de la vigencia del pensar martiano es el de su necesidad en nuestro tiempo en nuestra América, y desde ella. Para abordar ese problema, puede ser útil recordar los debates que se dieron en torno al legado de Marx a comienzos del siglo XX, cuando la socialdemocracia europea iniciaba la tarea de convertirse en el ala izquierda de la democracia liberal de su tiempo y su región.

 

Parte de aquella tarea incluía dar por agotada la dimensión transformadora del pensar marxista, para aceptar con regocijo la colaboración con los estados noratlánticos en los que el imperialismo naciente alentaba ya el tránsito hacia la Gran Guerra de 1914-1945. Ante aquella situación, Rosa Luxemburgo planteó en 1903 que el legado de Marx iba más allá de lo “directamente esencial para la realización práctica de la lucha de clases”, y que, en ese sentido, era falso afirmar que “Marx ya no satisface nuestras necesidades” sino que, por el contrario, “nuestras necesidades todavía no se adecúan a la utilización de las ideas de Marx.”[2]

 

Veinte años después, ya en pleno auge del fascismo en la Europa liberal, Antonio Gramsci abordaría el problema de la vigencia de la obra de Marx y Engels desde una perspectiva a un tiempo afín y más compleja: la del cambio cultural inherente a toda transición civilizatoria verdadera. Al respecto, decía que la utilidad de aquel legado se expresaba ante todo en elconcepto de que el marxismo “se basta a sí mismo, contiene en sí todos los elementos fundamentales, no sólo para construir una concepción total del mundo, una filosofía total, sino para vivificar una organización práctica total de la sociedad, o sea para convertirse en una civilización integral, total.”[3]  

           

Desde allí, y tras señalar que una teoría era revolucionaria “en cuanto es precisamente elemento de separación completa en dos campos, en cuanto que es vértice inaccesible para los adversarios”, Gramsci destacaba que el del legado de Marx presuponía todo el pasado cultural precedente –“el Renacimiento y la Reforma, la filosofía alemana y la Revolución francesa, el calvinismo y la economía clásica inglesa, el liberalismo laico y el historicismo que se encuentra en la base de toda la concepción moderna de la vida”. Con ello, decía, ese legado coronaba “todo este movimiento de reforma intelectual y moral, cuya dialéctica es el contraste entre cultura popular y alta cultura”, de la cual resultaba “una filosofía que es también política y una política que es también filosofía”, a partir de lo cual, al ingresar en la lucha por la hegemonía, cabía desarrollar una ciencia de la política.[4]

 

En este sentido, una visión del mundo -y la ética acorde a su estructura–, en tanto filosofía de una época, no podían ser reducidos a ningún “sistema individual y de tendencia”, pues “ella es el conjunto de todas las filosofías individuales y de tendencia, más las opiniones científicas, más la religión, más el sentido común”. En este plano, por el contrario, la actividad crítica venía a ser “la única posible”, especialmente “en el sentido de plantear y resolver críticamente los problemas que se presentan como expresión del desarrollo histórico.”.[5]

           

En esa perspectiva, toda discusión sobre la vigencia del pensar martiano – cuya plena madurez ya es evidente a fines de la década de 1880 -, no puede ser reducida a la mera expresión de una circunstancia inédita en que confluían la historia de Cuba y de la América española en la vorágine de la transición del sistema mundial a una nueva etapa en su desarrollo. Por el contrario, esa vigencia se fundamenta en el hecho de que el pensar martiano expresa críticamente un proceso de formación y transformaciones que no se limita al liberalismo de su tiempo -cuya vertiente democrática constituye una de sus raíces-, sino que lo trasciende al referirlo a circunstancias y objetivos de un tipo enteramente nuevo, cuyo desarrollo aún está en curso.

          

La plena madurez de ese pensar se expresa, en lo que hace a su entorno mayor, en la publicación del ensayo Nuestra América – que es como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – en Nueva York y en México en enero de 1891.  Y, en cuanto al papel de Cuba en la transformación de ese entorno, se hace evidente en su texto “El alma de la revolución y el deber de Cuba en América”, dedicado al tercer año de actividad del Partido Revolucionario Cubano.

 

Es allí, en efecto, donde expresa de manera admirable la trascendencia de la visión del mundo que le permitía afirmar que era “un mundo lo que estamos equilibrando” y no solamente “dos islas las que vamos a libertar.” Y cierra la idea con un corte moral y político irreversible:

 

¡Cuan pequeño todo, cuán pequeños los comadrazgos de aldea, y los alfilerazos de la vanidad femenil, y la nula intriga de acusar de demagogia, y de lisonja a la muchedumbre, esta obra de previsión continental, ante la verdadera grandeza de asegurar, con la dicha de los hombres laboriosos en la independencia de su pueblo, la amistad entre las secciones adversas de un continente, y evitar, con la vida libre de las Antillas prósperas, el conflicto innecesario entre un pueblo tiranizador de América y el mundo coaligado contra su ambición! [6]

 

Ese llamado a transformar el mundo, además, culmina con una advertencia que no puede tener vigencia mayor en nuestro tiempo: “Un error en Cuba, es un error en América, es un error en la humanidad moderna. Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos.”

 

Así las cosas, gana un renovado valor, en su carta última a Manuel Mercado, el párrafo en que le dice que, si bien entiende “que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella,” comprende también que “en cuanto a formas, caben muchas ideas, las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen”, para agregar enseguida 

 

Me conoce. En mí sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento ni me agriaría mi oscuridad. Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros.” [7]

 

Y la carta, abierta más que inconclusa, se cierra de manera afectiva con una frase cargada de futuros: “Hay afectos de tan delicada honestidad...”. Como el que nos une a él en la culminación del tiempo que compartimos, podemos agregar nosotros.

 

Alto Boquete, Panamá, 14 de septiembre de 2022

 


[1] Carta a Enrique Loynaz del Castillo. Montecristi, Abril de 1895. XX, 481.

[2] Rosa Luxemburgo, 1903: “Estancamiento y progreso del marxismo”

https://www.marxistsfr.org/espanol/luxem/03Estancamientoyprogresodelmarxismo_0.pdf

[3] Gramsci, Antonio, 1999: “Apuntes de filosofía. Materialismo e idealismo”. Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. Ediciones ERA, México, II, 147 - 148.

[4] Gramsci, Antonio: Introducción a la filosofía de la praxis. Selección y traducción de J. Solé Tura. Nueva Colección Ibérica. Ed. Península, Barcelona. 1967: 48. Al respecto, también, Gramsci, Antonio, 1999: IV, 11/Apuntes para una introducción y una iniciación en el estudio de la filosofía y de la historia de la cultura/ 1932-33, p. 337 - 338.

[5] Gramsci, Antonio, 1999: “Cuestiones de nomenclatura y de contenido”, en “Observaciones y notas críticas sobre un intento de “Ensayo popular de sociología”. Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. Ediciones ERA, México. IV, Cuaderno 11 (1932 - 1933): 269 - 273.

[6] “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución y el deber de Cuba en América”Patria, 17 de abril de 1894. III, 142-143.

[7] Carta a Manuel Mercado. Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. XX, 161- 163.

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