Esta tendencia, que nosotros llamaríamos trumpobolsonarista para nuestro continente, no es expresión solamente de “grupúsculos” marginados (como sucede en Estados Unidos con los grandes grupos de desempleados desplazados por la dinámica misma de la globalización neoliberal que ha deslocalizado procesos de producción hacia Asia), sino de verdaderas masas descontentas que no ven en la izquierda ni en el progresismo la alternativa (ambigua, incierta, borrosa) que buscan.
Estos grandes sectores sociales, mayoritaria -aunque no exclusivamente- de clase media, parecieran no tener en sus preocupaciones solamente, o en primer lugar, la agenda económica, el tema de la creciente desigualdad o del costo de la vida, puesto que si así fuera los espectaculares logros de Lula, sobre todo en su primera presidencia, cuando millones de brasileños mejoraron su estatus social, le habrían ganado su adhesión incondicional.
¿Se trata, tal vez, del uso que se hace de las redes sociales, que logran manipularlos y orientarlos (o, tal vez, mejor decir “desorientarlos”)? Esta hipótesis partiría de la idea según la cual la gente (las masas, el pueblo) sería ignorante y, por lo tanto, fácilmente manipulable, lo que degradaría el carácter protagónico, central, que se le atribuye en las narrativas de izquierda.
El trumpobolsonarismo es reactivo a la democracia liberal, participa reticentemente en elecciones y cuestiona a las instituciones. En el pasado, quien puso en duda participar en sus mecanismos fue la izquierda, en cuyo seno se acusó de reformistas a quienes optaban por la vía parlamentaria. En América Latina de los años 60 y 70, las posiciones guevaristas de “crear dos, tres Vietnam” se convirtieron en “la vanguardia” de la estrategia para llegar al poder. Esta izquierda revolucionaria fue fuertemente reprimida, y sus consecuencias las vivimos incluso hasta nuestros días.
Pero el progresismo y la izquierda actual se encuentran inscritas en los cánones de esa democracia liberal y, a lo sumo, algunas de sus expresiones más radicales apuestan por “profundizarla”. No se proponen tampoco ilegalizar o vetar (como se hizo con la izquierda revolucionaria en el pasado) y menos perseguir a las expresiones del trumpobolsonarismo, por lo menos a sus expresiones más radicales. Es decir, se encuentra apresada en el estrecho margen de la democracia, que antes llamó burguesa, y el radicalismo de derecha que la cuestiona.
Quiere decir, entonces, que la izquierda y el progresismo se ha transformado ahora en los más fieles defensores del sistema político que antes combatió. “¿Qué quieren en las actuales circunstancias, llamar a hacer la revolución?” me espetó con sonrisa sardónica el profesor Daniel Camacho, sociólogo de referencia de la academia costarricense y viejo militante de la izquierda, cuando salió de escuchar la conferencia sobre la Revolución Ciudadana, de Ecuador, dictada por el Dr. Jorge Núñez de la Academia de Historia del Ecuador en la Universidad Nacional de Costa Rica.
La pregunta de los asistentes a esa conferencia fue si lo que hacía el gobierno de Rafael Correa era lo que debía hacer la izquierda. Eran los tiempos de la primera ola progresista, y aún se especulaba sobre las posibilidades o la necesidad de una mayor radicalidad. ¿Se habrá hecho realidad la máxima del “fin de la historia” que nos espetara inopinadamente Francis Fukuyama, exactamente 90 años después de la publicación de Vladimir Ilich?
Nosotros, mientras tanto, estamos en el laberinto.
El comentario es omiso. Decir que la izquierda no se propone ilegalizar a la derecha es omitir a Nicaragua, Cuba y Venezuela, que eliminaron la democracia liberal. El problema de la izquierda es que no propone eliminar la democracia liberal "cuando es débil", pero cuando alcanza el poder, excluye toda otra opción, incluidas, por ejemplo, las socialdemócratas, ya no solo las derechas. Hoy me reía de la diputada Guillén que criticaba al Presidente por poner en duda la democracia y me pregunté: ¿Qué entenderá por democracia un partido como el Frente Amplio que propone modelos como el de Cuba y Venezuela y se niega a reconocer que Nicaragua es una dictadura? En ninguno de estos países es legal la protesta social. ¿Puede una diputada con esos parámetros hablarnos de democracia?
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