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sábado, 19 de noviembre de 2022

La humanidad en busca de una utopía

 Para que los pueblos se conviertan en protagonistas y no en víctimas de los procesos históricos, se requiere que superen la enajenación mediática,  adquieran conciencia de su propio poder y valer e inicien la construcción de un nuevo orden mundial...

Arnoldo Mora Rodríguez / AUNA-Costa Rica

La crisis global, que hoy crispa a la humanidad entera, tiene su raíz no en la producción sino en el consumo, pues éste  - el consumo - regula a la producción dado que ésta, debido a la  inconmensurable explosión de la revolución científico-tecnológica, es casi infinita, debido a que se  reinventa incesantemente sin más límites que los que impone la Naturaleza y la capacidad de consumo del  propio ser humano. 
 
La revolución científico-tecnológica ha hecho que la mano de obra,  tanto en forma de trabajo físico como de creación intelectual, sea cada vez menos requerida; la  inteligencia artificial  provee cada vez más eficientemente a la satisfacción de los requerimientos del apetito humano. Con ello, el esfuerzo humano como ejercicio físico adquiere su valor  predominantemente en su dimensión  estético-deportiva, es decir, se agota en la acción misma y carece de otra dimensión, como la cognitiva o la eficiencia material; por lo que se convierte en placer puro, pues como diría Hegel, el placer se da cuando la acción se agota y se autodestruye en su realización misma. 
 
La humanidad  evoluciona hacia una civilización del ocio, haciendo de nuestra sociedad un ámbito donde impera la ley del placer, dado que el esfuerzo adquiere una dimensión libidinal, como predijo Freud. Para ello se requiere que, para que la economía funcione, es más importante  que el ser humano consuma que produzca, pues la producción la hace  la inteligencia artificial con mucho más eficiencia y sin “complicaciones” político-sociales. Sin embargo,  en lo inmediato no se ubica  ahí la raíz de la crisis global que hoy tiene a la humanidad al borde del colapso final. Hay que apuntar en otra dirección, pues el poder político mismo y las estructuras  que posibilitan su ejercicio, se han quedado rezagadas; la industria pesada o industria de la producción de armamentos sigue siendo vital para el mantenimiento de la hegemonía mundial, no sólo mediante el control de los mercados y bolsas de valores,  sino y cada  vez más, para  el control del imaginario colectivo. Este último  se ejerce mediante el control monopolístico de los medios de comunicación de masa, pues controlar la palabra es el mejor, si no el único, medio de apropiarse de la conciencia de las masas.
 
El poder político, en su naturaleza  y estructura material, depende del modo de producción de los bienes materiales, dado que de eso depende la vida en su esfera biológica; pero, desde el punto de vista formal, la producción de ideas depende de la producción de imágenes; es allí donde radica en lo inmediato el poder. A esta dimensión de la existencia humana, Marx la llamó “ideología”; el ser humano no ve la realidad como es sino a través de su representación formal; así cobra realidad o existencia lo que vemos y percibimos; cuando se convierte en una concepción de la totalidad, tenemos “una-visión-de-mundo” (Weltanschaung). Cada clase social en cada una de sus fases construye su propia visión de mundo en función de sus intereses materiales y  en vista de la preservación de sus privilegios de clase, lo que le permite perpetuarse en su condición hegemónica de la sociedad como un todo. La praxis imaginaria, que incluye toda forma de comunicación incluida la producción en el ámbito artístico y en la industria del espectáculo, adquiere con ello un lugar imprescindible  para lograr la  apropiación del trabajo físico o intelectual, pues es gracias a la imaginación que se vive  el aquí y el ahora y se sueña y se construye el porvenir, espacio por excelencia del ámbito de lo político. 
 
La crisis actual se debe a que todavía no ha sido superado el (des)orden impuesto al mundo entero por las potencias que salieron victoriosas de la II Guerra Mundial. Prueba de ello lo tenemos en la lentitud  de las Naciones Unidas para actuar frente a las grandes crisis mundiales; reflejo de ese (des)orden es el  inaudito hecho de que las Naciones Unidas carecen de instrumentos  jurídicos y políticos para llevar a cabo sus funciones y razón de ser, cual es el mantener la paz entre las naciones. 
 
Cuando me refiero  a la II Guerra Mundial,  deseo destacar que las grandes potencias ganadoras mantuvieron el monopolio de la así llamada “industria pesada”, o sea, la producción y suministro o venta a sus aliados de armamentos y el entrenamiento y asesoramiento de sus tropas; concretamente, 60% de la economía norteamericana se nutre de esa mortífera industria,  lo cual se refleja en el presupuesto que anualmente se destina al Pentágono y que actualmente es de $760 mil  millones, suma superior al de  todos los de los demás países juntos del mundo.
 
Porque desde que en el siglo XIV, la burguesía como clase social  asumió el poder mundial acabando la hegemonía que desde hacía mil años mantenía la oligarquía feudal, las guerras no se hacen para ganarlas en el campo de batalla sino en vistas a las ganancias de sus bancos; desde entonces los bancos  y no los gobiernos deciden  si los pueblos tienen guerra o paz; los  políticos juegan tan sólo el subordinado papel  de ser sus  dóciles portavoces y ejecutores; en consecuencia, las guerras no tienen un fin militar sino político, subordinado éste a objetivos económicos, última y única razón de ser de la burguesía como clase social; la razón de ser del Estado es la de monopolizar el poder (Hobbes) y legitimar la violencia de clase (Locke), monopolio que va más allá de la  jurisdicción de los Estados nacionales, pues abarca hoy  en día regiones enteras; tal es el caso de la OTAN, que fue creada a  inicios de la Guerra Fría para supuestamente “defenderse” de la tendencia planetaria de la “revolución proletaria”, preconizadas por el socialismo de inspiración marxista-leninista y que tenía como cabeza a la URSS, gran ganadora de la II Guerra Mundial, aunque fuertemente debilitada por haber  llevado sobre sus hombros más del 70% de la misma. 
 
Actualmente la OTAN, comandada por el Pentágono,  gracias a las 800 bases dispersas por el mundo, se  ha convertido en el primer ejército planetario de la historia; debido a  sus fines agresivos, la OTAN se ha convertido en la mayor amenaza a la paz mundial; dado que sus oponentes disponen como ella de un arsenal nuclear, la amenaza del  estallido de una conflagración entre las grandes potencias pone en  grave e inminente riesgo la sobrevivencia de toda forma de vida en el planeta. 
 
Tan ominosa perspectiva constituye la más brutal  destrucción del futuro para el ser humano; imaginar un futuro mejor es la función de la dimensión utópica de la existencia, razón de ser del quehacer político. Pero  antes de su extinción física se daría su  muerte existencial (la “muerte del hombre” que preconizó Nietzsche y hoy proclama Foucault). 
 
Para defender a la especie de tan ominosa perspectiva, se debe acabar con el despilfarro de los recursos naturales y de la carrera armamentista, promoviendo, tanto gobiernos como medios de comunicación, una visión axiológica de la vida. La muerte física  del hombre es consecuencia de la muerte de los valores humanos. Lo que ahora vive la humanidad es su agonía. La única respuesta posible y todavía factible es que los pueblos en todos los rincones del orbe se organicen; con lo cual quiero decir que  la solución no está en los políticos sino en la sociedad civil. Pero para que los pueblos se conviertan en protagonistas y no en víctimas de los procesos históricos, se requiere que superen la enajenación mediática,  adquieran conciencia de su propio poder y valer e inicien la construcción de un nuevo orden mundial; con lo que, finalmente, se llegue a la elaboración de una estructura a o protopoder planetario. 
 
Con ello lograremos forjar una humanidad liberada, un sujeto planetario. Habríamos así recuperado el sentido auténtico de la política como capacidad de construir el futuro. El hombre no habrá muerto porque su existencia recuperaría su sentido o razón de ser: la construcción de un futuro mejor.  
 

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