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sábado, 10 de diciembre de 2022

El lawfare en América Latina: guerra contra la política

 Los últimos acontecimientos regionales vuelven a poner en evidencia la actualidad y la eficacia de la guerra política por vía judicial. ¿Qué es el lawfare? ¿Quiénes son sus actores protagónicos? ¿Qué incidencia tienen en él los Estados Unidos?

Silvina Romano / ALAI

América Latina es hoy, más que nunca, un espacio en disputa. Parte de la conflictividad y de las tensiones políticas buscan ser dirimidas en el campo de lo jurídico. El lawfare, inicialmente asociado a una «guerra contra la corrupción», se ha ampliado hasta alcanzar procesos electorales y aparatos financieros, incluyendo por momentos el libreto de lucha contra el narcotráfico y el terrorismo. Se trata de un proceso de largo aliento que no se restringe a la instrumentalización del aparato judicial con fines políticos.
 
Es una guerra política por la vía judicial-mediática, con intereses económicos, políticos y geopolíticos ocultos a la opinión pública. Incorpora jueces, corporaciones de la comunicación, periodistas y líderes de opinión, policías, embajadas y agentes de inteligencia (locales y extranjeros). Se caracteriza por el abuso de prisiones preventivas, delaciones premiadas y veredictos antes del debido proceso judicial, mediante acoso y desmoralización a través de medios de comunicación. Incluye allanamientos de locales políticos y hogares de militantes, persecución y amenaza a familiares, situaciones de exilio y refugio político, manipulación y propagación de miedo en los involucrados en determinados procesos políticos (lawfear). En los últimos años, estas tácticas han sido utilizadas contra varias decenas de líderes o exfuncionarios y funcionarias de gobiernos y de militantes en Argentina, Ecuador, Brasil, Bolivia, El Salvador, Venezuela, vinculados a gobiernos, programas o proyectos que cuestionan con mayor o menor alcance la ortodoxia neoliberal.
 
Esta guerra opera «desde arriba», por medio de un aparato judicial que se «eleva» por encima del Poder Legislativo y del Ejecutivo, ampliando el margen de maniobra y poder para los jueces, en detrimento de la pérdida de equilibrio entre poderes, habilitando una creciente juristocracia y normalizando en muchos casos el doble rasero de la ley. El encumbramiento del aparato judicial y la selectividad en los casos se articula con un rol protagónico de los medios de comunicación, que operan para la pronta criminalización de sectores o líderes políticos. Esta dinámica se alimenta con voces de especialistas (muchas provenientes de think tanksestadounidenses) que tienen fuerza de verdad y eco en los principales medios y redes sociales. Es llamativo el rol de agencias de gobierno e intereses del sector privado estadounidense involucradas tanto en los procesos judiciales como en los resultados y eventos posteriores a los mismos, que muestran la instrumentalización del aparato judicial-mediático a favor de objetivos económicos, políticos y geopolíticos foráneos, que comparten intereses y negocios con minorías privilegiadas locales.
 
El proceso de lawfare no se limita a la persecución contra partidos políticos y sectores vinculados al progresismo, sino que avanza también contra la protesta social, exacerbando la criminalización de la militancia y la política, en una apuesta por salvar o fortalecer al neoliberalismo, la tecnificación de la política, la despolitización del Estado y el reforzamiento de sus aparatos represivos.
 
Ante estos procesos, y considerando la coyuntura de disputa actual, el siguiente texto presenta, en una primera parte, el contexto regional y geopolítico donde se produce el lawfare, así como los antecedentes de esta estrategia de desestabilización y criminalización de la política, poniendo especial atención en el rol de EE. UU. En una segunda parte, se presentan casos específicos que dan cuenta del modo en que opera el lawfare: los actores, intereses y dinámicas implicadas.
 
El lawfare en América Latina hoy y sus antecedentes
 
Los gobiernos progresistas, con diversos matices y diferencias, se caracterizaron por un reclamo de la soberanía económica, política, territorial y cultural, poniendo en evidencia y cuestionando las asimetrías y desventajas impuestas por el sistema internacional neoliberal a los países periféricos en términos políticos, económicos y de seguridad (Szalkowicz y Solanas, 2017; Serrano Mancilla, 2015; Pinheiro Guimaraes, 2004).
 
A partir del golpe de Estado en Venezuela en 2002, cobraron materialidad y mayor visibilidad las tensiones entre estos procesos de cambio y los lineamientos políticos, económicos y de seguridad establecidos por el gobierno y el sector privado deEstados Unidos, que comprende a América Latina como territorio propio o parte «natural» de su esfera de influencia. Se desplegaron diversas herramientas de poder duro y blando plasmadas en procesos de desestabilización e intentos deliberados de golpes de Estado (algunos exitosos, otros truncos): golpe cívico-militar, golpe parlamentario, golpe mediático, guerra psicológica, guerra híbrida, con el objetivo de deslegitimar, desmoralizar y en última instancia expulsar de la política a estas experiencias y su legado (Roitman, 2017; Borón, 2012; Allard y Golinger, 2009).
 
El lawfare, sin embargo, no es producto único y original de los intereses foráneos. Las derechas y las minorías privilegiadas de América Latina son el eslabón fundamental para que pueda operar con éxito. En otras palabras, esos intereses entendidos como «foráneos», en realidad, son compartidos por sectores políticos que son sumisos hacia fuera, pero que a nivel nacional y local operan como clase dominante (Fernandes, 2008).
 
En efecto, el anticomunismo y la contrainsurgencia (que han mutado para identificar a cualquier grupo/sector político del ámbito de la izquierda que se defina y opere como opuesto al orden instituido), no son productos necesariamente importados, sino que han sido abonados tempranamente por las clases dominantes locales (García Ferreira y Taracena Arriola, 2017), vinculados a un proceso de dependencia material e ideológica frente a las élites de los países centrales. Esta dependencia adquiere una legalidad y sistematicidad a partir del orden internacional articulado en la posguerra (1944-1945) donde también se instituye, legaliza y legitima el sistema de relaciones centro-periferia (Pinheiro Guimaraes, 2004), en un esquema de creciente polarización entre capitalismo («Occidente») vs. comunismo («Oriente») (Said, 2004), a través de una serie de organismos, financiamientos y vínculos que marcaron la presencia de EE. UU. en América Latina.
 
EE. UU. y la guerra política por los corazones y las mentes en América Latina
 
Luego de la Segunda Guerra Mundial, EE. UU. se abocó a liderar el proceso de reorganización del orden mundial occidental. Las principales instituciones internacionales, desde la Organización de las Naciones Unidas (ONU), hasta el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) formaron parte de la proyección de los intereses de EE. UU. a nivel internacional, en particular aquellos asociados a la expansión de una economía anclada en un vasto complejo industrial militar. En el marco de las crecientes tensiones con la Unión Soviética, se fue organizando el terreno geopolítico para un enfrentamiento indirecto permanente, calificado de Guerra Fría. América Latina, en la esfera de influencia de EE. UU., tuvo su rol como proveedora de recursos estratégicos y materias primas, así como de receptora en el mercado de asistencia para el desarrollo y la seguridad impulsado desde allí. Los procesos emancipadores, que reivindicaban la soberanía y la autodeterminación, el nacionalismo y el antiimperialismo de posguerra, fueron percibidos como una amenaza, asociados inmediatamente a un inminente avance del comunismo en la región (González Casanova, 1979). En ese contexto, se firmaron el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (1947) y la Carta de la Organización de los Estados Americanos (1948), para garantizar una «América para los americanos».
 
En el marco de la contención del comunismo se desarrollaron la guerra política y la guerra psicológica, en una lucha por los «corazones y las mentes», que incidió en la doctrina de seguridad hemisférica. A pesar de centrarse en actividades de comunicación y diplomacia pública, incluyó también operaciones encubiertas. Según documentos en su momento secretos, estas operaciones implicaban: actividades conducidas o financiadas por este gobierno [EE. UU.] contra Estados o grupos extranjeros hostiles, o a favor de Estados aliados, que se planean y ejecutan de modo tal que el gobierno estadounidense no aparece como responsable, a los fines de poder desentenderse de tales hechos y personas [Incluía] propaganda, guerra económica […] asistencia a movimientos insurgentes, guerrillas y grupos de refugiados, así como el apoyo a grupos anticomunistas locales en países que estén amenazados por el comunismo en el mundo libre (FRUS 1945–1950, Doc. 274, subrayado de la autora).
 
En cuanto a la guerra política, paraguas bajo el cual operaba la guerra psicológica, era por definición «la continuación de la guerra por otros medios» y abarcaba desde acciones abiertas como alianzas políticas, medidas económicas, y propaganda, hasta acciones encubiertas y apoyo clandestino a socios o amigos en otros países, guerra psicológica, así como el apoyo e incentivo de resistencia de base en países enemigos (FRUS, 1948).
 
En este escenario, el anticomunismo constituyó uno de los ejes ordenadores y legitimadores de la reproducción ideológica y la justificación a nivel nacional e internacional, de las intervenciones de EE. UU. durante la Guerra Fría (Chomsky y Herman, 1979). Una división entre «nosotros» y «ellos», entre «nosotros» y el «enemigo», que fue mutando a otras formas de nominarlo, incluso después de la implosión de la Unión Soviética: «eje del mal», «regímenes no democráticos» o «autoritarios», «Estados fallidos», «Estados terroristas» (Chomsky y Herman, 2000).
 
Como resultado de la doctrina anticomunista, materializada en políticas contrainsurgentes operadas por los gobiernos locales, apoyados en mayor o menor medida por EE. UU., se llevó a cabo el golpe contra Jacobo Arbenz (1954) (Cullather, 2002); la desarticulación de la Revolución Boliviana de 1952 (Field, 2016); el permanente asedio a la Revolución Cubana; el golpe contra Joao Goulart en Brasil en 1964 (Romano, 2013); el golpe contra Salvador Allende en 1973; y la guerra en Centroamérica (Tapia Valdés, 1980; Bermúdez, 1987). Estos gobiernos o sectores políticos no estaban necesariamente vinculados al comunismo, pero fueron derrocados o destituidos por medio de la articulación de herramientas de «poder blando», como la asistencia para el desarrollo, incluyendo reformas institucionales a nivel estatal o local, sumadas a la asistencia para la seguridad, incluyendo entrenamiento de parte de las FF. AA. y policías locales en contrainsurgencia (Romano, 2013).
 
En la actualidad, uno de los nexos con estos procesos de Guerra Fría, es la reivindicación de la «guerra política» como alternativa más conveniente para recuperar la hegemonía decadente de EE. UU. frente a China (Rand Corporation, 2012). En efecto, sus intelectuales recomiendan reforzar medidas de «poder blando»: guerra psicológica, sanciones económicas y presión diplomática. Precisamente el lawfare, el uso de la ley como un arma, es una de las herramientas y componentes de esa guerra política, que al combinarse o actuar en paralelo a estrategias de guerra psicológica, sumadas a la posibilidad del uso de fuerza, compone las guerras híbridas (Romano, Tirado y García Sojo, 2019; Korybko, 2019).
 
El Lawfare como «poder blando» en la actualidad
 
Es por ello que vale considerar la noción de «poder blando», tal como es concebida desde el establishment liberal estadounidense: una manera de lograr que los otros hagan lo que yo quiero, sin recurrir necesariamente al uso de la fuerza (Nye, 2004). Por definición, se postula al lawfare como una guerra «por otros medios», en este caso, por la vía legal. Se entiende que dirimir la batalla en los tribunales nacionales e internacionales es menos violento y «más justo» (Dunlap, 2009). Es una estrategia típica de gobiernos demócratas (aunque no exclusivamente utilizada por ellos), que hace parecer como «blando» algo que en realidad implica la posibilidad del uso de la fuerza; hace aparecer como «legal» acciones orientadas a quebrar la legalidad, incluida la desestabilización de gobiernos de turno por medio de la presión económica, diplomática, etcétera.
 
Así, el lawfare, como herramienta de «poder blando», se combina y opera con otras herramientas propias de la guerra psicológica y política, entre ellas la asistencia para el desarrollo. Esta asistencia forma parte de las estrategias de legitimación de la expansión del capital monopólico estadounidense luego de la Segunda Guerra Mundial. El Punto IV de Truman (1949) es un ejemplo, siendo el más ilustrativo la Alianza para el Progreso y los diversos programas de la AID (hoy USAID) a partir de los años sesenta. Esta tenía por objetivo contribuir al desarrollo de los países del continente, en clave de «modernización» de la infraestructura, acceso a salud, educación, incluso el sistema de cultivos (traducido en la «revolución verde» para mejorar el rendimiento y favorecer la producción en escala) (Delgado y Romano, 2013). También se caracterizó por articular los programas de asistencia económicos y técnicos con la asistencia militar y policial en un contexto de creciente guerra contrainsurgente, «anticomunista», para obstaculizar, erradicar, etc., cualquier experiencia político-económica que cuestionara los valores o interfiriera en los intereses de las potencias occidentales, lideradas por EE. UU. en plena Guerra Fría (Romano, 2017).
 
La asistencia para el desarrollo tuvo mayor protagonismo, sin embargo, a partir de los ochenta, cuando se extendió a través de organismos multilaterales para «rescatar» a la mayoría de los Estados latinoamericanos, afectados por la crisis de las commodities y el endeudamiento generado por el flujo de petrodólares en los años setenta. Este proceso tuvo como protagonistas a las Instituciones Financieras Internacionales (IFI), como el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que organizaron la neoliberalización de las economías, retomando las premisas de los Chicago Boys impartidas al calor del golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile (Harvey, 2007) y cumpliendo los designios de la Comisión Trilateral conformada a inicios de la década de 1970.
Esta asistencia promueve determinadas líneas económicas (y políticas) (Romano, 2018). También se aplicó para intentar «modernizar» los aparatos jurídicos. Esto se materializa en proyectos de modernización, actualización y formación de recursos humanos, que implican exportación de doctrinas, marcos de evaluación, programas de estudios, que en algunas coyunturas redefinen lineamientos políticos y económicos (Borón, Tirado, Lajtman, García Fernández y Romano, 2019; Pásara, 2012; Hammergren, 2007), rebasando su impacto más allá del ámbito jurídico.
 
En 1983, el Departamento de Estado creó un grupo de trabajo «interagencia» para atender la administración de la justicia en América Latina (Pásara, 2012). Las agencias del Estado estadounidense articularon con las IFI en diversos aspectos de las reformas de los Estados. El BID habilitó aproximadamente 1,2 mil millones de dólares entre 1992 y 2011 para la reforma judicial, en forma de préstamo (endeudamiento del Estado) (Pásara, 2012: 4). En general, la USAID prefiere advertir que el apoyo a las reformas jurídicas se ha centrado en cuestiones «técnicas» en lugar de «políticas», evitando aspectos contextuales que afectan profundamente el funcionamiento de los sistemas jurídicos. Al igual que la USAID, el BID se inclina por la asesoría «despolitizada», orientando el apoyo a computadoras y edificios de oficinas (Pásara, 2012: 11).
 
Desde el punto de vista de las agencias involucradas en esta asistencia: «la reforma judicial ha sido largamente considerada como un prerrequisito para la consolidación de la democracia y para el desarrollo sustentable en América Latina. Muchos países de la región llegaron a la última década del siglo XX con instituciones jurídicas ineficientes y políticamente vulnerables (De Shazo y Vargas, 2006).
Sin embargo, hay varios aspectos que están asociados a estas reformas vía asistencia: el primero es el de préstamos que endeudan a los Estados; el segundo es la intervención política disfrazada de asesoría técnica; el tercero, la naturalización de la asistencia y la asesoría como algo necesario y bueno en sí mismo (con la contracara: el vínculo de dependencia que genera) (Romano, 2020). Al igual que en el plano económico, existe desde el gobierno estadounidense una tendencia a estandarizar los aparatos jurídicos de acuerdo a las necesidades y percepciones sobre el buen funcionamiento de la ley, o a su uso más correcto, especialmente forjado en torno a la lucha contra la corrupción.
 
Vale agregar que es también desde aquellos años que se fue acuñando el relato de la «corrupción» como un mal propio (inevitable) de lo público y del Estado. Esta corrupción debe ser extirpada del Estado apelando entonces a las «buenas prácticas» del sector privado (eficiencia y transparencia) para desplazar la «lógica» de lo público, asociada al derroche y a la mala gestión de «los políticos» (léase: militantes, funcionarios con trayectoria en partidos políticos), apostando a la formación de técnicos (supuestamente apolíticos) (Romano y Díaz Parra, 2018). Este antecedente explica, en parte, el hecho de que la persecución judicial se haya exacerbado contra funcionarios de gobiernos que propiciaron la intervención del Estado en materia económico-social a favor de las mayorías, ensanchando al Estado y revalorizando lo público.

Este artículo hace parte del libro “El nuevo Plan Cóndor: geopolítica e imperialismo en América Latina y el Caribe”, editado por Batalla de Ideas y el Instituto Tricontinental.

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