El presidente del Perú, Pedro Castillo, cometió suicidio político in extremis este miércoles, después de verse rodeado por fuerzas enemigas que, después de asediarlo durante el escaso año y medio en el que estuvo en la presidencia, lograron conjuntar los votos suficientes para destituirlo “por incapacidad moral”.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Para quienes siguieron en los últimos tiempos con cierta atención lo que estaba sucediendo en el Perú, se trata de una muerte anunciada. Tarde o temprano, los enemigos de Castillo lograrían su cometido de deshacerse de él por la vía que ya se está convirtiendo en la usual en ese país porque, como se recordará, no es este el primer presidente que es desbancado de la misma forma.
Es cierto e inobjetable que fue sometido a un inclemente asedio incluso desde antes de asumir el cargo, no solo por las huestes fujimoristas que continúan teniendo una gran fuerza, sino por un abanico de expresiones políticas que abarca un espectro que va de la extrema derecha a posiciones autocalificadas de izquierda.
Buena parte de sus esfuerzos estuvo dirigido a librar escaramuza tras escaramuza para salvar la vida en esa guerra que le declararon y en la que no le dieron respiro. En un país con tantas carencias, tantas injusticias, tantas discriminaciones y tantas violencias, que la clase política se obnubile en sus guerras intestinas es casi un delito de lesa humanidad.
El asedio al que fue sometido Castillo presenta, como es natural, características específicas que derivan del contexto nacional peruano, pero no debe de perderse de vista que se trata de las mismas estrategias golpistas que se presentan en toda América Latina. Puede ser un golpe parlamentario como este, similar al que sufrió Fernando Lugo en Paraguay; una combinación de este con lawfare, como sucedió con Dilma en Brasil; una seguidilla de juicios que condenen sin pruebas como le está sucediendo a Cristina en Argentina y le sucedió a Lula; hasta un incruento golpe de Estado que, como le sucedió a Mel Zelaya en Honduras, te saque de la cama a media noche y te ponga en pijama en un país extranjero.
Sentado lo anterior, debe admitirse que Castillo no estuvo a la altura de las circunstancias. Pero debe también admitirse que quién sabe cuántos habrían podido estar a la altura en estas condiciones tan complejas en las que parecía moverse bastante en solitario, tomando decisiones erráticas que buscaban sortear las trampas que sus enemigos, y no pocas veces sus supuestos amigos o aliados, le tendían a cada paso. Se peleó con el partido que le dio cobijo para ganar las elecciones; eligió para ministros a gente mediocre e impresentable o abiertamente contraria a las ideas que sustentaban su proyecto político; no pudo mantener un gabinete estable, en buena medida tratando de congraciarse con quienes conjuntaban fuerzas para botarlo en el Congreso.
Y su decisión final de disolver el Congreso parece haber seguido esa tónica de decisión de un hombre solo y aislado dado que muchos de sus ministros renunciaron al conocerla y el ejército y la policía no lo respaldaron.
Claro que pudo optar por otras tácticas de las que escogió. El manual de la crítica-crítica indica que, como en otros países (Ecuador en tiempos de Correa, Bolivia en tiempos de Evo, etc.), Castillo adoleció de timoratismo y no se atrevió a radicalizar el proceso apoyándose en las masas. A lo mejor le habría funcionado, pero a estas alturas entramos en el terreno de la especulación. Habría que ver si esos sectores que hubieran eventualmente apoyado una radicalización hacia la izquierda están realmente presentes en la arena política peruana y cuánto hubiera sido su compromiso con el programa de gobierno ofrecido.
Por lo pronto, la derecha ya ha convocado a movilizaciones para sacar a quien ha sustituido a Castillo. Van por todo.
Pobre America Latina siempre maltratada por sus algozes de derecha
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