Para América Latina, Lula es fundamental, primero, para crear un clima de optimismo progresista que ya viene afianzándose y, segundo, porque muy posiblemente ayudará a cristalizar tendencias y procesos no solo entre países sino al interior de ellos.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Antes de la toma de posesión de Lula, Jair Bolsonaro tomó un avión y se fue para Miami. Fue como si tras de sí el avión en el que, casi se pude decir que se fugaba, arrastrara el manto oscuro que cubrió a Brasil durante los interminables cuatro años de mandato que ganó fraudulentamente por los cargos que inventaron sus compinches del poder judicial y que enviaron a Lula a la cárcel.
Brasil se desdibujó. Esa imagen que circulaba por el mundo del país alegre, carnavalesco, de música maravillosa y playas inigualables se trastrocó hasta lo irreconocible. Sin que lo supiéramos, había un Brasil adormecido que era belicoso, intolerante, que se refocilaba en la ignorancia y hacía de la mentira una virtud.
Lo que pasó en Brasil en estos cuatro años que han terminado este primero de enero no nos lo podíamos haber imaginado después de que Lula había transformado a su país en referente de buen gobierno, lo que le valió que cuando abandonó la presidencia lo hiciera con índices de popularidad y aprobación pocas veces vistos para un gobernante que terminaba su mandato y era sucedido por una correligionaria con un pasado de lucha y probidad ejemplar.
La administración de Jair Bolsonaro es equivalente a la de Donald Trump en Estados Unidos, plagada de exabruptos, incoherencias, ridiculeces y estupideces replicadas por ministros y funcionarios ineptos que daban vergüenza ajena. Una administración a contramano hasta del sentido común, encabezada por un individuo que se vanagloriaba públicamente de los actos y valores más soeces. Es decir, un patán hecho y derecho, exactamente lo contrario de lo que necesita no solo Brasil sino este mundo lleno de retos inmensos a los que hay que dar respuestas inteligentes y contundentes para que todos podamos salir adelante.
Si en Argentina la administración de los Fernández recibió un país endeudado hasta las cachas, que los ha hecho recorrer un lodazal que tranca las carretas, en Brasil el equipo encargado de la transición advirtió que el país que se recibe es peor de lo imaginado. La herencia de las derechas mediocres y avorazadas son malignas en nuestro continente, dejan tras de sí una estela de putrefacción difícil de superar. Por eso, el gobierno de Lula se inicia, desde el acto de toma de posesión, llamando a la unidad nacional, a recapacitar para acabar con la desinformación y por la sensatez.
Con todo, Jair Bolsonaro, o más específicamente el bolsonarismo, demostró tener una fuerza nada despreciable. No es solo una fuerza política sino toda una cultura, una visión de mundo a la que adscribe casi la mitad de la población votante del país, respaldada por instituciones como las iglesias neopentecostales, que han conformado -en sus propias palabras- un rebaño que forja sus valores con la teología de la prosperidad propia de estos tiempos neoliberales.
Su peso es tan fuerte, que tuvo que pensarse en un espectro de alianzas muy grande, que hace difícil los equilibrios y le restan solidez al gobierno que, aunado a la herencia envenenada que recibe, auguran un mandato en el que el presidente tendrá que poner a prueba sus condiciones de gran negociador.
Para América Latina, Lula es fundamental, primero, para crear un clima de optimismo progresista que ya viene afianzándose y, segundo, porque muy posiblemente ayudará a cristalizar tendencias y procesos no solo entre países sino al interior de ellos.
Luego de ver los indicadores económicos tan positivos con los que cierra el año Venezuela, los primeros pasos del gobierno de Petro en Colombia y las posiciones dignas de AMLO en México, la asunción de Lula no puede sino llenarnos de alegría.
Muy exacto
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