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sábado, 4 de febrero de 2023

Socialismo: única salida. Pero ¿cómo?

 Con el avance portentoso de la derecha en estas últimas décadas en todo el mundo, las propuestas de transformación del capitalismo (léase: revolución socialista) han ido quedando arrinconadas. Hoy se levantan como “izquierda” propuestas que algún tiempo atrás se hubieran descartado, por tibias y reformistas (los “progresismos” latinoamericanos, por ejemplo). 

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

“Socialismo o barbarie”
Rosa Luxemburgo

En la arquitectura global actual, manejada por los megacapitales occidentales con Estados Unidos a la cabeza y la OTAN como su brazo armado, aparecen otros polos de poder que se enfrentan a la supremacía del dólar: China y Rusia. Los ideales de izquierda están tan diezmados que ese multipolarismo que empieza a dibujarse -de ahí la guerra de Ucrania, y probablemente pronto la de Taiwán- es saludado como un “triunfo”. ¿Triunfo para quién? Los capitales son siempre los capitales, no importa la procedencia (“El capital no tiene patria”, dijo un pensador decimonónico, hoy supuestamente superado, fuera de circulación).

Los capitales -o, dicho de otro modo: el modo de producción capitalista- no tiene patria, etnia ni género. ¿Qué diferencia habría si quien me explota es negro, mujer, blanco, homosexual, alemán, noruego, varón, transexual, creyente, ateo, de Burundi o de Estados Unidos? O, exagerando, hasta se podría imaginar: ¿qué importa si es un robot con inteligencia artificial manejado por cualquiera de los anteriores, siempre en la órbita capitalista? El capital se mueve exclusivamente con una lógica inquebrantable, inamovible: trata de extraer hasta la última gota de plusvalía de quien trabaja, no importando si ese o esa trajabador/a es negro, mujer, blanco, homosexual, alemán, noruego, varón, transexual, creyente, ateo, de Burundi o de Estados Unidos, sin importar si es obrero industrial, peón agrícola, mujer empleada doméstica, consultor de organismo internacional con doctorado, ingeniero o ingeniera jefe en una moderna planta automatizada o vendedor ambulante precarizado. La explotación sigue estando presente. ¡Y eso es lo que prima en nuestro mundo capitalista actual!
 
Es por ello que la única manera de superar ese estado de cosas es yendo más allá del capitalismo, y no pidiendo una “concertación de clases”, “un pacto social” o un “capitalismo serio”, como demandan algunas de las personas “progresistas” que hoy están en la presidencia de algunos países. Como reza un refrán popular: “Para hacer una tortilla hay que romper algunos huevos”. Sin hacer una apelación a la violencia, aunque desde un pacifismo un tanto ingenuo se la pueda rechazar, debemos convencernos que “la violencia es la partera de la historia”, como dijo ese pensador citado, declarado muerto innúmeras veces (curioso cadáver ¿verdad?). Lo humano está marcado por el conflicto, y no siempre existe la posibilidad de resolverlo pacíficamente. La lucha de clases -que sigue existiendo, aunque pretendan haberla “pasado de moda”- continúa marcando el ritmo de la historia. La violencia está en el fenómeno humano, pero eso no debe llevarnos a su entronización. Dicho sea de paso: no olvidar nunca que la industria armamentística es la principal avanzada científica de la humanidad, captando los adelantos técnicos más desarrollados y produciendo las mayores -inmensamente espectaculares- ganancias de toda actividad humana: se gastan 70,000 dólares por segundo en armas, más de dos billones al año, y esa suma va a parar a gigantescas corporaciones que lucran con la venta de sus mercancías, que no importa para qué las use el comprador. Obviamente, las utiliza para matar. No olvidar nunca que ¡eso es el capitalismo! Por eso tiene sentido el epígrafe de Rosa Luxemburgo, popularizando un dicho de Engels: “socialismo o barbarie”. 
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La inteligencia artificial, ese gran portento de nuestro desarrollo científico actual como humanidad, está preparada en buena medida por técnicos occidentales, criados en y defensores del capitalismo. Es con esa ideología que se la prepara; es por ello entonces que -como ya pasó en un par de oportunidades- consultada sobre cómo arreglar el problema del crecimiento humano y las penurias actuales, la respuesta fue “esterilización masiva y eutanasia”. ¿Esa es la solución? ¿Y quién decide sobre los que deben quedar? La Marcha Internacional Comunista pide construir “una patria para la humanidad”. Obviamente son proyectos incompatibles, radicalmente distintos, irreconciliables. 
 
El capitalismo se mantiene con violencia, violencia suprema, sanguinaria, monstruosa: 20,000 muertos diarios por falta de alimentos, cuando sobran alimentos en el mundo. La violencia del sistema es inaudita. ¿Cómo transformar eso? Hoy, donde pareciera que los caminos están tan cerrados, con el campo popular y las izquierdas apabulladas por la avalancha neoliberal (capitalismo salvaje) vale reflexionar sobre todo ello. Podríamos partir de algunas ideas básicas que se podrían resumir en tres ámbitos, líneas o preguntas:
 
1.     ¿Está vigente el marxismo hoy como teoría revolucionaria para cambiar el mundo?
 
2.     ¿Cómo es hoy ese mundo? (entendiendo que el mundo del que habló Marx en su momento ha tenido grandes transformaciones).
 
3.     ¿Cómo dar ese cambio?
 
De lo que se desprende una cuarta, que impone decidir qué caminos tomar. Es decir: cuál es el instrumento para ese cambio: ¿partido, movimiento, frente amplio, fundación algo nuevo, etc.?
 
Cada línea de pensamiento de estas tres “ideas-fuerza” esbozadas da para una eternidad de trabajo que rebasa infinitamente el presente modesto opúsculo. Aún a riesgo de ser irreverente, y solo a modo de síntesis introductoria, podría decirse algo de cada una de estas líneas planteadas, para llegar a la cuarta.
 
1.     ¿Está vigente el marxismo hoy como teoría revolucionaria para cambiar el mundo?
 
Sí, sigue estando vigente. Sus conceptos fundamentales, en tanto construcciones científicas, siguen siendo herramientas válidas para entender y proponer alternativas en torno a la realidad. Las sociedades humanas (hoy día sociedad absolutamente mundializada: “aldea global”, para usar la expresión de McLuhan, o “sistema-mundo”, siguiendo a Wallerstein) se asientan en la producción material que asegura la vida. La forma de organización que adopta hoy esa sociedad planetaria es, básicamente, capitalista. Experiencias socialistas en este momento casi no quedan, y las que sobreviven han realizado o están realizando profundas modificaciones en sus estructuras básicas para poder sobrevivir. El capitalismo, por tanto, es por lejos el sistema ampliamente dominante (sociedades no agrarias, aún en el neolítico, si bien las hay en un número muy limitado, son rarezas antropológicas). Por tanto, si algo tenemos, es capitalismo triunfante, con aureola de ganador luego de la caída del campo socialista europeo y la reversión de los cambios en la República Popular China -lo cual abre un interrogante de hacia dónde va ese proceso, y cómo ayuda, o no, a una revolución global-. Capitalismo triunfante que, a través de uno de sus voceros académicos (Francis Fukuyama), se permitió decir eufórico que “la historia había terminado” cuando se desintegró la Unión Soviética. 
 
Entender esa estructura básica que mueve al mundo es entender las relaciones de producción que la sostienen; las mismas son relaciones de explotación de un factor (el capital, en sus nuevas formas -capital financiero global, despersonalizado, sin patria- pero capital al fin) y quien produce la riqueza: los trabajadores (también en sus nuevas formas: un proletariado industrial urbano en proceso de cambio / achicamiento / extinción, contrataciones tercerizadas en el Tercer Mundo, pérdida de conquistas laborales históricas, trabajadores de carne y hueso reemplazados cada vez más por procesos de automatización y robotización, etc.) Pero más allá de la nueva fisonomía, las relaciones capital-trabajo siguen absolutamente vigentes, son la esencia mismo del mundo, lo que lo explica, lo que lo dinamiza. Lo que mueve al capital, la esencia última que pone en marcha al sistema global, sigue siendo la obtención de plusvalía (el trabajo no remunerado que constituye la ganancia capitalista, el plusvalor), y la acumulación del mismo, que termina siendo capital monopolista, y luego imperialista. La lucha de clases (en sus nuevas y diversas formas) continúa siendo el motor de la historia. Leer esa realidad y proponer alternativas revolucionarias es (ha sido, y seguramente será) el corazón mismo del pensamiento marxista, o socialista, o crítico, o como se le quiera llamar (¿pasó de “moda” hablar de socialismo o comunismo? Eso lleva a preguntarnos por qué. ¿Qué significado histórico tuvo la caída del Muro de Berlín?). Conclusión: el marxismo, en tanto expresión científica que estudia la realidad social, sigue vigente como método de análisis y como propuesta de transformación. Pero hay que adecuarlo a los nuevos tiempos, muy distintos en muchos aspectos -quizá no en la estructura de base, pero sí con cambios importantes en su dinámica- de lo visto por los clásicos hace un siglo y medio atrás.
 
2.     ¿Cómo es hoy ese mundo? (entendiendo que el mundo del que habló Marx en su momento ha tenido grandes transformaciones).
 
El mundo actual, capitalista en sus cimientos, ha cambiado mucho en este más de siglo y medio, desde la formulación del Manifiesto Comunista como documento fundacional del socialismo científico. Hoy día el proceso de mundialización (globalización) ha transformado el planeta en un mercado único, con capitales tan fabulosamente desarrollados que están más allá de los Estados nacionales modernos (el 60% de los activos y de las ganancias de las corporaciones transnacionales proviene de sus actividades fuera de sus países de origen). El desarrollo portentoso de las tecnologías abre nuevos y complejos retos al campo popular y a las propuestas revolucionarias: el poder militar del capital es cada vez más grande, los métodos de control (en todo sentido, en especial el ideológico-cultural, a punto que se habla de una “guerra de cuarta generación: mediático-psicológica”) son cada vez más eficientes, el capitalismo salvaje y sin límites (eufemísticamente llamado neoliberalismo) ha hecho retroceder conquistas sociales históricas; la desesperanza y la despolitización seguidas a la caída del campo socialista soviético aún siguen siendo grandes -lo cual no significa que no haya protestas, muchas y variadas, hechas todas desde la reacción y el hartazgo de los pueblos y colectivos sojuzgados, pero sin alcanzar a hacer colapsar el sistema-. 
 
A ello se suma, en este nuevo mundo inexistente más de un siglo y medio atrás, nuevos elementos, como el capital mafioso (capitales golondrinas, fondos buitres, paraísos fiscales, capitalismo especulador, narcotráfico como nuevo factor de acumulación y estrategia de dominación renovada), nuevos sujetos que se suman a la protesta: reivindicaciones de género contra la opresión patriarcal, contra la opresión étnica, la reacción ante el desastre ecológico en juego producto del modo de producción y consumo vigente, grupos marginalizados como, por ejemplo, el campo de la diversidad sexual que hoy se suma en tanto nuevo elemento de crítica cuestionando la homofobia. Las contradicciones de clase siguen siendo el motor de la historia, con el agregado y articulación de estos nuevos sujetos. Esto lleva a replantearnos aquello de contradicciones principales y secundarias: en un sentido, todas las contradicciones son importantes y pueden funcionar como detonantes de cambios. Ahí tenemos, por ejemplo, los movimientos de defensa territorial que recorren Latinoamérica: no son una expresión clara de contradicción capital-trabajo asalariado, pero igualmente pueden funcionar como chispa transformadora. Así como, en otro contexto, pueden haber sido los movimientos juveniles que pusieron en marcha la Primavera árabe o en su momento, el Mayo Francés de 1968. 
 
La pauperización/descomposición del proletariado industrial de los países centrales abre igualmente nuevos escenarios. El capitalismo globalizado y su abandono creciente del Estado satisfactor de cuño keynesiano impone también una nueva dinámica. La privatización de todo lo público se ha abierto paso en estos años, proceso aparentemente sin retorno en este momento, fomentando la engañosa ideología de “empresa privada: sinónimo de eficiencia, sector público: equivalente a desastre, burocracia e ineficiencia”. 
 
El sistema sabe muy bien lo que hace, porque tiene mucho que perder (la clase trabajadora “no tiene nada que perder más que sus cadenas”, enseñaban Marx y Engels en el Manifiesto Comunista). Es por eso que está siempre librando la lucha de clases al rojo vivo, aunque no sea en forma violenta y sangrienta -cosa que, si tiene que hacerlo, lo hace sin miramientos-. En esa perspectiva se inscribe la actual fiebre onegizadora -permítasenos el neologismo-. Sabemos que entre las ONG’s hay de todo, incluso compañeras y compañeros muy honestos y convencidos que realizan un trabajo social con contenido político. Lo cierto es que, vistas en conjunto, no constituyen sino una forma de remendar / paliar los servicios que no brindan los Estados nacionales (la Unión Soviética o China comunista no necesitaron de eso para desarrollarse), por lo que su incidencia en la realidad de un país es mínima, siempre marginal. Existen porque los países donantes -las potencias capitalistas- establecen allí una forma  de control social; la cooperación internacional (“estrategia contrainsurgente no armada”, según los manuales de operación de la CIA) busca justamente eso: la fragmentación social, los reclamos o reivindicaciones parciales: por un lado mujeres peleando por la equidad de género, por otro lado: pueblos indígenas levantando banderas antirracistas, toda la diversidad sexual concentrada en sus demandas contra la homofobia, los ecologistas enfocados en un mejor relacionamiento con el medio ambiente, pero falta la visión de clase que articule todos esos movimientos. Cobra así sentido la histórica máxima maquiavélica de “divide y reinarás”. Esa supuesta “cooperación extranjera” busca fomentar la dependencia de los dólares o los euros que llegan como regalo, el establecimiento de agendas que, en definitiva, beneficia solo a las potencias. “La cooperación internacional rasca donde no pica”, dijo certero un dirigente campesino de Centroamérica. El movimiento revolucionario no puede ser una ONG, en absoluto. 
 
En definitiva: si bien la estructura de base se mantiene (la explotación del trabajo, por ende del trabajador en cualquiera de sus formas: obrero industrial, campesino, productor intelectual, etc.), hay nuevas formas del mundo que implican necesariamente nuevas formas de lucha. El teletrabajo que se va abriendo paso -ya hay una pléyade de “nómadas digitales” que trabaja en solitario moviéndose de un país a otro- fuerza a pensar estas realidades novedosas: ¿qué será en el futuro de los sindicatos entonces? El “distanciamiento social” que impuso la pandemia de Covid-19 estableció las pautas para esta llamada “nueva normalidad”, la cual establece la distancia para todo. Ello no significa que los pueblos vivirán distanciados, pero la modalidad de distancia que impone lo digital va modelando una nueva sociedad, y eventualmente un nuevo sujeto (¡hasta el sexo ya va siendo virtual! ¿Se termina la presencialidad para todo?) Sigamos pensando firmemente que la revolución no es virtual: si no hay gente enardecida por su situación de explotación en la calle levantando la protesta, no puede haber cambio, transformación revolucionaria real. 
 
La catástrofe ¿medioambiental mueve también a incorporar esa nueva dimensión en el pensamiento revolucionario; si hay catástrofe ecológica -y no “cambio climático”, como si eso fuese un proceso geológico natural- es por el modelo de producción y consumo generado, disparatadamente depredador -piénsese en la obsolescencia programada, por ejemplo-. Conocer este mundo, distinto al capitalismo inglés de la segunda mitad del siglo XIX, implica estudiar muchísimo todas estas nuevas variantes. En lo esencial, el sistema capitalista se mantiene, pero todas esas nuevas aristas imponen nuevas problematizaciones, nuevas formas de lucha. El imparable proceso de robotización y automatización de los trabajos (hoy día hasta se hace psicoanálisis en forma virtual; ¿lo hará próximamente un robot?), en los marcos del capitalismo, en vez de ser un factor de bienestar para la gente, es un castigo, pues aumenta la desocupación. Sin dudas, desde un planteo revolucionario, eso no se puede dejar de tener en cuenta. Por lo pronto, la tajante división de los países entre un Norte super desarrollado y un Sur global infinitamente empobrecido, plantea desafíos: ¿cómo cambiar eso? 
 
3.     ¿Cómo dar esa lucha, cómo lograr ese cambio buscado?
 
Esta es la razón de ser de plantearnos estos problemas y estudiar todo lo anterior para poder formular propuestas concretas en relación a cómo cambiar el mundo capitalista, cómo construir el socialismo.
 
En esto puede ser importantísimo, imprescindible quizá, revisar las pasadas experiencias socialistas revolucionarias (las que triunfaron y se constituyeron como poder político a nivel nacional: la rusa, la china, la cubana, la nicaragüense, etc.), y las que no lo lograron, como la guatemalteca, la colombiana, la salvadoreña, la alemana. ¿Falló algo en los proyectos triunfantes? ¿Qué pasó? Igualmente, en este estudio histórico, debemos preguntarnos ¿por qué retrocedieron las revoluciones ganadoras en los primeros Estados socialistas? ¿Por qué no se pudo triunfar en las que no se logró? La Comuna de París de 1871 fue ahogada en sangre. ¿Por qué en la Unión Soviética, por ejemplo, se pasó a un capitalismo rapaz en 1991? ¿Por qué la gran cantidad de movimientos armados del mundo se desarmaron convirtiéndose en partidos políticos que entraron en la lógica capitalista sin mayor incidencia en cambios sociales reales? Mucho que estudiar, sin dudas.
 
Hoy, visto el poder enorme de los actuales capitales, las formas de lucha quizá ya no pueden ser las utilizadas décadas atrás. ¿Qué hacer entonces? Es ahí donde surge la reflexión en torno a lo que nos convoca: ¿cuál es el instrumento de cambio hoy día?
 
Toda esta primera consideración quizá no agrega nada nuevo, pero nos pone en el punto de partida para intentar saber por dónde tenemos que ir. En otros términos, la pregunta sigue siendo la misma que se hacía Lenin hace más de un siglo atrás, en 1902: ¿qué hacer? 
 
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Es más fácil decir qué no hacer que proponer cuestiones concretas, que indicar con claridad “¿qué hacer?”. En otros términos: es más fácil destruir que construir. Pero sabido eso, y asumiendo que no nos resulta nada fácil marcar un camino seguro (por el contrario ¡es tremendamente difícil!) optamos por tomar esa metodología: digamos, al menos en principio, por dónde no debemos ir. Eso ya nos recorta un poco el panorama, y nos dice lo que no tenemos que hacer. Esto seguramente nos podrá ayudar para ir delineando lo que sí queremos, y lo que concretamente podemoshacer.
 
Estamos claros que hoy no es pertinente:
 
1.     Impulsar la lucha armada. Al menos, no en este momento. Las condiciones nacionales de todos los países e internacionales tornan imposible levantar esa propuesta en la actualidad. El movimiento armado zapatista en México ha logrado mucho en sus “zonas liberadas”, pero el capital global lo ha dejado allí, encerrado en un espacio acotado, y no funciona como modelo seguro para replicar. El agotamiento de la opción armada, la respuesta absolutamente desmedida de que fue objeto por parte del Estado burgués en su estrategia contrainsurgente, el descrédito y el miedo que dejaron estas luchas en el grueso de las poblaciones hacen imposible, en la actual coyuntura, volver a levantar esa opción, o profundizarla con posibilidad de éxito en los territorios donde aún permanece activa (grupos en Colombia, India, Indonesia, Filipinas, Mali, Etiopía). La cuestión técnica, es decir: la enorme diferencia de poderío que se ha establecido entre las fuerzas regulares de cualquier Estado y las fuerzas insurgentes, sin minimizarla en lo más mínimo, no es necesariamente el principal obstáculo para proponer esta salida. Los ideales, está probado, pueden ser más efectivos que el más impresionante dispositivo técnico, que las más poderosas fuerzas armadas. El arma más importante, extremando las cosas, es la ideología (de ahí la importancia vital de desarrollar la lucha ideológica como parte de una estrategia revolucionaria). De todos modos, llegado el caso, esa diferencia de potencial bélico hoy es tan grande que habría que replantear formas de lucha. Sin caer en romanticismos exitistas, debemos tener claro que hoy el sistema global se ha armado de tal manera que solo se lo puede destruir con misiles nucleares. Y, por supuesto, ese no es el camino, porque así nos destruimos todos como humanidad. Por tanto, habrá que inventar otros nuevos. Por ejemplo: ¿podemos llegar a tomar seriamente como una opción que desestabilice al sistema una “guerrilla informática”, los hackers? Quizá eso no serviría como propuesta de transformación, y debería pensarse en otras opciones, como guerra popular prolongada con una vanguardia armada. Pero, ¿es posible hoy enfrentarse a drones, inteligencia artificial, satélites geoestacionarios, armas químicas, bacteriológicas y nucleares de poder desmedido con algunos fusiles de asalto? ¿Puede disponer el campo popular, o alguna organización de izquierda, de todo ese potencial? Lo cierto es que hoy, dado la reciente historia, la lucha armada no se vislumbra como una vía posible. El costo pagado fue demasiado grande. Después de tantos miles y miles de muertos, es poco lo que se ha logrado, y habría que pensar mucho si vale la pena nuevamente ese camino. Los movimientos armados de décadas atrás, en numerosos países se transformaron en partidos políticos en el marco de la institucionalidad capitalista. El resultado nunca ha sido una revolución socialista. Esto no significa negar la posibilidad de la lucha armada, pero hay que situarla correctamente, y hoy no parece haber mucho espacio para ella.
 
2.     Participar como partido político buscando la presidencia en elecciones generales. Sin descartar completamente y de cuajo la opción de la vía electoral, la propuesta revolucionaria no pasa por ocupar la administración del Estado capitalista. La experiencia mundial ha demostrado infinidad de veces -en general de manera trágica- que tomar el gobierno no es, en modo alguno, tomar el poder. Los factores de poder pueden admitir, a lo sumo, que un gobierno con tinte socialdemócrata realice algunos cambios no sustanciales en la estructura. Cambios cosméticos, que no afectan en profundidad las reales relaciones de fuerza; si se quiere ir más allá, al no contarse con todo el poder real (las fuerzas armadas, el aparato de Estado en su conjunto, o en todo caso la movilización popular efectiva que representa un movimiento de masas siendo quien en verdad insufla la energía transformadora), al no haberse producido un cambio en las correlaciones de fuerzas reales en la sociedad, las posibilidades de cambio efectivo son nulas desde el aparato de Estado. Cambiar algo superficial para que no cambie nada en la base es puro gatopardismo. Quizá pueda ser útil, sólo como un momento de la lucha revolucionaria, optar por ocupar poderes locales (alcaldías, por ejemplo) o algunas bancas en el Poder Legislativo, para hacer oposición, para organizar, para constituirse en un referente alternativo. Pero en todo caso no hay que olvidar nunca jamás que esas instancias de la institucionalidad capitalista son muy limitadas: no están hechas para la democracia genuina, de base, revolucionaria. Son, en definitiva, instrumentos de dominación de clase, por eso no podemos apuntar a trabajar en ellas con la “ingenuidad” de creer poder transformar algo con instrumentos destinados a no cambiar nada. La democracia burguesa lo más que puede cambiar es la administración de turno, no más. Y, llegado el caso, hasta pueden permitirse cambios “políticamente correctos”, presentables como grandes transformaciones (mujeres ocupando cargos en la estructura de gobiernos burgueses, incluso presidentas, o un primer mandatario afrodescendiente como el pasado presidente de Estados Unidos que, obviamente, no modificó el visceral racismo supremacista blanco de ese país); cambios, todos ellos, que no pasan de un maquillaje superficial, que no cuestionan nada de fondo.
 
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¿Por dónde ir entonces?
 
Dado que estas son ideas preliminares y no se pretende o, siendo honestos, no se está en condiciones con este sencillo escrito, dejar establecido un claro y delineado programa de acción con metas a largo plazo y tareas específicas, nos podemos permitir una suerte de lluvia de ideas para intentar ir trazando una ruta posible. 
 
Podría indicarse un mapa de lo que sí es pertinente:
 
1.     Actitud autocrítica. Es necesario, ante todo, tener una actitud autocrítica respecto a nuestro actuar, a nuestra historia como izquierda. La actual situación -bastante caótica- de todo el campo popular y de las fuerzas de izquierda a nivel mundial no permite ver un triunfo revolucionario cercano; muy por el contrario, evidencia un panorama más bien preocupante, por no decir desolador. Si bien la estructura de las sociedades no ha cambiando un ápice luego de los años de la Guerra Fría y de las terriblemente calientes guerras que sufrieron los territorios en donde se medían por delegación las superpotencias (algo así como lo que está pasando ahora en Ucrania), el ideario socialista pareciera estar en este momento “en retirada” -o bastante replegado al menos-. Eso, sin dudas, se debe básicamente al ataque furioso, despiadado y sin cuartel que produjo la derecha en estos últimos años. Además de la andanada militar (con muertos a granel para defender el sistema, supuestamente: “la democracia y la libertad”), los planes llamados neoliberales (eufemismo por decir capitalismo salvaje sin anestesia) desarmaron mucho de la organización popular y golpearon muy duramente a la izquierda. El actual estado de silencio revolucionario -valga el neologismo- se debe en lo fundamental a esa avanzada. Pero este repliegue que ahora se vive puede/debe ser una oportunidad para plantearnos autocríticamente qué podemos haber estado haciendo mal, o qué flanco descuidamos para haber sufrido esta derrota. Si se quiere decir de otro modo: mientras pensamos en la reorganización para la lucha, tenemos la extraordinaria ocasión para revisar autocríticamente muchas de nuestras acciones pasadas en el amplio espectro de las izquierdas. Por lo pronto, es hora de repensar sin prejuicios cosas que algunas décadas atrás podíamos dar casi por verdades acabadas, o que no entraban en el campo de reflexión, por considerárselas “intrascendentes”. Ahí cabe, por ejemplo, la cultura patriarcal-autoritaria que nos sigue modelando (a todo el mundo, más allá de los géneros a que adscribamos), de la que se derivan conductas que debemos revisar. ¿El eterno fragmentarse de la izquierda podrá tener que ver con luchas de poder? El machismo, las prácticas racistas, el adultocentrismo, el vanguardismo, son todas conductas que han marcado (¿siguen marcando?) a la izquierda, y es necesario desenmascarar. La burocracia, el facilismo, el oportunismo, el culto a la personalidad y el caciquismo han marcado muchos procesos en el campo popular, generando un clima que la derecha aprovecha para criticar y desautorizar. Si nos descubrimos con todas esas características, la tarea urgente es, como mínimo, aceptarlas y no negarlas. Acto seguido: buscarle alternativas. Sólo con genuina actitud autocrítica pueden construirse reales alternativas de cambio; sólo revisando los errores del pasado puede mirarse productivamente el futuro. 
 
2.     Largo plazo (visión estratégica) y no sólo coyuntura. Si pensamos seriamente la transformación revolucionaria de la sociedad (¿la nacional o la global?), la iniciativa tiene que ser de largo aliento. Aunque para mucha izquierda, eso que se llama “trotskismo” pueda ser cuestionable, y aún a riesgo de ser considerados “heréticos” por esa ortodoxia autoritaria mal entendida que decíamos debe ser sometida a crítica, quizá hay que plantearse el proceso en clave de “revolución permanente”, tal como pedía el revolucionario ruso León Trotsky. En ese sentido, la transformación que nos proponemos no puede concebirse, ni se agota, en término de acciones coyunturales. De ahí que la estrategia electoral, tal como se dijo más arriba, no puede ser ni remotamente el hilo conductor del planteamiento. Debe pensarse en una iniciativa de acumulación de fuerzas, por tanto, con una estructura permanente, sólida, durable. Lo coyuntural, sin dudas, podrá ocupar un lugar importante, en tanto obliga a dar respuestas concretas y puntuales, imprescindibles seguramente en la estrategia de acumulación de fuerzas. Pero de ningún modo se podrán poner todos los esfuerzos en la respuesta reactiva a situaciones emergentes. Si la meta es la transformación revolucionaria de la estructura social, lo coyuntural es un momento de esa lucha, no más. Cada acción puntual deberá pensarse en función de ese proyecto estratégico. 
 
3.     Lucha de clases en el centro del proceso. Si nos ubicamos como consecuentes marxistas revolucionarios, el centro de todo nuestro accionar está dado por la lucha de clases como verdadero motor de la historia y de las relaciones en la sociedad. Ello no explica todo, por supuesto (también hay infinidad de variables subjetivas en juego, y otro interjuego de micropoderes en acción: las otras contradicciones que apuntábamos: inequidad de género, discriminación étnica y sexual, catástrofe ambiental producto de la producción afiebrada del capital, monopolios, imperialismo, circuitos financieros que terminan manejando el globo terráqueo, narcoactividad como un campo que obtiene creciente poder), pero la dinámica que da cuenta de cómo las sociedades se vertebran pasa por el lugar que se ocupa en relación a los medios de producción, de lo que deviene el carácter de poseedor (explotador) o desposeído (explotado). A partir de esa arquitectura elemental, esta contradicción primera y fundamental, es que nos podemos plantear otras contradicciones complementarias, que se retroalimentan entre sí (el racismo, por ejemplo, es una justificación para la explotación económica). De esa manera deben hacerse entrar en el análisis las contradicciones de género, las étnicas, el tema medioambiental, como elementos de similar trascendencia que se anudan e interactúan con la contradicción de clase. En ese sentido valga mostrar con un ejemplo concreto a qué nos referimos: hoy por hoy, en muchos países latinoamericanos son una fuente de movilización muy importante todos aquellos movimientos que se oponen al auge de la industria extractivista depredadora, asociada al capital transnacional y que actúan con venia del Estado nacional. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico), estos movimientos constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, que arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”. Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington cuestionando así sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente, la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica. Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, “la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales estratégicas], o sea, de los pueblos indígenas”. La contradicción fundamental del sistema sigue siendo el choque irreconciliable de las clases enfrentadas, de trabajadores y capitalistas. Esa contradicción -que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia, amén de las otras contradicciones sin dudas muy importantes que mencionáramos: asimetrías de género, discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, etc.- pone como actores principales del escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola, trabajadores clase-media de la esfera de servicios, intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa privada, subocupados y desocupados varios (que son, básicamente, trabajadores en situación de no-trabajo), campesinos sin tierra. Lo cierto es que, con la derrota histórica de este round de la larga lucha del campo popular, y con el retroceso que, como trabajadores, hemos sufrido a nivel mundial con el capitalismo salvaje de estos años (precarización de las condiciones generales de trabajo, pérdida de conquistas históricas, retroceso en la organización sindical, tercerización, etc., etc.), los trabajadores estamos desorganizados, quizá desmoralizados, no habiendo una propuesta clasista clara que movilice. (de ahí que las ONG’s han servido a las potencias para seguir dividiendo la protesta social). Por eso no se ve la lucha de clases como el fuego que atiza las reivindicaciones actuales; por el contrario, dado la forma que tomó el capitalismo actual, tener un puesto de trabajo ya puede considerarse un lujo que debe cuidarse. En ese sentido, estos movimientos campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son una fuente de vitalidad revolucionaria sumamente importante. La potencialidad de este descontento que en diversos países de la región latinoamericana se expresa en toda la movilización popular anti-industria extractivista (minería a cielo abierto, hidroeléctricas, monocultivos para la agroexportación) puede marcar un camino. La cuestión no es llegar a esos movimientos para “indicarles por dónde ir” sino caminar juntos con ellos. En adición a eso, y para mostrar que el punto central de toda la acción revolucionaria sigue siendo la lucha de clases, no hay que perder de vista la llama encendida que puede significar la “Declaración de Quito” con la que concluyó el encuentro continental “500 Años de Resistencia India”, realizada en julio de 1990, absolutamente válida hoy día, preparatorio de la contra-cumbre de celebraciones que tuvieron lugar con motivo del “encuentro” (¿o encontronazo?) de dos mundos en 1492: “los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país”. Siempre debe tenerse claro que la explotación económica -sin importar el color de piel ni el género- es lo que define la dinámica social. Inmediatamente surge una preocupación: por todo el mundo están apareciendo movimientos populares. El abanico es amplio y da para mucho: junto a estos movimientos campesinos-indígenas que vemos en Latinoamérica, aparecen otros grupos que, curiosamente, levantan banderas “pro-democráticas”. Pero no todos esos movimientos son iguales. Aquellos que son visualizados en la geoestrategia de Washington como un peligro tienen una lógica totalmente distinta a aquellos que se levantan como “defensores de la democracia”. Estos últimos deben ser vistos y entendidos en su contexto. Como mínimo, podríamos apuntar tres referentes: 1) las revoluciones de color que surgieron en estos últimos años en las ex repúblicas soviéticas, 2) lo que se llamó la Primavera Árabe, y 3) los movimientos de estudiantes democráticas en Venezuela. De ahí se pasará a la “lucha contra la corrupción” que impulsa Washington, siempre como una pantalla que no toca los resortes últimos del sistema -la corrupción es un efecto del sistema, y no la verdadera causa de las penurias de los pueblos-. Hay más movimientos “libertarios”, siempre en esa línea de supuesta “defensa de la democracia” y rechazo a lo que suene a “dictadura populista”; así, podrían mencionarse las Damas de blanco de Cuba, por ejemplo, o los movimientos anti-aborto y por la vida en distintas regiones, las turbas bolsonaristas en Brasil que intentan detener el “comunismo” de Lula y el Partido de los Trabajadores, mostrando mediáticamente esas movilizaciones como respuestas populares espontáneas (que, por cierto, no lo son). ¿Qué representan, en realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos auténticamente populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las llamadas “revoluciones de colores” (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos. Son notas distintivas también de estos movimientos su gran impacto mediático (llamativamente amplio, por cierto, y que no tienen los movimientos de defensa territorial como los populares), siempre de nivel mundial, la participación de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes universitarios. Y también el hecho de recibir, directa o indirectamente, fondos de agencias estadounidenses, tales como la USAID, la NED, la CIA o la Fundación Soros, apoyo en general negado y/o escondido. En esta línea podría inscribirse mucho de lo que sucedió con la Primavera Árabe (2010-2012), que puede haber iniciado como una auténtica protesta popular, espontánea y con gran energía transformada, o al menos de denuncia crítica, pero que rápidamente degeneró (o fue cooptada) por esta ideología “democrática” -y probablemente manipulada desde este proyecto de dominación ligado a las tristemente célebres agencias mencionadas-. Dicho rápidamente, estas supuestas movilizaciones tienen una agenda clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a la Casa Blanca y boicoteadores de proyectos con un tinte socializante o popular. En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los movimientos populares antisistémicos a los que nos referíamos más arriba, los cuales reivindican territorios y se oponen a esta nueva camada de rapiña capitalista de recursos estratégicos que lideran capitales globales en concordancia con capitales y/o gobiernos nacionales de los países mal llamados “periféricos”. Estos movimientos populares, en general espontáneos, no tienen claramente un contenido clasista, y no en todos los casos hablan un lenguaje marxista. Son, por el contrario, una expresión de un descontento que alberga en las grandes masas de damnificados, en muchos casos rurales -en atención a la principal dinámica de los países latinoamericanos, que son en muy buena medida agroexportadores con un fuerte peso de lo agrario en su composición económico-política, social y cultural-. Pero si bien no encajan en lo que la teoría económica marxista clásica podría haber visto como el necesario fermento revolucionario: un proletariado industrial, o una masa de trabajadores explotados que reivindica sus derechos mínimos, constituyen una marea de protestas y rebeldía que perfectamente puede ayudar a encender ánimos, mechas de transformación, calores revolucionarios. No olvidar que todas las revoluciones socialistas consumadas hasta ahora se dieron en países industrialmente atrasados y con amplias masas campesinas. En tal sentido, es más que evidente que la lucha de clases está presente, siempre en el centro de la dinámica social, no importando las diversas formas que pueda asumir. Las protestas que recorren buena parte del mundo, que habían tomado un carácter incendiario antes de la pandemia, todas las movilizaciones que en el 2019 hacían pensar en un fermento revolucionario (movilizaciones en prácticamente toda Latinoamérica, en Medio Oriente, chalecos amarillos en Francia, explosiones populares en distintos países) son una evidente expresión de esa lucha de clases. Hasta un magnate de Wall Street como Warren Buffet puede decirlo sin cortapisas: Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”. Sucede que ese monumental descontento de los pueblos y sectores oprimidos de todo el planeta queda en la explosión espontánea, dado que en la actualidad no existe un proyecto revolucionario claro que pueda dirigir todo ese malestar acumulado llevando a una explosión revolucionaria. 
 
4.     Plataforma política mínima. Para plantearse con visos de real posibilidad la transformación revolucionaria y permanente de la sociedad, debe existir un plan de acción, una propuesta programática mínima. Si no, se cae en el puro espontaneísmo, en la improvisación, en las conductas reactivas. Contar con esa plataforma presupone: 1) un profundo trabajo organizativo en el seno mismo de la comunidad y una aceitada comunicación de doble vía con los distintos sectores sociales, a partir de lo cual se puede construir el programa de acción, y 2) tener cuadros políticos preparados y listos para la lucha, que estén en condiciones de viabilizar efectivamente el programa en cuestión. Todo esto implica el titánico trabajo de transformar lo que ahora aparece como discurso hegemónico (el discurso neoliberal triunfante que llena todos los espacios y no da respiros, haciendo pasar la propuesta socialista como una arcaica rémora de un pasado remoto que pareciera no puede retornar), oponiéndole un discurso contrahegemónico que comience a ser sentido como posible, e incluso atractivo, para el grueso de la población. Eso, sin dudas, debe ser el objetivo central del trabajo político en la izquierda, lo que deberá hacer esa instancia que enarbole las luchas. Contar con un programa, en definitiva, es abrir la posibilidad de tener una línea de acción. Pero para poder llegar a ello es necesario articular un doble trabajo, tan importante el uno como el otro. 
 
5.     Estar con las bases, con los movimientos sociales, ser parte de ellos. Decía Lenin que “La revolución no se hace; se organiza”. La fuerza política que se organice y pueda ponerse al frente de las luchas deberá estar en condiciones de articular los distintos movimientos sociales de base que llevan adelante sus determinadas luchas sectoriales. En los movimientos sociales es donde está la verdadera fuerza transformadora, pero entendiendo “movimientos” como los lugares de organización desde donde desarrollar la resistencia primero, y la propuesta de cambio luego (obviamente, cuando se pueda. Hoy por hoy no parece que fuera el momento): clase obrera industrial urbana, proletariado rural, campesinado, movimiento de mujeres, movimiento estudiantil, desocupados, movimiento de jóvenes, de amas de casa, etc. La estrategia deberá apuntar a trabajar con cada uno de esos sectores, tomando en cuenta su particularidad y sus demandas específicas. En ningún caso la fuerza que impulse esas luchas se constituirá -autonombrándose- en la vanguardia del sector en cuestión. En todo caso, insertándose en las dinámicas en curso, con un perfil socialista claro, será uno más de la lucha, desde el llano, buscando difundir el ideario revolucionario (podría decirse: “una sana infiltración”). Se tiene así un fenomenal trabajo: “trabajo de hormiga”, del día a día, de convencimiento, de acercamiento. En ese sentido, lo coyuntural podrá ser el punto de partida para el acercamiento, teniendo siempre clara la perspectiva estratégica, consistente en la transformación revolucionaria de la sociedad con la toma del poder como primera meta. Ante la desunión y desarticulación que prima en estos momentos en el campo popular en prácticamente todo el mundo -eso produjeron las políticas neoliberales de estos últimos años- se deberá buscar ser el aglutinador de las luchas dispersas. De ahí lo imprescindible de contar con una propuesta programática de base que permita tener claras ciertas líneas básicas para una acción estratégica. La participación activa en cada movimiento específico alimentará la formulación del programa revolucionario. ¿Qué debe contener esa plataforma mínima? Elementos no coyunturales que sirvan para resistir el aluvión neoliberal por ahora, resistir y denunciar la reconfiguración del capitalismo global financiero y mafioso que nos domina en este momento, a modo de ir sentando bases para dar paso a propuestas de cambio, quizá ya no sólo a nivel nacional sino pensando en estrategias regionales (lo cual abre la pregunta sobre hasta dónde es posible hoy una revolución a nivel nacional en países pequeños y dependientes, sin una Unión Soviética apoyando como antaño, y con una China que construye un particular “socialismo de mercado” hacia adentro pero que no impulsa movimientos revolucionarios en el exterior). 
 
6.     Lucha ideológica. La lucha por la toma del poder y la transformación de la sociedad implica, además de la organización de base, la lucha ideológica -cosa que, sin lugar a dudas, la derecha hace a la perfección; solo para graficarlo: en Latinoamérica, a través de los grupos neo-evangélicos ha logrado “amansar” la protesta, dividiendo y cooptando enormes cantidades de población, desideologizándola para la lucha político-social, fomentando una ideología del conformismo y resignación-. Más allá del pomposamente declarado “fin de la historia” y “fin de las ideologías” cuando la caída del campo socialista de Europa del Este, ninguna ideología ha terminado. Ello es de suyo imposible. En tanto haya grupos sociales enfrentados en la sociedad de clases, habrá ideologías en pugna. Por supuesto que la ideología dominante es la de la clase dominante que, manipulando infinitamente con los medios de comunicación, impone un modelo, una cultura. Eso solo reafirma que la historia la escriben los que ganan, lo cual evidencia que hay otra historia, y que es allí donde debemos influir. Es por ello que, ante el avance fenomenal que el pensamiento de derecha ha tenido en las últimas décadas a partir de los triunfos político-militares concretos (léase: las masacres con que el neoliberalismo se impuso, básicamente en América Latina con monstruosas guerras contrainsurgentes), se hace imperiosamente necesario levantar murallas y proponer alternativas. En tal sentido es imprescindible librar una dura batalla ideológica tratando de recuperar el terreno perdido estos años, recomponiendo la imagen de lo que significa el socialismo, mostrando que las experiencias burocráticas y autoritarias que sí, efectivamente, se dieron en muchos países que comenzaron a transitar esa senda, están sujetas a una profunda revisión crítica y que las ideas socialistas siguen siendo válidas, útiles y superadoras de la actual catástrofe social, no pudiéndoselas asociar a esas versiones anquilosadas y refractarias como lo único posible. Hay que tener claro, homologando las circunstancias, lo dicho por el brasileño Frei Betto: El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana”. Es por eso que la recuperación ideológica, más aún en el medio de esta fabulosa guerra mediático-psicológica que se vive, tiene una importancia toral. Por tanto, deben ocuparse todos los espacios ideológico-culturales que sea posible, dando mensajes contrahegemónicos, llevando esa lucha con la mayor pasión posible. 
 
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La organización que pueda surgir de todo este esfuerzo de recomposición aún no está clara; los “progresismos” que ahora abundan en la región latinoamericana no son el camino. La experiencia histórica lo dice: los golpes de Estado -sangrientos o suaves, el lawfare o guerra jurídica actual–ente utilizado por la derecha- no han desaparecido. Todo indicaría que, si se trata de no repetir similares errores del pasado, debe hacerse un gran trabajo de revisión crítica. Descartando lo que claramente no se quiere (lucha armada o vía electoral), sabiendo que la fuerza está en la gente de carne y hueso organizada, la “receta” primera y fundamental pasa por el fomento de la organización de base y la formulación de un programa mínimo que sirva para orientar el camino.
 
El programa deberá ser claramente socialista, no socialdemócrata. No hay ninguna prisa electoral ni necesidad de mandar mensajes de “tranquilidad” política para que los poderes fácticos no desconfíen (lo que hacen los “progresismos”). Como no hay prisa, la perspectiva debe ser a largo plazo para comenzar a sumar esfuerzos, sumar compañeras y compañeros, sumar malestares desperdigados. Claramente, desde el inicio, la intencionalidad debe dirigirse a la transformación social revolucionaria, no al pacto social, a la conciliación de clases, a trabajar sobre “lo posible”. Pensar siempre que la utopía sí es posible o, como diría Gramsci, “actuar con el pesimismo de la razón y el optimismo del corazón”.
 
Una línea fundamental que debe atravesar toda iniciativa de izquierda es la vocación por incorporar gente joven al esfuerzo transformador. Ahí hay un semillero indispensable, fabuloso -eso mismo es lo que ha “neutralizado” la derecha con su discurso desmovilizador, con diversos mecanismos de cooptación cultural, con el manipulado consumo de drogas ilegales que ha ido imponiendo como una quasi “necesidad” en la juventud-. Es conveniente para las mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la organización comunitaria” (Isaac Enríquez Pérez: 2021). Al respecto, valga no perder de vista que el crecimiento exponencial del narcotráfico en el mundo (2,700% en las últimas tres décadas) no sólo es un gran negocio que oxigena financieramente al sistema en su conjunto promoviendo la acumulación capitalista, sino que sirve como perfecta coartada a los poderes globales para controlar, y la mayor parte de esos consumidores -que no son, en sentido estricto, tóxicodependientes- son jóvenes. Una propuesta de izquierda debe incorporar la mayor cantidad de jóvenes posibles, porque esa fuerza volcánica -sin prejuicios adultocéntricos que constriñan- es una plataforma de un valor inconmensurable. Resuenan aquí los ecos de alguna consigna del Mayo Francés de 1968: “la imaginación al poder”
 
La transformación de la sociedad implica el ejercicio de un poder a escala nacional. Por ello debe levantarse con toda la fuerza posible la idea de un poder popular, un poder desde abajo, una verdadera y genuina democracia directa (lo que fueron los soviets en Rusia) que se constituyan en la garantía de cambio y la fiscalizadora de la no burocratización de una presunta vanguardia. Pero para llegar a ese estado organizativo se necesita un denodado esfuerzo de organización de base. Ahí está el primer paso que debe darse: organización de base, concientización, trabajo de hormiga, convencimiento, siempre con un ideario claro y definido. Esa es la clave: construir organización popular para preparar la transformación (una vanguardia armada por sí sola, o el trabajo político en el marco de la institucionalidad del sistema, no la pueden lograr). 
 
En ese sentido, el Estado es un punto de llegada, y al mismo tiempo, un punto de partida. No se puede ejercer un poder transformador si no se dispone del instrumento adecuado para ello. Y eso, tal como están dadas las cosas, viene dado por el Estado como mecanismo supraindividual que está más allá de cada sujeto independiente y ejerce un poder cohesionador. Es cuestionable aquello de “gobernar desobedeciendo”, como es la propuesta del movimiento zapatista en Chiapas, México. Ello puede constituir un muy interesante modelo de práctica democrática territorial, pero transformar una compleja realidad nacional implica detentar los resortes del Estado con su poder cohesionador y coercitivo sobre todo un territorio nacional. Por supuesto, eso no garantiza el cambio (la contrarrevolución es siempre despiadada), pero debe ser el punto de partida mínimo.
 
En adición a lo anterior, debe tenerse muy claro que hoy, en un mundo totalmente globalizado donde los grandes poderes fácticos con poderes de intervención e injerencia quasi absolutos (corporaciones multinacionales, capitales financieros sin patria que se mueven a la velocidad virtual, fuerzas militares de poder planetario con armamentos extraordinariamente sofisticados que permiten operaciones inconcebibles algunas décadas atrás, instancias político-institucionales como las organizaciones del Consenso de Washington -Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional-), poderes que hacen y deshacen a su antojo, plantearse la revolución socialista en un solo país abre interrogantes. ¿Hasta qué punto es posible eso? ¿Cómo plantearse y resolver esa limitación? 
 
La idea de vanguardia desde el modelo leninista (de alguna manera lo que fueron muchas de las organizaciones de izquierda que existieron en distintos puntos del mundo) o desde la mística guerrilleril guevarista, debe ser revisada. En todo caso hay que pensar nuevas formas organizativas; sin caer en un ciego espontaneísmo -por cierto, reacción visceral importante pero inconducente como proceso transformador si no hay una conducción que le dé proyecto a ese descontento-; lo que está en discusión es la manera de aunar y articular el descomunal malestar popular y darle salida revolucionaria a las injusticias que atraviesan el sistema: las económicas, las de género, las étnicas. La clave es la organización popular, la democracia directa. Eso implica el primer gran trabajo por delante. 
 
Todo este panorama en cierta forma sombrío que se ha pintado no es para negar posibilidades de triunfo revolucionario sino, por el contrario, para ver cómo realmente se puede hacer posible, para ver cómo darle forma y viabilidad real. El socialismo, definitivamente, es el único camino. Si no, la barbarie, ley de la selva y darwinismo social, pequeñas élites poderosísimas dominando a grandes masas incoordinadas. Todas las sociedades que transitaron la senda socialista (Rusia, China, Cuba) obtuvieron éxitos incontestables en su dinámica, con mejoras fabulosas en la calidad de vida. El capitalismo ofrece bienestar a un escaso 15% de la población mundial; el resto, a pasar penurias. El socialismo pretende, tal como se expresó más arriba, construir “una patria para la humanidad”. 

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