Una campaña “Goebbeliana” de enorme difusión y gran impacto, seduce a las masas.
Somos observadores de uno de los fenómenos propagandísticos más impactantes de los últimos tiempos: el deslumbramiento colectivo ante una campaña hábil, cuyo propósito es convertir a un dictador emergente en uno de los líderes más populares de la década; todo un ejemplo a seguir para los torpes gobernantes de nuestro hemisferio. Alabado por su embestida contra las maras en El Salvador, Bukele ha traspasado los límites de la legalidad para transformar a su personaje -el político milenial, joven y que no teme a nada- en un campeón mundial contra la delincuencia.
Algo que no han considerado quienes lo siguen y lo admiran, alucinados por su carisma, es el peligro de caer nuevamente bajo el influjo de la propaganda y cerrar los ojos ante las violaciones de derechos humanos y cooptación de la justicia cometidos durante su gobierno; olvidar el indispensable ejercicio de reflexión, para pasar por alto el significado de este estilo de dictadura renacido de los manuales de Joseph Goebbels -el responsable de la propaganda nazi que llevó a Hitler al poder absoluto- y escoger a gobernantes represivos y corruptos en su afán por reproducir el sistema.
De acuerdo con una acusación de la Fiscalía de Estados Unidos presentada ante una Corte Federal del Estado de Nueva York, Bukele habría negociado entre 2019 y 2021 con los líderes de la MS-13, una maniobra que involucraría a dos altos funcionarios del gobierno salvadoreño y en cuyos acuerdos se habría concedido beneficios a la organización criminal a cambio de una reducción de homicidios y de favorecer -dentro de su área de influencia- la elección del actual Presidente.
En esta supuesta guerra contra las pandillas, de la cual los detalles se mantienen en estricto secreto y en cuyos entretelones parecen existir acuerdos bajo la mesa, se han utilizado profusamente las imágenes de los internos cubiertos de tatuajes, formando una imagen perfecta de rendición en los patios carcelarios. Estas imágenes han reforzado la idea de un gobierno eficaz, capaz de manejar la política interna de seguridad con mano de hierro mientras en el resto de América Latina y otros países del mundo, los espectadores de tales hazañas aplauden con entusiasmo.
Al “dictador más cool del mundo mundial” como se autodefine Bukele, no le ha temblado la mano para transformar, mediante la imposición de medidas legislativas que le benefician, el sistema de pesos y contrapesos institucional con lo cual se asegura la posibilidad de la reelección -que antes de su administración era prohibida- y el debilitamiento de cualquier frente de oposición a sus intentos por establecer una dictadura con miras a perpetuarse. Las esperanzas de sus admiradores fuera de las fronteras salvadoreñas, que han caído bajo el influjo de una de las campañas de imagen política más efectivas en términos de popularidad -con su ingrediente de ceguera colectiva- es reproducir el ejemplo para sus respectivos países, abrumados por la delincuencia y la corrupción.
Lo que presenciamos hoy es un regreso -muchos más sofisticado- a las prácticas de los años 70 y 80, los tiempos más oscuros de América Latina con su secuela de asesinatos de líderes populares y de ciudadanos enfrentados en situación de inferioridad a las huestes de los dictadores de turno. Las dictaduras solo han dejado un saldo de muerte y retrocesos institucionales que todavía constituyen el mayor obstáculo para el desarrollo de nuestras naciones.
La seducción del culto a la personalidad no debe cegar ni obviar el necesario ejercicio del análisis.
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