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sábado, 15 de julio de 2023

Centroamérica: Guerra Patria y novela

 La Guerra Centroamericana de 1856-57, más conocida como la Guerra contra los Filibusteros, dio pie dramáticamente a la construcción de nuestra identidad como nación y de la conformación del Estado nación.

Arnoldo Mora Rodríguez / Para Con Nuestra América

Que la historia haya sido tema favorito de la literatura y no coto cerrado de cronistas e historiadores profesionales, es notorio desde los orígenes mismos de la cultura occidental.  Para ello, basta con constatar que el acta de nacimiento de dicha cultura lo constituye Homero y su inmortal Ilíada, este poema épico en que se mezclan hechos históricos y ficción idílica, en este caso, el amor adúltero entre Paris, el galante príncipe de Troya, y Helena, joven y pizpireta reina griega, lo que daría origen a la guerra entre ambos pueblos. Este modelo se repetirá sin cesar a lo largo y ancho de la historia literaria de Occidente y en los más variados géneros literarios. 
 
La novela como subgénero literario nació en el Renacimiento como una evolución de la picaresca según Bajtin. Más tardíamente surge lo que ahora entendemos por “novela histórica”; eso debido a que, en ese mismo contexto cultural, se desarrolla “la historia” como ciencia humana, a la sombra de las corrientes hegelianas de la primera mitad del siglo. Es en ese momento en que nace, insisto, la “novela histórica” tal como la entendemos actualmente; según Lukács este subgénero fue creado por el escocés Walter Scott y la nostalgia por la Edad Media concebida por los románticos como una edad heroica y no como la “edad de oscurantismo”, tan vilipendiado en la época que les precedió como fue la Ilustración. Por lo que debemos preguntarnos qué entendemos por “historia”: ¿un episodio del tiempo en la memoria de un pueblo? ¿un acontecimiento particular, concebido como hecho sobresaliente en la historia de un pueblo? o ¿la biografía de un personaje que marcó una época? Todo eso es historia si entendemos por tal la memoria que un pueblo, comunidad o individuo tiene de su pasado. 
 
Pero tratándose de literatura, es decir, de la estética de la palabra, la objetivad del dato que constituye la razón de ser epistemológica de la historia como ciencia, no es más que la materia prima sobre la cual trabaja el escritor-artista; ese el objetivo que hace del relato novelado una obra que usa con mayor libertad las fuentes primarias, fuente incuestionable de la verdad histórica. Pero el arte exige, ante todo, imaginación y creatividad para construir subjetividades que haga del relato  una descripción verosímil pero no rigurosamente verdadera de lo acaecido en el pasado;  todo  con el fin de que el lector se involucre en el relato, para lo cual  la subjetividad debe darse de un lado y del otro, hasta el punto de que se convierta en complicidad; de las páginas del texto debe surgir la pasión que involucre al lector; si no se obtiene este efecto, el autor como artista ha fracasado. Para producir  tal efecto, se requiere que el elemento subjetivo-creativo  proporcione la experiencia única del goce estético, la obra debe ser bella o, al menos, entretenida; el entrecruce de  subjetividades, para provocar enfrentamientos que lleven a un  desenlace, sea trágico, dramático o “feliz”, a veces, incluso, cómico de los contenidos narrados desde el narrador, es decir, desde su subjetividad; el conocimiento es vivido desde dentro y no desde  fuera, como en la historia del historiador profesional. La pasión, la toma de posición, el debate son parte de la novela histórica; por eso el novelista suele escoger períodos, acontecimientos o personajes controvertidos, cuya verdad no refulge en el dato histórico por sí solo, dejando en suspenso o en la incertidumbre su desenlace. 
 
Sin embargo, no por ello la novela histórica es todo y sólo ficción; no busca la verdad como el historiador, sino la verosimilitud dejando la búsqueda de la misma a la acuciosidad del lector; se pretende lograr la autenticidad de la existencia, ponderando la dimensión épica más allá de los valores éticos. Ahí radica, entre otros méritos, el nivel de la novela histórica, cuyo objetivo, al contrario de la pretensión de objetividad del historiador, es provocar sentimientos de fruición y empatía en el lector. Para ello, el novelista quiere hacer novela de la historia seleccionando eventos y personajes, circunstancias y caracteres que propicien el logro de sus objetivos, todo con el fin de revivir lo más apasionada y verosímilmente aquellos acontecimientos que han marcado la historia de un pueblo o conjunto de naciones en una época dada.
 
Específicamente, dirigiendo nuestra mirada a las páginas de nuestra historia patria, sin duda el acontecimiento más relevante lo constituye lo acaecido entre los años 1856-57, no sólo en nuestro país, sino en toda la región centroamericana… y más allá, pues el inicio del imperio norteamericano fue la causa principal de lo acaecido entonces en lo que ya desde la Doctrina Monroe se definía como su “traspatio”. La Guerra Centroamericana de 1856-57, más conocida como la Guerra contra los Filibusteros, dio pie dramáticamente a la construcción de nuestra identidad como nación y de la conformación del Estado nación. En ella a nuestro pequeño país le correspondió un papel protagónico de primera línea; de ahí que se la deba considerar con toda justicia como nuestra Gran Guerra Patria y al presidente Don Juanito Mora como el Padre de la Patria. Con esta gesta heroica y al precio del derramamiento de sangre mayor de nuestra historia, nuestros pueblos se libraron de caer en la ignominia de ser sometidos a la esclavitud.
 
Un acontecimiento de esta magnitud no podía pasar desapercibido a algunos de nuestros novelistas. Prueba de ello es que han salido tres novelas, dos de las cuales ya fueron anteriormente objeto de mis comentarios; me refiero, en concreto, a la novela La guerra prometida de Oscar Núñez, escritor y periodista costarricense, y a Así en la tierra como en las aguas del laureado escritor salvadoreño, radicado mucho tiempo en Costa Rica, Manlio Argueta. Más recientemente ha aparecido la novela Más allá del río, de la profesora universitaria y escritora Emilia Macaya. Todas obras que, si ciertamente versan sobre lo acaecido en nuestra guerra Patria, lo hacen con distinto enfoque temático y estilo estético. Más centrado en lo biográfico de los dos personajes centrales de esos acontecimientos, como fueron el presidente costarricense Juanito Mora y el filibustero norteamericano William Walker, es la novela de Oscar Núñez; más enfocado hacia la fase final de la guerra y el protagonismo del controvertido coronel Salazar, es la novela de Manlio Argueta.
 
Emilia Macaya con su obra  propende a explorar lo que se suele llamar la “pequeña historia” en contraposición a la dimensión épica de acontecimientos, calificados como tales en los manuales de historia.  Emilia hace de su novela una obra compleja, haciendo gala de un conocimiento y destreza de diversos subgéneros literarios, todo dentro del género que caracteriza a la novela histórica, lo cual le imprime interés y originalidad a la crónica histórica que nuestra autora nunca descuida.  Así, merece destacarse el recurso al suspenso propio de la novela policíaca y la intriga romántica que roza con el escándalo de alcoba, teniendo siempre el relato transparente y lineal de la crónica histórica como trasfondo de la trama novelística. Lo dicho hace que la novela de Emilia Macaya sea una obra, no me cabe la menor duda, llamada a ocupar un lugar destacado en la historia de la literatura costarricense. 
 
Como  otro dato original, merece destacarse que nuestra autora no da, como suele hacerse en el género policiaco, la solución al final de la trama, sino que deja en suspenso su eventual repuesta, haciendo que el lector deba tomar posición  frente  a los acontecimientos, cuya verdad no provendrá de los datos suministrados por las fuentes históricas; con ello, la obra no termina con un punto final sino con puntos suspensivos, el punto final lo pondrá el lector, haciendo realidad lo que preconizaba Cortázar, para el cual el lector debía ser tan activo y creativo como el autor mismo. La grandeza de una obra no consiste en darle todo hecho al espectador–lector, sino obligarlo a sentirse también creador y cómplice. La obra es un horizonte que abre infinitos caminos a la imaginación, como infinito es el goce que nos suministra el placer de recrear el mundo a través de la dimensión onírica como parte indispensable  de todo aquello que merezca el calificativo de ARTE.  

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