Páginas

sábado, 23 de septiembre de 2023

Guatemala: ladrones ricos y ladrones pobres

En Guatemala hace ya varios años que un grupo político con esas características de mafia corrupta tomó las riendas del Estado, básicamente considerándolo un botín de guerra para sus apetencias personales o sectoriales.


Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Guatemala


“Las leyes son como las mujeres, están para violarlas”.

José Manuel Castelao, funcionario español (que debió renunciar luego de esta declaración).


La transgresión es algo humano
. Todo el mundo, en mayor o menor medida, transgrede (quien escribe esto, y quien lo lee). ¿Quién no dice una mentira alguna vez, copia en un examen, se queda un vuelto, hace alguna “trampita”? No hay que olvidar que los moteles, aunque se habla todo el tiempo de fidelidad conyugal, están siempre ocupados…, y no con las parejas oficiales precisamente. La cuestión pasa por determinar el límite de esa trampa. La propiedad privada (“primer robo de la historia”, diría Proudhon) hoy día es legal. Violarla es delito. Las leyes así lo estipulan. Pero no hay que olvidar que la ley es un ordenamiento hecho desde el poder, desde quien detenta una posición de dominio sobre el dominado. El Ferrari de medio millón de dólares del millonario es legal, el del funcionario público corrupto es cuestionable. Hay mucha tela que cortar ahí: ¿trabajando todos los días alguien se puede comprar un automóvil de esos? Queda claro que ni el empresario ni el funcionario público corrupto compraron ese lujoso modelo con el sudor de su frente. “El trabajo es la única fuente de riqueza”, dirá Marx. La cuestión es cómo se reparte esa riqueza. 

 

Quien delinque, es decir: quien se salta las leyes, es un infractor grave. Ahora bien: de acuerdo a la cuota de poder que se detenta, esa infracción puede ser más o menos tolerable o despreciable. En definitiva: ¿qué diferencia sustancial hay entre un ladrón de celulares con una navaja y un funcionario público que estafa y se queda con varios millones? En realidad, en términos de estructura psicológica: ninguna. La diferencia está dada por el lugar social que ambos ocupan. Uno tendrá más “alcurnia” social, quizá un doctorado (que puede haber usurpado, plagiando la tesis incluso), mejor ropa, habrá viajado más por el mundo tal vez, más acceso a satisfactores, pero nada lo diferencia en sus raíces del ratero que roba para la comida del día, o para la dosis de droga. Ambos son, psíquicamente considerados, lo mismo. 
 
Según la Clasificación Internacional de Enfermedades, en su décima edición (CIE 10), de la Organización Mundial de la Salud -OMS- la “psicopatía”, encuadrada en el ámbito de los “Trastorno asociales de la personalidad”, se caracteriza por: “1) el descuido de las obligaciones sociales y frialdad de sentimientos hacia los demás, 2) una importante diferencia entre el comportamiento de la persona y las normas sociales vigentes, 3) la imposibilidad de aprender de la experiencia, ni siquiera por medio del castigo, 4) la baja tolerancia a la frustración, pues si la sufre, puede recurrir a la violencia o la agresión, 5) la tendencia a culpabilizar a los demás de sus propios errores, evidenciando una personalidad sin norma moral, sin sentimiento de culpa”. En otros términos, el sujeto con esta estructura psicológica presenta “un patrón de comportamiento caracterizado por el desprecio y violación de las normas sociales y los derechos de los demás, mintiendo reiteradamente, siendo impulsivo, irritable y agresivo”. Solo por graficar con un ejemplo todo lo anterior: ¿por qué una persona bisexual se llenaría la boca hablando de defender la “sacrosanta” familia heterosexual y monogámica, fustigando el aborto, si en su vida transgrede los mismos valores (cuestionables, obviamente) que defiende a capa y espada?
 
Todas y todos saltamos algunas normas, hacemos travesuras. El ser humano es el único animal que miente; las otras especies, no. Podemos hacer esas “trampitas”, pero siempre con un sentimiento de culpa asociado, temerosos de ser descubiertos. Hay algunos, sin embargo, que gozan plenamente sabiendo que saltan esas normativas sociales, amparados siempre en la impunidad, que sienten infaliblemente de su lado. La Psicopatología, como veíamos en el párrafo anterior, los llama “psicópatas”. El sentido común, la cultura popular los llama de otra manera, recordando a sus progenitoras. ¿Quién presenta estas características? En general, aquella población que, de ordinario, termina en las cárceles. O, muchas veces, dirigiendo los países: los llamados políticos “profesionales”.
 
En el mundo moderno basado en la industria capitalista, el Estado pasó a ser una pieza clave; su complejidad y división especializada de funciones necesita, cada vez más, de tecnócratas eficientes. Para eso están lo que podríamos llamar “políticos de profesión”, aquellos que, por medio de la elección popular, manejan las palancas de ese Estado tomando decisiones, ayudados de personal técnico especializado. En ese sentido la política, así entendida, fue pasando a tener un lugar preeminente en la modernidad, constituyéndose casi en una casta cerrada con su lógica propia. Salvando las distancias entre “corruptos” políticos del Sur y ¿transparentes? del Norte, pareciera que todos, o la gran mayoría al menos, están cortados por la misma tijera. Es decir: responden a la caracterización del perfil psicológico descrito más arriba: manipuladores, mentirosos, aprovechados, maquiavélicos, no confiables…. por decir lo menos. Si es cierto que en el Sur global se suceden a diario los casos de corrupción, el Norte ¿desarrollado? no se queda atrás: hay sobornos y delitos financieros de funcionarios públicos por doquier, en Suecia y en Japón, en Italia y en España. De hecho, el tráfico de influencias, que puede considerarse una deleznable práctica nepotista, altamente corrupta, en Estados Unidos es legal, pues abundan las empresas de lobby, de cabildeo. Esto lleva a pensar: ¿qué es un político de profesión en el marco del capitalismo? Un mentiroso que dice gobernar para el bien del país, pero favorece, ante todo, a los poderosos, a quienes le financiaron su campaña. Y que, muchas veces, hace sus propios “negocios” con el erario público.
 
En Guatemala hace ya varios años que un grupo político con esas características de mafia corrupta tomó las riendas del Estado, básicamente considerándolo un botín de guerra para sus apetencias personales o sectoriales. El Estado, en cualquier país capitalista, es el mecanismo de opresión de clase, el instrumento con el que la clase económicamente dominante sojuzga a las mayorías, haciendo pasar esa situación como “normal”, como natural. Los verdaderos factores de poder del país en tierra guatemalteca: alto empresariado y embajada de Estados Unidos, toleran ese pacto mafioso actual por diversos motivos. En definitiva, porque hacen “buena letra” con los sectores dominantes, promulgan las leyes necesarias para mantener todo igual, y reprimen al “pobrerío” si hay protesta popular. Y en el ámbito internacional garantizan el voto favorable a Taiwán en las votaciones de la ONU. Todo ello merece dejar robar un poco (o bastante), con lo que ambos ricos, los tradicionales y los advenedizos, pueden comprar el Ferrari. En definitiva: propietarios son propietarios, no importa cómo se amasó la fortuna. Y, por supuesto, nunca se la hizo con el trabajo propio (recuérdese la anterior cita de Marx). 
 
Ese grupo, conocido popularmente como “Pacto de corruptos”, pensó que en las pasadas elecciones colocaba nuevamente a uno de sus operadores en la presidencia y continuaba el festín. Pero no fue así. La población votante, en un acto de hartazgo ante tanta corrupción desenfrenada, emitió un voto-castigo, con el que el Movimiento Semilla, en el ballotage, ganó sin objeciones el Ejecutivo con un 20% de distancia sobre su contrincante. Por supuesto, ese pacto corrupto y mafioso no quiere entregar el poder bajo ningún aspecto, por lo que está haciendo lo imposible para trabar la llegada al sillón presidencial de Bernardo Arévalo, sabiendo que puede haber ahí un intento de oxigenación de tanto aire viciado. De aquí que está implementando un virtual golpe de Estado técnico, en este momento operativizado a través del Ministerio Público, buscando las argucias legales más absurdas para detener la llegada al poder del nuevo mandatario. Con eso, en un acto de soberbia y descrédito de la voluntad popular expresada en las urnas, está rompiendo el estado de derecho, convirtiéndose en una virtual dictadura disfrazada de democracia. Pero el presidente electo, que goza del favor popular, al menos en el voto masivo, es bien visto por otros sectores de poder, los que tienen la última palabra: el gobierno de Washington. 
 
Desde hace algún tiempo el bombardeo mediático de la prensa capitalista occidental ha colocado a la corrupción como el mal endemoniado que sería causa primera de las penurias humanas. ¡Y no es así! Incluso un ultra neoliberal como Olav A. Dirkmaat, acérrimo seguidos de von Hayek y baluarte de la ultra neoliberal Universidad Francisco Marroquín de Guatemala, puede decir que “La corrupción es universal y ha existido en todos los tiempos; además, es inherente a cualquier sistema político y burocrático. En los países desarrollados sigue existiendo corrupción, pero pasa a ser una corrupción más «sofisticada» y menos «descarada». No existe relación entre corrupción y ahorro, corrupción y desarrollo, ni corrupción y honestidad social. La causa fundamental de la pobreza en Guatemala no es la corrupción, sino la falta de ahorro e inversión”. Quizá la pobreza no se deba a la falta de ahorro e inversión sino a la injusta forma en que se reparte la riqueza nacional, pero es indubitable que alguna “trampita” de un funcionario venal -no olvidar que esa gente sale de la misma población guatemalteca, no viene de otro planeta- no es lo que causa los índices de explotación y exclusión social. En todo caso debería plantearse de otra manera: ¿por qué algunos (millonarios históricos y nuevos ricos) pueden tener el Ferrari de medio millón de dólares, y una inmensa mayoría va en bicicleta, o a pie, y seguirá yendo así por toda la vida? 
 
De todo esto se pueden extraer varias conclusiones: 1) En los países capitalistas el ejercicio de la política “profesional” requiere de gente con un talante manipulador y nada amante de la verdad, dispuesta a todo; 2) la democracia representativa de esos países no confiere el poder real a la ciudadanía; las decisiones finales que afectan a las grandes mayorías prescinden del sufragio, se toman a puerta cerrada entre los grandes factores de poder; 3) en Guatemala el poder final lo siguen detentando el alto empresariado tradicional (en algunos casos, heredero del pasado colonial) y la embajada de Estados Unidos; los “nuevos ricos” que, con procederes mafiosos, han desarrollado fortunas, son tolerados por los poderes históricos, y en algunos casos, caminan juntos; 4) el juego de poderes actual no se inclina claramente a favor del Pacto de corruptos, si bien éste tiene copadas prácticamente todas las estructuras estatales. En nombre de la democracia (la débil democracia representativa, aclárese) importantes actores políticos como la Unión Europea y la OEA -“ministerio de colonias de Washington”, como se ha dicho- fustigan los procedimientos quasi delictivos de la actual administración, apoyando la decisión popular que reflejaron las urnas en la segunda vuelta, para tener nuevo presidente el 14 de febrero del 2024; 5) la búsqueda de apoyo de Bernardo Arévalo en Estados Unidos para poder llegar a tomar posesión evidencia -grotescamente- quién tiene la última palabra en los países latinoamericanos, aunque ahora se esté en el mes de la ¿independencia?

No hay comentarios:

Publicar un comentario