Las universidades, sobre todo públicas, han de continuar siendo espacios de libertad intelectual, donde se puedan formular propuestas de desarrollo social, que tengan como fundamentos el razonamiento y la argumentación, para la solución de los problemas sociales y políticos.
Pedro Rivera Ramos / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Muchos de los problemas que hoy todavía suelen preocupar a las instituciones de educación superior en América Latina y el Caribe, nacieron realmente como las “sugerencias” neoliberales del Banco Mundial, destinadas a la transformación de los sistemas educativos universitarios. Medir y controlar la “calidad educativa” de docentes, programas de estudio e instituciones, mediante cuestionables procesos de evaluación y acreditación, impulsar los vínculos con el sector empresarial nacional, diversificar las fuentes y usos de los recursos, facilitar la mercantilización y generación de instituciones privadas a nivel superior, entre otras, pasaron a ser consideradas después, metas forzosas de los gobiernos y universidades de la región.
Así, en el discurso pedagógico neoliberal comenzó a aparecer la evaluación y acreditación de modo punitivo y los conceptos de competitividad, estudiantes-clientes, créditos, eficiencia y, sobre todo, la calidad, término más afín a la industria, la economía y el comercio, que a la educación. También forma parte de esa narrativa, el fomento en las universidades del individualismo, base fundamental de la cultura capitalista; la preocupación por rankings de dudosos indicadores, donde el prestigio y reputación del centro educativo descansa más en la venta de privilegios; donde viene a importar más las veces que un artículo publicado en una revista es citado y no lo que represente su impacto o utilidad. Es decir, ahora las preocupaciones se van centrando en la medición de toda la actividad educativa y universitaria, dentro de una lógica mercantil donde imperan las leyes de la oferta y la demanda. Al final, de lo que realmente se trata, es de restablecer la vieja intención de despojar a las universidades de su significado y compromiso social, cultural y ambiental más profundos.
Las universidades, sobre todo públicas, han de continuar siendo espacios de libertad intelectual, donde se puedan formular propuestas de desarrollo social, que tengan como fundamentos el razonamiento y la argumentación, para la solución de los problemas sociales y políticos. Por ello han de evitar a toda costa volverse o reaccionar como instituciones meramente mercantiles, donde la capacitación profesional pase a ser el objetivo central y su rentabilidad y aporte a la sociedad sean medidos en términos estrechamente económicos, donde será al final el capital, y solo el capital, quien determine su importancia y utilidad para los países. Lo cierto es que los resultados de las actividades universitarias casi nunca pueden ser cuantificados, como los que sí serían de una fábrica o una línea de producción industrial. Ellos pertenecen generalmente a la esfera intelectual e inmaterial. El fin primordial de las universidades es producir conocimientos y enseñanzas. Sin embargo, desde hace algunas décadas se les trata de imponer una agenda, donde se quiere hacer recaer su financiamiento mediante la evaluación de resultados medibles o competitivos, que muchas veces llegan a comprometer los valores universitarios y la esencia de la misma libertad académica.
A veces en el mundo actual se suelen llamar universidades, a organizaciones educativas que tienen como principal, y a veces único objetivo, transmitir conocimientos para capacitar en el ejercicio de unas cuantas profesiones muy lucrativas y mercantilizadas. En ellas, es nula o inexistente la actividad investigativa, creadora o productora de saberes y conocimientos. Esa infinidad de centros de formación y capacitación tildados erróneamente como “universidades”, están provocando que la palabra misma se vaya desprestigiando; aunado a que muchas que todavía se reconocen como verdaderas universidades, han extraviado su horizonte cultural y ético, perdiendo protagonismo en la vida de la sociedad, en temas relacionados con la defensa de derechos, de la protección de los recursos naturales, el respeto a otros grupos minoritarios, a la difusión del humanismo y la solidaridad.
No hay duda que muchas universidades públicas han hecho tímidos esfuerzos, por evitar ser instrumentos conscientes del proyecto neoliberal para la educación. Sin embargo, es evidente que muchas requieren una verdadera reforma y democratización universitarias, que modernice y transforme las funciones de la educación superior, hasta el punto de producir un salto cualitativo que le sirva, entre otras cosas, para debatir y cuestionar de manera crítica y responsable, todos esos conceptos de calidad, evaluación, acreditación y créditos académicos. Esta profunda democratización de las universidades, debe ir más lejos de lo que un día representaron las demandas de Córdoba de 1918, donde se exigía la participación de los estudiantes en la elección de las autoridades, conformación de organismos para autogobernarse, libertad de cátedra, creación de universidades populares, revisión de los métodos pedagógicos basados en la lecciones orales y dogmáticas y, sobre todo, exigían una nueva redefinición de las relaciones de las universidades con los poderes políticos, donde prevaleciera la autonomía académica, organizativa y política de las mismas.
Así, precisamente fue que solo desde finales del siglo 19 y principios del 20, comenzara a crecer con mucha fuerza la necesidad de que las universidades contaran, con una autonomía en todos sus quehaceres. De modo que la autonomía como producto histórico no es un fin en sí, sino un rasgo fundamental e inacabado con más de 100 años de historia dentro de las universidades públicas en América Latina, que sigue respondiendo a las realidades de la época y a las circunstancias sociales imperantes. Por eso no es suficiente que los universitarios proclamen como slogan la condición autonómica de su institución. Es necesario que toda la comunidad universitaria la construya y desarrolle, la defienda y la proteja.
Hoy la autonomía universitaria representa un derecho adquirido constitucionalmente, que se extiende a las modalidades académicas, administrativas, financieras y organizativas, donde todas juntas deben facilitar el trabajo universitario. La autonomía está considerada por definición, por su independencia total del Estado, de la sociedad y de cualquier otra influencia ajena a ella. No obstante, esta interpretación llevada al extremo, casi siempre ha conducido al aislamiento y a un enclaustramiento de las universidades, que finalmente terminan poniendo por encima sus intereses institucionales, que los generales o de toda la sociedad.
La autonomía les concede a las universidades, la capacidad no solo de organizarse internamente, sino también la de estructurar su forma de autogobernarse, con la finalidad de que puedan cumplir a cabalidad su misión educativa y cultural. La única limitante que encuentran para el desarrollo de todos esos procesos, es que se hagan con apego a las leyes del país y al respeto de las libertades y derechos de los individuos. Ella es una garantía para que sin presiones de ninguna índole, las universidades sean verdaderos espacios para el desarrollo libre del pensamiento. Sin embargo, en muchas ya se empieza a notar un creciente alejamiento de las responsabilidades que tienen, para con la sociedad a las que se deben, con igual proporción con la que han comenzado a servirse a sí mismas, mediante el control de todas sus estructuras por una minoría burocrática y endogámica, en detrimento de todos sus miembros y del país.
La autonomía es un escudo que la constitución le concede a las universidades y que se va encontrar en la esencia misma de la universidad. No es una prerrogativa para aislarse y alejarse de la sociedad y el Estado de derecho, que es al final quien garantiza su personalidad jurídica y cubre en gran medida sus necesidades con el presupuesto nacional. Por eso ninguna universidad pública es ciento por ciento autónoma, de allí que la emancipación completa que ha seducido a algunos pocos soñadores, no será nunca posible.
Desde que las universidades comenzaron a ser importantes para la sociedad, han servido principalmente para que en ellas se obtenga un título universitario. Hoy esa función, aunque sigue casi invariable, parece que en muchos casos se está logrando con bastante facilidad, gracias a la excesiva mercantilización de la educación superior y al culto extremo a la fotocopia, a la memorización y a la internet. Aunque en www.theguardian.com en el 2018, dudando sobre el cumplimiento de la función de las universidades, publicaba: “no queda claro si las universidades están cumpliendo con su propósito primordial. Un estudio reciente hizo un seguimiento de miles de estudiantes durante su época universitaria. Los datos obtenidos resultaron preocupantes: tras dos años de universidad, el 45% de los estudiantes no mostraron una mejora significativa de sus habilidades cognitivas; tras cuatro años, el 36% de los estudiantes no había mejorado su capacidad para reflexionar y analizar ciertos problemas. Es más, en algunas titulaciones, como administración y dirección de empresas, las habilidades cognitivas de los estudiantes se redujeron durante los primeros años”.
La historia de las universidades es también la historia del conocimiento humano y la liberación y emancipación del hombre. Sus antecedentes más lejanos hay que buscarlos en la asociación semirreligiosa fundada por Platón y conocida como la Academia, en la Grecia de los siglos V y VI antes de Cristo. Fundadas como tal en el siglo XIII de la Edad Media, les ha perdurado una rigidez en su organización, que las hace muy proclive a rechazar todo cambio en su estructura y funcionamiento, aun cuando en la actualidad existen tan grandes desafíos sociales, políticos, económicos y ambientales, a los que el quehacer universitario debiese ser uno de los primeros actores en encarar y responder, desde una verdadera y profunda transformación estructural y una propuesta de un nuevo modelo civilizatorio.
También ha sobrevivido en las universidades, un ambiente muy propicio para que las prácticas de sometimiento, abuso del poder y acoso laboral, se extiendan con mucha facilidad, sobre todo contra las mujeres, basadas casi siempre en posturas de jerarquía, cuyas estructuras de poder de franco origen feudal, han sido conservadas con mucha dedicación por muchos años. En estas experiencias las víctimas suelen terminar con traumas psicológicos y hasta físicos, mientras la impunidad prevalece, porque muchas autoridades universitarias las encubren, alegando que desconocían los hechos y, en otros casos, hasta protegen abiertamente a los abusadores.
No obstante, de las universidades siempre se espera que estén dispuestas a generar un diálogo abierto en una casa abierta a todos, no solo sobre su vocación transformadora, sino también sobre sus problemas y los principios en que se sustentan sus estructuras. Para que la universidad actual pase a ser un centro creador de una nueva propuesta de justicia social, económica, política y de desarrollo con equidad, tiene que impulsar inevitablemente una reforma de sus estructuras, que vaya en la dirección de un modelo universitario no puramente más academicista, sino más crítico y comprometido con el mundo de hoy.
La nueva institución universitaria que se espera que surja de las transformaciones, debe reconocer la presencia de otros en la comunidad universitaria. Eso debe conducir, entre otras cosas, a que se empiece a cuestionar también todo el pensamiento occidental y eurocentrista, que ha prevalecido en los programas de estudio y que ya no puede creerse que es el único universal que existe, subestimando con arrogancia otros saberes.
Las universidades ya no pueden resignarse a la preparación únicamente de los sectores intelectuales, que estarán al servicio de los Estados (principal desvelo de las universidades de origen napoleónico), ni tampoco caer sometidas por las necesidades y exigencias empresariales, que las han confundidos bajo un discurso falsamente competitivo. Ciertamente existen algunas ventajas de la relación entre universidades y empresas, pero siempre que ambas respeten sus ámbitos y las funciones específicas de cada una. La universidad no puede tampoco comportarse meramente como una empresa proveedora de servicios educativos o de consultoría, porque en la medida que empiece a funcionar como empresa y se centre en la necesidad de reducir sus costos y maximizar sus ganancias, comenzará lentamente a desmantelarse y desaparecer.
La educación no es una forma únicamente de acumular conocimientos. Es más que eso. Es un vínculo social y el instrumento más importante para formar a la persona superior que no existía y no existiría, sino fuera por la educación. De allí que, en el caso de la educación universitaria, ésta debe incentivar a pensar por sí mismo, a saber discernir ante la propaganda y desinformación de muchos medios de comunicación, a participar en la construcción de propuestas que nos acerquen a una mejor comprensión del mundo y sus problemas.
De la universidad se espera que sea un espacio para vivirlo y no a su costa, de encuentro y transformación y que nos da la oportunidad de adquirir valores éticos para ser mejores personas. Ha de ser una institución socialmente comprometida, que represente para todos los universitarios su más preciado proyecto de vida.
Las universidades no pueden reproducir las desigualdades y las discriminaciones existentes en la sociedad y su misión fundamental ha de seguir siendo, la de proveer a los que allí acuden, el desarrollo del sentido crítico; por tanto, si una universidad actúa en contra de la protección y el impulso de la crítica y el análisis en su institución, eso constituirá a la postre, un perfecto contrasentido y la acercará cada vez más a su decadencia y extinción. En los contextos actuales, las universidades están llamadas a intervenir en las sociedades y ser ámbitos cercanos para todos los ciudadanos; por tanto, ya es tiempo que reconozcan que el saber y el conocimiento no son patrimonio exclusivo de grupos privilegiados y minoritarios.
Hoy es evidente que las universidades en general han venido perdiendo prestigio, liderazgo y autoridad moral, junto a una marcada disminución de su compromiso social. Estas debilidades e insuficiencias han sido aprovechadas por el modelo de desarrollo fundado en el neoliberalismo, para impulsar su proyecto educativo para la educación superior, donde no existe ningún interés por la formación integral, social, artística y humanística del hombre, porque con ella las personas pueden canalizar o liderizar los descontentos sociales. La mercantilización de la educación convierte en servicio lo que es un derecho humano universal, que viene a ser satisfecho por empresas puramente privadas, y esto de por sí no forma ni mejores profesionales ni mejores personas.
Definitivamente hay que seguir soñando con una universidad que esté presente y comprometida con el progreso social, humanista e innovador. Una universidad que cada vez que se pronuncie sobre los diversos problemas de la Nación, ponga a pensar y reflexionar seriamente al Estado. Una que desarrolle un fuerte compromiso con la equidad y la diversidad, y ser al mismo tiempo, instrumentos desde las cuales se gesten ciudadanos, no consumidores alienados. Una que, en resumen, solo demostrará estar al servicio verdaderamente del pueblo, cuando actúe como un factor de transformación y cambio sociales, que vayan dirigidos a producir la democratización del acceso a la educación superior, a mejorar las relaciones con el mundo del trabajo, a incrementar la investigación básica y aplicada, donde su financiamiento esté solo condicionado por la búsqueda de las soluciones a los problemas de la sociedad y no por las fuerzas y valores del mercado.
Las universidades tienen que ser ante todo entidades educativas de nivel superior, que se ocupen de fomentar el despliegue de todo el potencial de los seres humanos y producir conocimiento útil. Y en el caso de ser universidades públicas, deben procurar que todo su quehacer vaya en beneficio de toda la sociedad, tarea que solo se consigue si hay un compromiso real de conocerlas a profundidad, analizando sus problemas más apremiantes. Es decir, para que las universidades puedan contribuir a la transformación de las sociedades para beneficio de las colectividades, deben conocer, estudiar y juzgar sus realidades. He allí la esencia misma de la conciencia crítica de la sociedad. He allí por fin, la luz.
Muchas autoridades universitarias han perdido el rumbo de lo que significan las universidades para la sociedad. Muy buen artículo
ResponderEliminarEs importante este tipo de reflexión en manos de los miembros de la comunidad universitaria para que se despierte del letargo en el que estamos imbuidos. Felicitaciones muy buena esta publicación al igual que las anteriores.
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