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sábado, 25 de noviembre de 2023

Una ultra derecha con base popular y en contra de la gente

 La batalla final en esta lucha contra el estado de cosas que vivimos apenas empieza; es la de reconquistar lo que se va perdiendo en un escenario político mundial donde ningún actor pueda arrogarse el derecho a decir que tiene claro el porvenir.

Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica


“No es tiempo de bajar los brazos o decepcionarnos, es tiempo de empujar con más fuerza”. Alvaro García Linera


La victoria electoral de Javier Milei en las últimas elecciones de Argentina; ese éxito electoral de la ultraderecha más recalcitrante que admira los horrores de la dictadura militar es un motivo de alarma para los intelectuales, políticos y dirigentes sociales honestos del continente. Esa victoria nos dice, a gritos, que habían quedado tareas sociales, políticas y culturales pendientes en la población de Argentina y, por sus similitudes en retórica y promesas, en otras naciones de Nuestra América. Se han dejado en el tintero, en el teclado, o en las agendas de debate, los procedimientos, métodos, mecanismos políticos e instrumentos necesarios para construir nuevas utopías; mientras, la conciencia política de la gente retrocedía a pasos de gigante. La corrupción política, el engaño, la promesa incumplida, el manoseo del estado, el abuso del poder y la abulia que hemos vivido en diversos escenarios nacionales ha pesado mucho en la conciencia de la gente que la han desgastado; se han desautorizado los partidos políticos tradicionales y sus idearios: gracias a los medios e instrumentos de información digital se ha creado un nuevo sentido común neoliberal.
 
 
La batalla final en esta lucha contra el estado de cosas que vivimos apenas empieza; es la de reconquistar lo que se va perdiendo en un escenario político mundial donde ningún actor pueda arrogarse el derecho a decir que tiene claro el porvenir. Me atreví a usar la afirmación de Álvaro García Linera, el intelectual boliviano que fue vicepresidente en el gobierno de Evo Morales, de que estamos en un momento “liminar”, de tiempo suspendido, con el riesgo de caer en un pasado que creímos superado, por no saber qué hay que hacer hacia adelante. Una batalla política y cultural entre una izquierda, renombrada de “progresismo” que aún no tiene contenido y menos ha encontrado un norte utópico coherente, frente a una derecha super conservadora con mucha claridad en su quehacer, cual es destruir el estado social y democrático de derecho y violentar los derechos humanos: la puesta en práctica del odio por las igualdades prometidas. No es el “fin de la historia”, expresión, con sabor posmoderno y de hegelianismo trasnochado que busca convencernos de que no hay nada hacia adelante. 
 
No podemos renunciar a la esperanza, aunque haya muchos desatados que toman el poder, esta vez con golpes de estado no militares, sino con los votos de la gente. Milei, el de Argentina es solo un ejemplo, pues también nos acompaña la amenaza del retorno de Trump en el corazón de un imperio en decadencia, como un Calígula que designaba caballos en su gabinete. Al otro lado del Atlántico se exhibe en la televisión mundial, con poses similares, Zelenski en Ucrania, o Netanyahu en Israel; mientras los españoles chocan entre ellos con el fantasma del dictador Francisco Franco, añorado por unos, repudiado para otros, ante la envestidura de un Pedro Sánchez que promete evitar los horrores del retorno de Feijóo. No vayamos tan lejos, los adalides de la desigualdad campean por doquier: Bolsonaro en Brasil impuso su radicalismo religioso de Teología de la Prosperidad, Bukele en El Salvador instauró un estado de seguridad nacional con las cárceles llenas de supuestos delincuentes, Kast en Chile añora los tiempos de la dictadura de Pinochet y, más cerquita, Rodrigo Chaves en Costa Rica no soporta de la seguridad social, ni la enseñanza pública y ofrece a  los empresarios la privatización de las instituciones estatales que hicieron grande al país a partir de los 50s del siglo anterior: la de la electricidad y telecomunicaciones, la enseñanza superior, media y primaria, la salud pública y las pensiones. Cuando antes se hablada de una derecha castrense entronizada, veíamos tras del telón a los Estados Unidos financiando los militares que asumían los poderes del estado; en la situación actual, el imperio está ahí y aquí, pero esta vez, su tarea es bien atendida con muy buenas calificaciones por políticos inescrupulosos, con estampa de civiles aupados por poblaciones que en su apoyo marchan y hacen bloqueos callejeros y que votan por ellos en las elecciones: pobres y humildes como las clientelas que se esperaba fueran las bases electorales de la izquierda. Estos políticos se constituyen, por obra y gracia de los medios de comunicación y los instrumentos digitales a la moda, en los portavoces de un nuevo sentido común neoliberal.
 
Esta derecha que gana en elecciones es ultraneoliberal. El calificativo de conservadora no la llena: sus portavoces son neoconservadores que añoran el orden impuesto por el gorilismo castrense de los estados de seguridad nacional. Coinciden, todos, en destruir el estado social y democrático de derecho, como fuera diseñado, constitucionalmente en cada uno de los países. Están de acuerdo en que el estado liberal, garante de los derechos de la gente, debe ser dinamitado desde sus raíces: tienen y reparten odio contra la igualdad. Por ello, admiran el supremacismo de los sureños del norte: los que aupaban a Trump y denunciaban fraude en las elecciones que ganó Biden. Por ese odio que reparten contra la igualdad prometida constitucionalmente, Milei habla de privatizar los servicios de salud y educación, para que cada ser humano pague lo que el estado debería pagar. Esto tampoco extraña en Costa Rica, ni en El Salvador, ni en Ecuador, Perú o Uruguay. Después de esta hecatombe ultra-neoliberal seguiría la muerte de la gente por cualquier medio posible.
 
¿Qué le corresponde hacer a la izquierda, a esta que se le llama progresismo? No caben recetarios; a estas alturas, por anacrónicos deben dejarse en el basurero de la historia junto al sectarismo de quienes se asumen portadores de alguna verdad inmaculada. No caben los manuales que dicen que interpretan una realidad socio histórica que ya no existe, ni los sueños de futuro que se habían construido. No obstante que las derechas se han apropiado de las calles, al progresismo le corresponde recuperarlas. La calle es de la izquierda: en esta tarea, le corresponde organizar a la gente para escucharla y no para llenarla de discursos añejos de pasado. Y, en la construcción de este nuevo intelectual orgánico, con inteligencia y sagacidad política, se debe diseñar, con las voces de todos los actores sociales y los sujetos emergentes, la sociedad y un nuevo estado, incluso sin fronteras: porque los migrantes, en masas, supieron superar las barreras aduanales. El tiempo está suspendido, porque la izquierda está paralizada. La movilización que deba emerger será de la esperanza, con nuevos sentidos comunes que se iluminen con la luz que pueda ser vista al final del túnel. 

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