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sábado, 17 de febrero de 2024

Después del 4F, El Salvador entra a terreno inexplorado

Cuando en ocasiones anteriores estuve en El Salvador para asistir a una elección presidencial, percibí siempre cierto sentido de dinamismo, de emoción y posibilidades, de temor y ansiedad. Esta vez, arrebatada la posibilidad de una alternancia democrática, una parte de la sociedad salvadoreña estaba congelada, a la espera de descubrir qué vendría. 

Jorge Cuéllar / elfaro.net

Hace cinco años, en 2019, se confiaba en que la victoria de Bukele transformara la política nacional y nos guiara a un mundo feliz, lejos del fosilizado sistema bipartidista que dominó la postguerra. Esa hazaña simbólica ayudó a gestar a nuestro nuevo principito, pero pocos supieron predecir que implicaría el desmantelamiento de nuestra incipiente democracia. Las elecciones del pasado domingo 4 de febrero fueron una mera formalidad, el último suspiro para algunos de los partidos históricos, una aburrida celebración de lo que ya se sabía que iba a pasar.

El partido de Bukele, Nuevas Ideas, ha aniquilado a la oposición, capturado la imaginación del salvadoreño común y sacado provecho de la débil institucionalidad del país, que muchos dimos por segura y creímos más resistente de lo que demostró ser. La mayoría de salvadoreños siguen enamorados de la figura del presidente y se han radicalizado en defensa de su nuevo “hombre fuerte”, movidos por su sagrada victoria sobre las pandillas, la construcción de un puñado de carreteras al servicio de un pequeño grupo de turistas y, quizás lo más importante, por su éxito en elevar la autoestima nacional. La guerra contra las pandillas ha logrado el incuestionable respaldo de los salvadoreños, para los que “respirar tranquilamente”, como alguien resumió el nuevo escenario de seguridad, se vive con fanatismo y con agradecimiento al cruzado con capa que hizo desaparecer nuestros monstruos.

Sus promesas no cumplidas o el cambio de reglas del juego electoral quedan en un segundo plano para la mayoría, y hay quienes lo creen justifica porque su líder, dicen, se enfrenta a un país lleno de opositores corruptos. Mientras, la fragmentación y autodestrucción de la oposición continúa —con el único destello de ingenio de la fascinante campaña de memes que el FMLN desplegó a última hora— y consolida la idea de que el personalismo de Bukele es la única opción que merece apoyo frente a un grupo de adversarios electorales sin brillo y exhaustos. En los últimos cinco años, Nuevas Ideas ha aumentado sus seguidores y trabajado para reconfigurar la idea de desigualdad, impulsando un contrato antisocial que divide al país en honrados y delincuentes, mientras la gente permanece en la ignorancia y sus preocupaciones se sacian con entregas periódicas de paquetes de alimentos, fuegos artificiales y laptops baratas para los estudiantes. Aun así, los salvadoreños que conozco siguen buscando empleos bien pagados y vivienda asequible, y aspiran a la autosuficiencia económica, y no a una dependencia perpetua del subsidio estatal.

Está también claro que si Nuevas Ideas ha pulverizado a la oposición es, aunque tiene una base orgánica, sobre todo el resultado diseñado del bombardeo de propaganda, canalizada a través de un aparato de medios que el gobierno controla a través de la pauta publicitaria estatal y que se dedica a proyectar una imagen inmaculada y prefabricada de Bukele, al mismo tiempo que opera como una herramienta para infundir temor. Durante los últimos años, a la población se la ha atiborrado de propaganda, en un contexto mediático cuya corriente te arrastra a aceptar el discurso oficial. En este mundo de algoritmos depredadores, los salvadoreños llegaron a las urnas convencidos de que el voto por Bukele formaba parte de una batalla histórica del bien contra el mal; un voto por su seguridad personal y por un desarrollo nacional instagrameable, frente a la posibilidad de que los salvajes enjaulados por el presidente retornaran a las calles de El Salvador.

La idea de que era necesario fortalecer nuestras defensas contra los indeseables antisociales centró buena parte de esta elección, y los salvadoreños, aterrorizados, dieron a Bukele una oportunidad política sin precedentes —la reelección, por primera vez en la postguerra de nuestro país— pero que trae consigo la tarea de rectificar el gasto de la pandemia y de seguridad, y cumplir con las obras públicas y proyectos sociales que prometió. Todo, mientras hace malabares con una economía lastrada por la deuda y que, a pesar de las maniobras experimentales y espectaculares (como la adopción del Bitcoin o la promoción del turismo de surf), apenas ha estimulado la inversión y el crecimiento. Aun así, es indiscutible que la reelección de Bukele y la posible mayoría de Nuevas Ideas en la Asamblea Legislativa ponen de evidencia la ausencia, en estos momentos, de alternativas al extremismo cyan. Los partidos que una vez fueron movilizadores de masas son ahora un cascarón, los movimientos emergentes avatares de lo mismo, y todos cargan con los fantasmas de la avaricia del pasado y de sus graves errores políticos.

Es un escenario nuevo y oscuro para los salvadoreños, sin referentes en la memoria reciente. Pero no hay demasiadas dudas de adónde nos dirige. Técnicamente, estamos en una dictadura instaurada por el pueblo a través de una competencia simulada, y en la que los vulnerables ya están pagando el precio por el engorde del clan Bukele, que está ansioso por ocupar su lugar de liderazgo entre los oligarcas tradicionales. Ahí está el desplazamiento, la detención y el hostigamiento de vendedores informales en el centro de San Salvador, o contra pequeños agricultores y pescadores desde Tecoluca hasta Espíritu Santo, o la intimidación cotidiana a defensores del medio ambiente y protectores del agua en el departamento de Cabañas. Ellos fueron los primeros en ser sacrificados por el bien mayor de los Bukele. Y habrá más.

Se trata de una concentración de poder sin precedentes, de una dictadura impuesta “por la voluntad del pueblo”, como dijo Bukele y el vicepresidente Félix Ulloa confirmó. Bukele, que abandonó la universidad, afirma que El Salvador es la democracia perfecta de estos días, y se presenta a sí mismo como la encarnación del poder popular y un instrumento de Dios. Estamos ante la manipulación de la voluntad popular, la gestión del país como una megaiglesia, la débil democracia representativa convertida en el gobierno de la turba.

La percepción depende, claro, del lugar desde el que experimentas El Salvador y de tu clase social. Las cosas se ven distinto desde el campo, la ciudad o la diáspora en Australia, Canadá o Estados Unidos. Pero dentro del territorio nacional hay un sentimiento inquietante, una exuberancia silenciosa que rodea este cambio tectónico de poder. Se expresan en momentos y lugares concretos: en los municipios dominados por Nuevas Ideas, en la Plaza Barrios convertida en discoteca que Bukele usó como escenario para su discurso de la victoria, en las conversaciones con gente que no acepta poner en duda el carácter profético de Bukele a pesar de las violaciones a la Constitución, a las garantías ciudadanas, y pese a la corrupción financiera, los acuerdos y negociaciones con bandas y cárteles, o la degradación de las instituciones. La seguridad sigue siendo lo primordial; nada más importa.

Cuando el polvo se disipe por completo las cifras de abstención y de votos nulos nos ayudarán a imaginar otras posibilidades, pero será de poco consuelo. Si el primer mandato de Bukele abrió una brecha entre los salvadoreños —tanto dentro como fuera de las fronteras— y engendró una preocupante incapacidad para hablar de política más allá de la cuestión de las pandillas, después del domingo 4 de febrero habrá más polarización, potenciada por Nuevas Ideas y su meticuloso y constante esfuerzo por redibujar el mundo moral de las familias salvadoreñas. Como si se tratara de una falla moral, una mujer con la que hablé, que perdió su cédula de identidad y no pudo emitir su voto el día de las elecciones, me dijo en voz baja que espera que el presidente Bukele pueda perdonarla por no haber votado por él.
No basta con decir que el 3 de febrero Bukele atropelló la Constitución salvadoreña y diseñó un fraude electoral para lograr su segundo mandato. Incluso hablar de dictadura o autoritarismo se siente impreciso e incompleto en este caso. Con su tecnicismo, esas palabras no logran capturar el impacto cultural de su popularidad, la escala de admiración global que ha logrado, cómo todo ello juega hábilmente con la religiosidad salvadoreña, el patriarcado, el clasismo, para ofrecer a los salvadoreños un respiro fugaz a través de una experiencia de culto en la que sientes la euforia de pertenecer. Lo que es innegable, en todo caso, es que el 1 de junio los salvadoreños estarán en un terreno político desconocido, que despertarán en algo que se llamará democracia pero que, en la práctica, será el poder de Nayib Bukele consolidado, caudillismo para la era interconectada.

Por ahora, seguimos en vilo. ¿Se revertirá la prohibición de la minería metálica? ¿Volveremos a un estado de normalidad sin excepciones? ¿Nos hundiremos en un abismo en el que la oposición política es meramente simbólica, dispuesta para que Bukele la derribe fácilmente? ¿Será El Salvador un país de shows electorales con resultados predefinidos, como la vecina Nicaragua?

A medida que el proyecto de Bukele se tambalee, surgirá el descontento, las nuevas ideas se convertirán en malas ideas, aumentará la desobediencia y habrá más personas en el punto de mira del permanente estado de excepción. El exilio y la migración continuarán. Y las investigaciones de periodistas, académicos y organismos de vigilancia de los derechos humanos vigilarán de cerca. Saldrán a la luz más escándalos de corrupción, la gente se cansará de ser gobernada por un solo partido, y los demonios que agita Bukele —ya sean maras, militares o policías— dejarán de asustar. Los mutilados, los ofendidos, los violados, los detenidos arbitrariamente, desafiarán la distinción entre honrados y delincuentes que hace el Presidente, para demostrar, como dice el refrán, que aunque “escoba nueva barre bien” tarde o temprano hay que sustituirla.

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