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sábado, 30 de marzo de 2024

Presidentes, ¿soberanos?

 Hemos sido testigos de elecciones mediante las cuales quedan electos líderes de terror, pero con notorios respaldos populares: personajes de farándula que se dan a conocer por la radio o la televisión, o predicadores de templos leales a la teología de la prosperidad, al estilo de Bolsonaro en Brasil, o Fabricio Alvarado en Costa Rica (quien casi fue electo).

Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica


Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos.
Miguel Angel Asturias. 


Desde su independencia formal, los países de Nuestra América se forjaron como repúblicas presidencialistas y, en todos los casos, inspirados en el pensamiento de Montesquieu y Madison, establecieran los tres poderes clásicos. Por ello, ningún poder ejecutivo tiene la potestad de legislar ni de juzgar. Pero por sus funciones y la legitimidad alcanzada en comicios electorales grandes o reducidos, o por la coerción y la dirección político ideológica ejercida, los presidentes se asumen, como soberanos. Hay resabios absolutistas que los torna dictadores, no solo en potencia.
 
 
Intento dos explicaciones posibles que no necesariamente son excluyentes: un sustrato colonial que ha quedado en la conciencia colectiva y en la institucionalidad, ha permitido la existencia de un presidente fuerte y centralizador, como postura de avanzada frente a la influencia europea y a su estilo de dominación. La otra es que la fórmula presidencialista, sui géneris, es propicia ante un experimento parlamentario discutible y poco viable en jóvenes repúblicas que no habían creado una suficiente cultura democrática para consolidarlo (cf. Rubén Martinez Dalmau, 2015, "El debate entre parlamentarismo y presidencialismo en los sistemas constitucionales latinoamericanos”, p. 39)
 
Esa cultura democrática sigue siendo una tarea pendiente. Hemos sido testigos de elecciones mediante las cuales quedan electos líderes de terror, pero con notorios respaldos populares: personajes de farándula que se dan a conocer por la radio o la televisión, o predicadores de templos leales a la teología de la prosperidad, al estilo de Bolsonaro en Brasil, o Fabricio Alvarado en Costa Rica (quien casi fue electo). Esa doctrina religiosa enseña que la buena vida material no es una dádiva del Estado sino la bendición divina al esfuerzo personal; Dios da, dicen, pero para recibir sus favores es necesario formar parte de la iglesia correcta lo que implica pagar diezmos y rezar mucho. En fin, encaja al dedillo con las retóricas ultraneoliberales orientadas a desmantelar al Estado y las instituciones de seguridad social. El caso más reciente es el de Javier Milei en Argentina, quien alcanzó notoriedad por poses, bravuconadas y desplantes teatrales propios de un farandulero del burlesque. Acompañan a Milei otros de su estatura participantes en las reuniones anuales de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC), en las que han participado personajes como Antonio Kast de Chile, Bolsonaro de Brasil, o bien figuras cimeras de la derecha mundial como el polaco Lech Wallesa, el empresario político Donald Trump y el español Santiago Abascal, dirigente del partido Vox. Suscriben, en su ideario la agenda machista, la misoginia, la xenofobia y todo lo que les suene a “ideología de género” que no es más que un conjunto de estereotipos contra los derechos de las mujeres y de la población LGTBI +. Se ufanan del repudio público y callejero, incluso con escarnio y agresión, al otro, al diferente calificado como inferior: el indígena, el inmigrante, el homosexual o el travesti. Son estos líderes populares los fascistas del siglo XXI.
 
Debemos recordar que Hitler ascendió al poder en Alemania mediante votaciones: aquél, emblema del nazismo, de la persecución política y de la violación de los derechos humanos fue electo democráticamente, cuando las organizaciones y partidos realmente democráticos dirimían sus conflictos en sus intimidades. Igual, en Nuestra América hubo dictadores que contaban con el respaldo electoral: Somoza convocaba a elecciones en Nicaragua, igual que Trujillo en República Dominicana; Pinochet hizo un plebiscito, en 1980 para legitimar socialmente su Constitución Política que aún sigue vigente. Pero ahora es más dramático pues no hay las represiones que acompañaron a los regímenes de Somoza, Trujillo y Pinochet. Esta vez la ultraderecha conservadora hace uso de las redes sociales y, sin lobotomías ni torturas físicas ejercen los lavados de cerebro del contragolpe cultural. No es solo la ideología neoliberal de los que fueran ideólogos los de la Escuela de Chicago, o la confesión ultraconservadora en religión, con el manto de la teología de la prosperidad. 
 
Cuentan con intelectuales de renombre, Mario Vargas Llosa, el escritor premio nobel peruano la diputada española del partido popular Cayetana Alvarez de Toledo, marquesa de Casa Fuerte, intelectual, periodista y graduada universitaria, igual que la Corina Yoris, quien se asume como relevo de su tocaya Machado en Venezuela, o tecnólogas como la ingeniera Xóchitl Gálvez, que enfrenta al gobierno progresista de López Obrador en México y el abogado José Antonio Kast en Chile. Tienen en la mira a los países andinos, Bolivia, Perú y Ecuador pues aúpan a Baluarte, Añez, Novoa y a los de Centroamérica en los que admiran al carcelero salvadoreño Nayib Bukele y al misógino banquero del Banco Mundial, Rodrigo Chaves, presidente de Costa Rica.
 
En este escenario, las izquierdas y los progresistas están, en términos generales, como espectadores a la espera de nuevos tiempos mientras puedan dirimirse sus diferencias: algunos “progres” como si estuvieran en Marte, dan paso a estos émulos del fascismo quienes con el poco poder que les otorga la legislación se aprestan, día y noche a destruir el estado social y democrático de derecho. El daño causado a la institucionalidad se torna irreversible y se suma a una pasión que se ha dado en Nuestra América: la de la reelección presidencial. Es una obsesión que se ha puesto de manifiesto, en un buen número de países en los cuales se han hecho reformas constitucionales. El hiperpresidencialismo del nuevo constitucionalismo (escribe Detlef Nolte) está reforzado por el afán de la reelección presidencial ilimitada (2017, “Reformas constitucionales en américa Latina 1978-2015, p. 655).
 
Estos presidentes son funestos y miden sus acciones en el entorno en el que pululan los intereses de los grandes negocios, públicos o en secreto, de las corporaciones internacionales y de los poderes de la gran potencia que aún pretende continuar controlando su “patio trasero”. Son los exponentes de la avanzada neoconservadora que se ufanan por privatizar como si fueran importantes negocios mercantiles, las instituciones sociales, educativas, la seguridad, la construcción de obra pública, la vigilancia, la banca y la infraestructura de transporte. Hacen uso del capital público, de empréstitos internacionales que se tornan impagables, como también de dineros clandestinos útiles para maquillar su imagen ante las grandes mayorías: en vez de seguridad social, se ven carreteras, edificios con centros comerciales y condominios bien cercados. 
 
Pero el daño que provocan estos presidentes soberanos puede ser irreversible. La izquierda, los progresistas, los portadores de alguna neurona democrática no deben dejarlos pasar, antes de que sea demasiado tarde. Es ineludible que están al acecho: con muchos recursos económicos, ideológicos y comunicacionales, más los abrazos calurosos procedentes de muchos lados. Tienen casi todo: el poder de los medios, grandes capitales e intelectuales inescrupulosos que saben que el que asume la presidencia cuenta con una parte del poder, que le es medular para destruirlo todo, de a poquito. 

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