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sábado, 2 de marzo de 2024

Unión Soviética: una mirada en retrospectiva

 Algo sucedió que la experiencia revolucionaria nacida en 1917 no se solidificó y aumentó como proyecto transformador; por diversos motivos fue entrando en una suerte de adormecimiento de la revolución, de lentificación, y los fabulosos cambios de los inicios, con energía desbordante y bríos renovadores, fueron dando lugar a procesos de acomodamiento, de rutina gris, de empantanamiento.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Desde posiciones de izquierda se ha escrito ya copiosamente sobre este tópico. En general no existe la sensación de “fracaso” en el sentido que “todo salió mal”, “no sirvió para nada” sino, en todo caso, esa experiencia se vivencia como “decepción”, “frustración”. Se lograron cosas, pero menos de lo esperado. 
 
La primera experiencia socialista de la historia inobjetablemente alcanzó éxitos inigualables: salario mínimo y digno para toda la clase trabajadora, descanso semanal remunerado, vacaciones pagas, licencia por maternidad, transporte público de alta calidad subvencionado (el metro de Moscú se considera una gran obra de arte, única en su tipo), calefacción hogareña subvencionada, vivienda digna asegurada para toda la población, electrificación de todo el país y un enorme parque industrial, granjas agrícolo-ganaderas comunitarias de muy alta productividad, educación gratuita, laica y obligatoria para toda la población, alfabetización del 100% de sus habitantes, universidades e institutos de investigación del más alto prestigio a nivel mundial, salud de alta calidad gratuita para toda la población, completa erradicación de la desnutrición, plena igualdad de derechos para hombres y mujeres, voto femenino, derecho de aborto (primer país del mundo en tenerlo), divorcio legalizado, derogación de la normativa zarista que prohibía la homosexualidad, avances científico-técnicos portentosos (primer satélite artificial de la historia, primer ser humano en el espacio, desarrollo de la energía nuclear civil, tecnologías metalúrgicas de avanzada, grandes logros en biotecnología, caucho sintético, telefonía móvil), poder popular real a través del desarrollo de democracia directa con implementación de los soviets (consejos obrero-campesinos y de soldados), fabuloso fomento del arte y la cultura (cine, teatro, música, literatura, ballet, arquitectura), derrota de la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial (avanzada militar azuzada por las potencias capitalistas de la época para destruir la Revolución). Todo eso no debe olvidarse.
 
Pero algo sucedió que la experiencia revolucionaria nacida en 1917 no se solidificó y aumentó como proyecto transformador; por diversos motivos fue entrando en una suerte de adormecimiento de la revolución, de lentificación, y los fabulosos cambios de los inicios, con energía desbordante y bríos renovadores, fueron dando lugar a procesos de acomodamiento, de rutina gris, de empantanamiento. 
 
Los impetuosos ánimos de los primeros tiempos, con Lenin y Trotsky a la cabeza, lentamente devinieron acostumbramiento. El decidido y abierto apoyo para promover la revolución mundial se trocó en “coexistencia pacífica” con el archirrival Estados Unidos, buscando un equilibrio que permitiera cierta tranquilidad. En ese proceso de fosilización paulatina en que se fue entrando, Stalin llegó a declarar que en la Unión Soviética se había llegado al final de la lucha de clases, pues éstas ya no existían. A partir de 1936 paulatinamente se fue abandonando toda labor de edición de los textos inéditos de Marx, con lo que el llamado “marxismo soviético” se terminó convirtiendo en un dogma cerrado, refractario a cualquier novedad teórica o cuestionadora, más cercano a una religión que a una actitud crítica, científica. La propuesta marxista de “crítica implacable de todo lo existente” desapareció, reemplazándose por ortodoxos y tediosos manuales de divulgación, donde la revolución ya estaba preparada debiendo seguir ciertos pasos, forzosos e inmodificables. 
 
Ese empantanamiento de la dinámica revolucionaria siguió profundizándose, y pese a distintas medidas correctivas que se fueron tomando a lo largo de los años, la savia transformadora de los inicios se esfumó. Una pesada burocracia -la Nomenklatura- terminó constituyéndose en una nueva clase social, una casta acomodada, y como todo proceso que se institucionaliza, se tornó conservador. El socialismo inicial, con Lenin en la conducción del proceso, dio lugar a un capitalismo de Estado crecientemente conservador. O, si se prefiere, cada vez más antisocialista. Tan es así que, para el período final de la URSS, durante la perestroika -que, como se ha dicho, devino catastroika en 1989- tanto Gorbachov como cuadros del Partido Comunista pudieron decir (citamos a Valeri Ivanovich Boldin, un cuadro del PCUS) que “ser un comunista hoy significa, ante todo, ser consistentemente democrático y poner los valores humanos universales por encima de cualquier cosa”, incluso sobre el concepto de lucha de clases. 
 
El deterioro en la construcción del socialismo se fue profundizando, tanto y a tal punto que todo empezó a venirse abajo. La inflación, que desde 1945 no había existido, a partir de 1988 trepó a un 20% anual. Las raíces marxistas que dirigieron la experiencia revolucionaria de 1917 fueron abandonándose, para terminar buscándose -con la perestroika impulsada por Gorbachov y adláteres- una suerte de socialdemocracia al estilo de los países escandinavos. La situación eclosionó, y en vez de perfeccionarse el socialismo, se dio lugar a un golpe de Estado pro capitalista capitaneado por Boris Yeltsin. La economía subterránea con características capitalistas, por fuera de la planificación estatal, fue tomando cada vez más presencia, y para la era Gorbachov representaba cerca del 20% del total del país. 
 
En una lectura crítica, sin dudas objetiva y bien balanceada, Henrique Canary puede decir: “Una dirección que representaba los intereses de una burocracia naciente había tomado el poder, eliminado físicamente a la vieja guardia bolchevique e implantado un régimen contrarrevolucionario basado en la teoría del socialismo en un solo país. Para ello, la democracia obrera en los soviets y el Partido Bolchevique había sido anulada en favor de un régimen tiránico que perseguía no sólo a los opositores, sino incluso a sus fundadores y partidarios más leales.
 
Tal como acertadamente lo expresan Roger Keeran y Thomas Kenny: “El centralismo democrático se había deteriorado. Los lazos entre el Partido y los trabadores por medio de los sindicatos y de los soviets se habían osificado. La crítica y la autocrítica languidecieron. El liderazgo colectivo se debilitó. La unidad dentro del Partido como expresión de la defensa de la línea de trabajo del líder se convirtió en la virtud principal. El desarrollo ideológico se desvaneció. Todo lo contrario a la idea divulgada ampliamente por los anticomunistas a inicios de los años noventas, el derrumbe de la Unión Soviética no demostró que el socialismo basado sobre un Partido de vanguardia, en la propiedad social y estatal y en la planificación centralizada, estaba condenado al fracaso; sí demostró que tratar de perfeccionar una sociedad socialista mediante una "Tercera Vía" resultaba catastrófico. La “Tercera Vía" puso el socialismo a los pies del capitalismo de los campeones rusos y a la sumisión al imperialismo. La historia de la perestroika entre 1985 y 1991, lejos de impulsar el reformismo social, lo desacreditó”. De esa suerte, luego de bombardear el Kremlin al mejor estilo de cualquier asonada militar latinoamericana o africana, el 6 de noviembre de 1991 Yeltsin prohibió todos los partidos comunistas de la Unión Soviética, ordenando su disolución. 
 
Según afirma Stephen Handelman, estudioso del crimen organizado a nivel mundial, hacia el final de la Unión Soviética “el 60% de los negocios era trabajado por ex criminales o por el crimen organizado”, representando ese mercado negro no menos de un 15% del volumen total de la producción de bienes y servicios del país. En ese caldo de cultivo pudieron aparecer luego empresas de “contratistas” militares (léase: mercenarios), al mejor estilo de las potencias capitalistas donde, por ejemplo, un ex reo -acusado de asalto a mano armada en 1981 y condenado a 13 años de prisión- como Yevgueni Prigozhin devino un poderoso oligarca ligado al Kremlin, logrando amasar una considerable fortuna con contratos preferenciales (luego muerto en circunstancias poco claras en un “accidente” aéreo). Evidentemente el tráfico de influencias, la corrupción y la impunidad son constantes que se encuentran -al menos de momento- en todas las latitudes. La esperanza es que, llegado un momento, una nueva sociedad cree nuevos valores y puedan construirse reales alternativas anticapitalistas. 
 
Ese modelo social de búsqueda de la equidad iniciado en 1917, que fue un faro para las luchas de los pueblos y de toda la clase trabajadora mundial durante muchos años, pasó a ser luego de esa caída en la década de los 90 del siglo pasado un país capitalista más, con todas las lacras que eso pueda implicar. Es decir: el peso de la historia se dejó sentir. Años después de la eclosión, bajo la presidencia de Vladimir Putin, la Federación Rusa, heredera de la Unión Soviética, presenta un capitalismo mafioso donde el nuevo sector privado está dado por alrededor de 120 millonarios, ex cuadros comunistas, que manejan el 70% de la economía nacional a partir de concesiones gubernamentales, en general envueltas en hechos de corrupción, que refuerzan los nexos entre gobierno y nuevo empresariado (recuérdese el citado Prigozhin, “accidentado” mortalmente luego cuando se enfrentó a la nueva camarilla gobernante). Este nuevo país, la Rusia capitalista, donde el capitalismo despiadado florece con toda su intensidad, ha revertido logros históricos de la revolución, involucionando hacia posiciones abiertamente conservadoras. Por lo pronto, y solo a título de ejemplo, de un planteo ateo se ha reincorporado a “dios” como elemento importante en la nueva Constitución nacional, mientras se profundiza la persecución de todo el grupo de diversidad sexual. Un asesor de Putin pide “no volver nunca más a 1917”, mientras el presidente expresa que “No recordar a la Unión Soviética significa no tener corazón; pero querer volver a ella significa no tener cabeza”.
 
¿Qué pasó para que se revirtiera de este modo un proceso que parecía ser el preámbulo de un mundo socialista? Sin dudas, la agresión externa es lo primero que debe apuntarse. Todos los países que han transitado la senda socialista, indefectiblemente sufrieron el ataque despiadado del mundo capitalista, un ataque criminal, sanguinario, monstruoso. Eso no puede obviarse nunca. La Unión Soviética tuvo, desde sus inicios, el ataque combinado de las potencias capitalistas. La Segunda Guerra Mundial, o más aún, el avance del nazismo sobre su territorio en tanto un elemento básico de este fenomenal conflicto, puede entenderse como una estrategia del mundo del capital (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia) para borrar al primer Estado obrero-campesino, para terminar con ese “mal ejemplo”. El nazismo alemán en un inicio fue apoyado por el gobierno de Estados Unidos para este cometido. Lo que sucedió luego en la guerra -habiéndose tornado Alemania el polo contra el que las otras potencias capitalistas habrían de accionar- no deja lugar a dudas que, un objetivo planteado, era destruir esa primera experiencia socialista. Sus 25 millones de muertos y la mayor parte de su infraestructura nacional destruida muestran lo que puede llegar a hacer la “democracia de libre mercado” para impedir cambios. Lanzadas innecesariamente las dos primeras bombas atómicas por el gobierno de Washington sobre el ya derrotado Japón -un competidor capitalista en el ruedo internacional, al igual que Alemania, los dos grandes derrotados en esa guerra- su mensaje real constituía una amenaza para Moscú, habiendo existido, apenas terminada la conflagración bélica en 1945, la hipótesis de ataque nuclear sobre la Unión Soviética. Parece más que evidente que la violencia no está del lado del socialismo precisamente. 
 
El historiador norteamericano Herbert Aptheker, miembro del Partido Comunista de Estados Unidos, describió con lucidez ese cerco total que se le tendió a la primera revolución socialista: “La hostilidad, el boicot, la guerra económica, el sabotaje sistemático, los asaltos militares, el engendro y envalentonamiento de Mussolini, de Hitler y de Franco, lo tardío de los dos frentes de ayuda a la Unión Soviética y después de la victoria, el rechazo de un sistema de relaciones decentes entre la triunfante pero destruida Unión Soviética y las potencias victoriosas occidentales. Cuando uno escribe destruida Unión Soviética tiene en mente la destrucción de todo su territorio europeo, la pérdida de cerca de 25 millones de muertos y unos 40 millones de heridos de gravedad entre sus ciudadanos.”
 
De todos modos, el formidable, despiadado ataque exterior no lo explica todo. La Unión Soviética renació de las cenizas luego de la guerra, y en poco más de una década estaba lanzando al espacio el primer satélite de la historia, en 1957, e inmediatamente después el primer astronauta, Yuri Gagarin. Ese “efecto Sputnik”, como se le llamó al aturdimiento que produjo en la Casa Blanca ese renacer soviético, dio lugar a la profundización de la Guerra Fría, que por décadas marcó el ritmo de la sociedad global. Tanto la caliente, ardiente guerra sufrida por la invasión nazi, así como el posterior enfrentamiento, frío en los acontecimientos bélicos, pero tremendamente destructivo por lo que eso significó en su economía, la URSS se vio siempre, desde su nacimiento, torpedeada, intentándose por todos los medios impedir que se desarrollara. Eso no debe olvidarse. 
 
Ahora bien: en medio de todas esas penurias -que deben ponerse siempre en primer término al analizar las causas de su caída- hay otros elementos que deben considerarse. Ante todo -cosa que se verá en todas las posteriores experiencias socialistas desplegadas en el siglo XX- aparece la terriblemente dificultosa condición de saltar de la cultura capitalista hacia algo nuevo. Hacia el “hombre nuevo” que pedía el Che, podría decirse. El peso fabuloso de la historia cuenta. No solo cuenta; puede llegar a aplastar. Ese peso agobia. El problema fundamental no es la toma del poder -sin minimizar esto, obviamente: escollo infinitamente complejo, por cierto-. El problema básico se plantea en la edificación de ese nuevo mundo, de esa nueva sociedad, una vez tomada la casa de gobierno. 
 
Ese peso está siempre presente. De ahí que cuadros formados en la más rancia ortodoxia de los manuales soviéticos, supuestamente marxistas, puedan tan rápidamente tornarse luego empresarios, exhibiendo todas las modalidades de cualquier capitalista, mostrando un ostentoso lujo despampanante, un abominable desprecio por el otro falto de la más mínima solidaridad, un espíritu tan conservador como el más recalcitrante de los tories conservadores ingleses.
 
Qué fue lo que desaceleró y, finalmente, terminó revirtiendo la revolución: ¿la burocracia de Stalin, la obnubilación por Occidente de Gorbachov? Sin dudas los estilos de los mandatarios cuentan en los procesos histórico-sociales. Pero si somos consecuentes con el materialismo histórico, los personajes representan momentos de las sociedades, son la expresión encarnada de un sentir de los pueblos. Es decir: las masas en sus movimientos hacen la historia. Las cabezas visibles, los dirigentes, expresan esos movimientos. La Unión Soviética inició un camino novedoso en la humanidad -que, sin dudas, no está clausurado para siempre, sino en espera de seguir su marcha en el momento oportuno-, pero camino no falto de tropiezos. El tránsito hacia una sociedad sin clases sociales, hacia el estadio de un comunismo científico -todo así lo indica- precisa de un proceso de mundialización que, de momento, está en espera. La globalización de estas últimas décadas es un proceso de acercamiento de toda la población planetaria, pero en los marcos del capitalismo. Más aún: en los marcos del neoliberalismo, que es la expresión más descarnada del capitalismo feroz, sin la anestesia que representa la socialdemocracia. 
 
Esto fuerza a considerar hasta qué punto es posible la construcción del socialismo en un solo país, más aún en este momento de la historia, cuando la interdependencia de todos los países es casi absoluta, tanto de las potencias como de aquellas naciones más pequeñas y subdesarrolladas. 
 
La burocratización que se inició con Stalin, desarticulando muchos de los logros de los inicios, muestra esa compleja situación. ¿Era necesaria esa centralización tan grande, agobiante incluso, de la formación ideológico-cultural que comenzó a tener lugar bajo su mandato? ¿No se podían desarrollar los valores socialistas si no era en esa forma casi con la modalidad de iglesia, de un nuevo credo? O peor aún: con purgas criminales, condenando a los campos de concentración a los disidentes. ¿Dónde fue a parar entonces la democracia de base de los primeros soviets? El implacable ataque externo obliga a cerrarse, a parapetarse en posiciones que terminan rigidizándose, alejándose totalmente de lo que se concibe como poder asambleario, discusiones abiertas, democracia popular. La dirigencia del partido fue reemplazando a los soviets, y se normalizó una forma de conducción vertical, autoritaria, de carácter jerárquico-militar. Eso fue sucediendo paulatinamente, y los manuales sacralizaron la situación. El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error”, manifestó el ecuatoriano Rafael Correa, refiriéndose a la experiencia estalinista.Por supuesto que en el capitalismo la idea de “libertad” no pasa de mito (recuérdese lo dicho en cierta ocasión por el neoconservador estadounidense Zbigniew Brzezinski, ahondando la máxima del Ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels de mentir incasablemente, hasta convertir una mentira en una forzada verdad). La cuestión -enorme pregunta abierta- es cómo construir ese nuevo modelo cultural, ese nuevo sujeto de la revolución, ese “hombre nuevo” desde un planteo socialista. Ante el ataque externo la sociedad va cerrándose, militarizándose, disciplinándose de un modo rígido. Eso pasó en todas las experiencias socialistas. Las preconizadas libertad y democracia capitalistas son “lujos” que se pueden permitir -siempre en forma más que limitada- las pocas grandes potencias, donde el sistema se ha afianzado y permite que esté tan sólidamente constituido que se estatuyan espacios para una cierta apertura, los cuales, por supuesto, no cuestionen nada de fondo. Libertad… para elegir qué administrador de turno se sentará por unos años en el sillón presidencial, no más que eso. O para hacer negocios. 
 
El hecho, que le sucede a cualquier país socialista, de convivir como una isla en medio de un mar capitalista, tiene consecuencias. Las poblaciones, siempre subyugadas por el despilfarro capitalista, por los “espejitos de colores” -el “hombre nuevo” del socialismo es, de momento, una agenda pendiente y la maquinaria mediático-ideológico-cultural capitalista no se detiene jamás, exacerbando el deseo por esos espejitos- fácilmente pueden caer en esa tentación. No se evidencia allí ninguna secreta “esencia” diabólica de lo humano, supuestamente refractaria a la solidaridad, a la empatía para con el otro. Resuena, sin dudas, el peso de una milenaria tradición clasista, exacerbada a niveles fabulosos por la invitación al consumo que provee el mercado capitalista, y donde la sensación de poder/tener nos hace sentir dioses intocables. El ansia de lucro personal no desaparece rápidamente. De ahí que, como lo atestigua la historia soviética, la economía subterránea florece. El mercado negro es un hecho.
 
Al respecto, en otro contexto (el proceso socialista cubano), pero igualmente aleccionador al respecto, valen las palabras de Fidel Castro: “Si la revolución cubana corre hoy el riesgo de derrumbarse no es por causa de una invasión militar de Estados Unidos, sino por el cáncer de la corrupción”. Algo similar pasó en la Unión Soviética. El problema no está en Stalin ni en Gorbachov; radica en una dinámica humana dada por un peso cultural histórico del que no es nada fácil desembarazarse. La cuestión es cómo encontrar los antídotos del caso. ¿Por qué los camaradas dirigentes del Partido pasaron a ser, en una gran cantidad de casos, burócratas haciendo las veces de una nueva clase social, y no revolucionarios de base, tan comprometidos con los cambios como los primeros cuadros de la revolución? He ahí un complejo cuello de botella. 
 
Por supuesto que la burocratización creciente, la cerrazón que trajo el estalinismo, el alejamiento del más puro ideario marxista que se fue dando con esa Nomenklatura jerárquica, todo ello tuvo sus profundas críticas. Más allá de la idea conspiracionista con que se puedan leer esos acontecimientos -sin negar que la CIA pueda haber influido en ellos- los levantamientos de Berlín (Alemania del Este) en 1953, Budapest (Hungría) en 1956 y Praga (Checoslovaquia) en 1968, muestran que las masas nunca están totalmente dormidas, doblegadas. La gente reacciona. Esa es la historia de la humanidad: el pan y circo, los espejitos de colores, acallan la protesta, pero no la extinguen. Esas expresiones, que no negaban el socialismo sino que pretendían profundizarlo, fueron aplastadas en términos militares, pero enarbolaron una bandera que coincidía con la que enarbolaran Trotsky en su crítica a la decadencia que abría el estalinismo.
 
Citando a Keeran y Kenny, valga decir que, en 1986, “el XXVII Congreso del Partido Comunista lanzó el programa de reformas para el Partido. Estas incluían un nuevo reglamento que proponía el enaltecimiento de la crítica y de la autocrítica y una nueva concepción de liderazgo político que reformaba la responsabilidad personal. El Congreso, además, llamaba a una estricta supervisión de la conducta de los líderes del Partido. Gorbachov nunca implementó tales reformas.” ¿Por qué? Porque el último presidente soviético era una representación de algo que estaba pasando en la base: la burocratización y el capitalismo de Estado que había seguido con el tiempo, habían dado lugar a una economía en negro que ya era demasiado grande para ser manejada. La cultura capitalista, que obviamente siete décadas de desarrollo socialista no habían logrado modificar de raíz, volvió a florecer. No olvidar nunca que el capitalismo tiene siete siglos de existencia. Son dos generaciones criadas en la ética socialista contra treinta generaciones que vienen absorbiendo los valores socialistas. La diferencia, y por tanto el peso de esa historia, es abismal.
 
El intento de la perestroika fue una jugada para impulsar un avance en la economía soviética que iba quedado retrasada en relación al capitalismo occidental. La apelación a mecanismos de mercado terminó yéndose de las manos, y lo que en China, algunos años después, permitió un descomunal desarrollo económico, en la Unión Soviética significó su desaparición. Esto lleva pensar: ¿solo el capitalismo trae progreso, o estamos allí ante una falacia?
 
La economía planificada, sin la más mínima duda, trajo grandes avances a la población soviética. Lo que queda claro es que el proyecto socialista que impulsó el PCUS no pudo desembarazarse de la lógica capitalista, mercantil e individualista. Eso abre el interrogante si es posible construir el socialismo, tránsito hacia la sociedad comunista, en un solo país, en una isla en el medio del mar capitalista (que es siempre un mar embravecido). El cubano Yassel Padrón se lo cuestiona: El principal error que se cometió en el socialismo real fue competir con la producción capitalista en su propio terreno”. La consideración es muy válida, y plantea la pregunta: ¿qué se esperaba de una sociedad regida por la clase trabajadora, donde desaparecen los propietarios individuales de los medios de producción? La edificación de una nueva ética socialista es vital. Si ese punto anotado por Padrón podía tener sentido un siglo atrás, hoy día, con una sociedad totalmente globalizada donde todo el mundo está relacionado/en dependencia de todo el mundo, hoy lo tiene mucho más. El ataque impiadoso del capitalismo y la necesidad de sobrevivir llevaron a la Unión Soviética a seguir caminos que no pudieron alejarse de la cultura capitalista. Los oropeles del consumismo siempre siguieron ahí, como tentación latente. ¿Por qué, si no, aparecería una economía subterránea, en negro y muy corrupta, y nuevos oligarcas que años atrás hablaban un lenguaje marxista? El capitalismo de Estado que pudo implementarse no pudo seguir el ritmo de la acumulación capitalista de las potencias occidentales, fundamentalmente de Estados Unidos. La introducción de un “socialismo de mercado” durante la perestroika de Gorbachov -reedición de la Nueva Política Económica, NEP, de la era leninista-, para impulsar una modernización y un salto cualitativo, terminó llevando el experimento lisa y llanamente hacia el capitalismo. La experiencia china tomó nota de ello y no se repitieron similares errores, por eso siguió otro curso. 
 
Repitamos lo expresado por Frei Betto: “El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana.” Esa caída no empalidece el ideario socialista de lucha contra el capitalismo. En todo caso, obliga a replanteos con carácter autocrítico y propositivo. 

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