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sábado, 27 de abril de 2024

El periodista José Martí: Cultivador del humor y la ironía

 Es comúnmente aceptado que si hubiera que encasillar a Martí en una única profesión entre la multitud de quehaceres que llevaba a cabo, se elegiría la de periodista. Toda su vida estuvo fundando órganos de prensa, desde su más temprana adolescencia, hasta el final de sus días, y casi como un dato curioso, puede decirse que la perspectiva humorística fue frecuente en ese quehacer.

Marlene Vázquez Pérez / Cubadebate


Una de las primeras creaciones  suyas fue la publicación de El Diablo Cojuelo,cuyo primer y  único número apareció el 19 de enero de 1869, en la Imprenta y Librería El Iris. Era entonces un adolescente de  apenas dieciséis  años, y aprovechaba la efímera libertad de prensa que decretara el gobierno colonial, como medida desesperada para tratar de contentar a los cubanos, en un país que recién iniciaba la Guerra de los Diez Años. Sabía ya, de manera intuitiva, que en  cualquier campaña de preparación ideológica, había que contar con el periódico, medio de comunicación por excelencia en aquella época.

 

Distinguen a este su primer intento en el terreno del periodismo un gran derroche de humor y de ironía, puesto en función de la denuncia de los males en que el gobierno colonial español tenía sumida a la Isla, algo que ya hemos tratado en otras ocasiones.[1]

 

Puede resultar un tanto sorprendente para el lector común  asociar con la risa a un autor como Martí. Su nombre casi siempre se vincula  a la tristeza, al dolor, al sufrimiento, a la extrema sensibilidad, al espíritu de sacrificio. No obstante, una lectura detenida de su obra devela la veta humorística, y sobre todo, la capacidad e intencionalidad suyas para emplearla como arma comunicativa eficaz, en su batallar por las causas justas, en su cuestionamiento de la sociedad norteamericana de su época, en su crítica a la monarquía española, y también, por supuesto, en el plano personal, de intercambio amistoso, divertido, a través de las cartas que intercambiaba con amigos cercanos.

 

En sus textos para La América,  de Nueva York,  abunda este recurso. Un pasaje interesante desde esta perspectiva de análisis proviene del artículo “Entrega de diplomas en un colegio de los Estados Unidos”. Desde la óptica  de un estudiante,  aborda el cronista el tema migratorio de la época, que ya resultaba preocupante para la sociedad norteamericana:

 

Examina otro las razones del dañoso influjo de la ignorante inmigración irlandesa en las ciudades, donde con su número sofocan el voto y se lo adueñan, sin que por su hábito de no reunirse más que con gente de su terruño, y por no ser la idealidad elemento singular de su naturaleza, ascienda en ellos la cultura a la par con su influencia y autoridad de sufragantes en el pueblo que los recibe como a hijos. Crían por las lomas de los suburbios los irlandeses, gansos, patos y chivos, e hijos descalzos, que de sus padres encervezados y de sus madres harapientas y del sórdido cura de la parroquia, no pueden sacar modelos para mejor vida, sino que en cuerpo y espíritu salen de sus chozas de mala madera, depauperados: y como la inmigración de Irlanda a New York es tan cuantiosa, sucede que de veras está gravísimamente amenazada de miseria mental y moral la gran ciudad. Los alemanes la remediarían, si no fueran tan dados al goce de sí propios y tan desentendidos del bien ajeno. Se ve que son mal cimiento de un pueblo formidable el abrutamiento y el egoísmo. Y hay escuelas por cierto; pero en los hijos de irlandeses, lo que la escuela cría, el chivo se lo come. El hijo del alemán, como que el padre suele abrirse camino y no vive en comunidad tan ruin, aprovecha sus libros; sobre que el alemán es hombre de su casa, y trabajador, lo que sin esfuerzo va dando buenos hábitos a los hijos. Y esto no lo decía el discurso del graduando, pero decía otras cosas excelentes.[2]

 

El modo despreciativo en que el estudiante norteamericano mira a los irlandeses es notable: revela la misma posición xenófoba que los ha caracterizado hasta hoy. Si  bien se sirven de los emigrantes para  los oficios más humildes que los nacionales se niegan a asumir, la nota despectiva es evidente. No obstante, la capacidad expresiva del cubano produce neologismos, como “encervezados”, que dotan al párrafo de un vigor inusual. No es lo mismo decir ebrios, borrachos o tomadores de cerveza. Y el modo en que compara la crianza de animales y de hijos, valiéndose de efectivos retruécanos,  todos dispersos por los arrabales de la urbe como si estuvieran en el campo de la tierra natal, está dado, a mi modo de ver, por el deseo de develar los pilares débiles  en que se asentaba la entonces emergente potencia imperialista, en las deficiencias educativas y espirituales que ya eran demasiado notorias, en las desigualdades brutales y en el descuido del cultivo de la ética. Las extremas condiciones de vida, la miseria, la discriminación por su condición de extranjeros, generan ese egoísmo, el vivir al día, la falta de aspiraciones.

 

Vale notar otra referencia irónica en ese mismo artículo, que lleva tras de sí toda una reflexión culturológica para entonces y para el presente. Como es conocido, en la década del ochenta del siglo XIX estaba en su apogeo el debate entre civilización y barbarie. A partir de la intervención de uno de los graduados, referida a la presencia de los ingleses en Egipto, desliza Martí sus propias opiniones al respecto:

 

[...]la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea: como si cabeza por cabeza, y corazón por corazón, valiera más un estrujador de irlandeses o un cañoneador de cipayos, que uno de esos prudentes, amorosos y desinteresados árabes que sin escarmentar por la derrota o amilanarse ante el número, defienden la tierra patria, con la esperanza en Alá, en cada mano una lanza y una pistola entre los dientes.[3]

 

Además de revelarnos en este fragmento que su posición antiimperialista rebasaba a los Estados Unidos y se extendía a las demás potencias coloniales de la época, que expoliaban a otros pueblos para levantar sus riquezas, acuña Martí esos dos adjetivos formidables, o por lo menos los dota de un significado inédito hasta entonces. La ironía, así, le funciona para, en una inversión de lo tradicionalmente aceptado, ubicar al opresor, supuestamente civilizado y superior, léase el soldado británico, en la posición del bárbaro, por las prácticas inhumanas que le permiten el dominio de Irlanda y de la India. Y llevando las cosas más lejos, es de suponer que de no ser por esos estrujadores de irlandeses, y la extrema violencia que padecían sus víctimas, las oleadas migratorias de este pueblo a los Estados Unidos hubiesen sido mucho menores.

 

Como cierre del artículo reserva de intento para  sus lectores sorpresa y asombro: los estudiantes inteligentes y locuaces del colegio de Vassar son mujeres, algo inaudito en el entorno patriarcal latinoamericano de la época, y que el cronista comenta admirado. En su opinión, como reiteraría luego en otras obras, el derecho a la instrucción no era exclusivo de los hombres:

 

¡Oh! el día que la mujer no sea frívola ¡cuán venturoso será el hombre! ¡cómo, de mero plato de carnes fragantes, se trocará en urna de espíritu, a que tendrán los hombres puestos siempre los labios ansiosos! ¡Oh! qué día aquel en que la razón no tenga que andar divorciada del amor natural a la hermosura! ¡aquel en que por el dolor de ver vacío el vaso que se imaginó lleno de espíritu, no haya de irse febril y desesperado, en busca de alma bella, de un vaso a otro! ¡Oh qué día, aquel en que no se tenga que desdeñar lo que se ama! marisabidillas secas no han de ser por esto las mujeres; como los hombres que saben no son por el hecho de saber, pepisabidillos. Hágase entre ellas tan común la instrucción, que no se note la que la posea, ni ella misma lo note: y entonces se quedará en casa la fatiga de amor.[4]

 

Obsérvese cómo acuña un neologismo, pepisabidillos, que no se aplicaba al hombre instruido, con lo que  desautoriza el despectivo marisabidilla,[5] asignado a las mujeres. Además, es curioso el modo de compulsar a sus lectores, mayoritariamente hombres, para que favorezcan la instrucción femenina, demostrándoles, en aras de convencerlos ─tarea difícil en nuestras sociedades machistas─, que ellos también se beneficiarían de la misma y que de este modo mejorarían  familia y sociedad. El manejo inteligente de la ironía, así como de los resortes afectivos,  estaba dirigido a transformar las mentalidades y con ello ir preparando el camino a la emancipación firme, total, de nuestros países. No bastaba con la independencia política: el proceso transformador, de descolonización profunda, debía llegar a la cultura, al modo de vida, a la espiritualidad de los individuos, y en ese arduo devenir las estrategias comunicativas apoyadas en el humor, la ironía y sus recursos afines podían resultar extremadamente útiles, sobre todo en el ejercicio periodístico.

 

NOTAS:

[1] Véase de Marlene Vázquez Pérez:https://www.lajiribilla.cu/el-diablo-cojuelo-una-muestra-del-humor-inteligente-de-jose-marti/

[2] JM: “Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos. “ La América, Nueva York,  Obras completas, Edición crítica (En lo adelante OCEC),  t. 19, p. 226-227.

[3] JM: OCEC, t. 19, p. 227.

[4] Ibídem, p. 229.

[5] Aceptado por el Diccionario de la Real academia en su actualización de 2023, incluye un masculino que en mi opinión no se usaba en el siglo XIX, pues de lo contrario Martí no hubiese creado el pepisabidillo.

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