A partir de la elección del 7 de julio algo quedó claro. La ultraderecha no se resignará y no sólo busca llegar al gobierno: también construye poder. Y eso la convierte en una amenaza latente a la supervivencia de la democracia, claro está, no únicamente en Francia.
Daniel Kersffeld / Página12
Hasta hace pocos años, la extrema derecha era considerada como una verdad negada y, en cierta manera, escondida en los sótanos del sistema político francés. Ahora fue derrotada electoralmente por una coalición amplia de izquierdas y de centro. Pero este traspié no significa su debilitamiento: en poco tiempo posiblemente se recomponga y vuelva a disputar el poder. Al fin y al cabo, y desde hace más de un siglo, la ultraderecha forma parte del paisaje político de una Francia convulsionada.
Si bien no existe un año que sirva como hito para la fundación de la ultraderecha, ocurrió en pleno Caso Dreyfus, cuando toda Francia estaba dividida frente a la acusación de espionaje contra un militar de origen judío, desatando así una ola de antisemitismo como nunca hasta entonces se había producido en ese país.
Fue Charles Maurras quien, a partir de 1899, se ocupó de proyectar hacia el futuro a la Acción Francesa, asociación de intelectuales creada un año antes y caracterizada por su nacionalismo extremo; por su rechazo a liberales, republicanos y socialistas; por su odio contra los judíos, a los que consideraba como el principal enemigo a destruir; y por defender el regreso de un gobierno monárquico que, en alianza con la Iglesia, promoviera al catolicismo como religión de Estado.
Pese a las divisiones entre distintas organizaciones, la ultraderecha francesa pudo fortalecerse en medio del auge nacionalista de la Primera Guerra Mundial y del surgimiento del fascismo italiano. Pero la invasión de la Alemania nazi a Francia a partir de mayo de 1940 causaría un cisma entre sus partidarios, cuando una buena parte de ellos convalidó la creación del gobierno títere de Vichy, colaborando incluso con las deportaciones masivas de judíos, comunistas, masones y extranjeros.
Acabada la guerra, la ultraderecha francesa vivió su momento más oscuro. Pero ya para mediados de los años ’50 iniciaría un lento proceso de recuperación, principalmente, gracias al liderazgo del abogado y ex combatiente en las guerras de Indochina, Suez y Argelia, Jean Marie Le Pen.
Luego de participar en varias organizaciones sin mayor incidencia en la política francesa, Le Pen fundó el Frente Nacional en 1972. Con una prédica que propugnaba el regreso a los valores “tradicionales” de los franceses y el odio a los extranjeros, fue en uno de los principales ideólogos del antisemitismo en reivindicar al nazismo y en negar el genocidio contra los judíos.
En las elecciones de 2002, Le Pen obtuvo casi el 17% y se enfrentó en balotaje a Jacques Chirac. Fue el mejor resultado del líder del Frente Nacional y la primera vez que la ultraderecha ganaba plena notoriedad, no sólo en Francia, generando una amplia reacción internacional en su contra.
Pero fue gracias a la visión estratégica de su hija, Marine Le Pen, que la extrema derecha consiguió redefinir sus bordes, convirtiéndose ya en esta última década en un partido “sistémico”, abandonando así su condición de outsider, sin mayores restricciones en su predicamento extremo y por fuera de un establishment que se resistía a admitirlo en su interior.
Tres procesos marcaron esta última etapa en la ultraderecha francesa, siempre con la ambición de borrar un pasado ominoso y de proyectarla como protagonista de una futura era política.
En primer lugar, y en términos estrictamente organizativos, fue de enorme importancia el desplazamiento de Jean Marie le Pen de la dirección partidaria en enero de 2011. Este proceso de cambio (o de “desdemonización”), a cargo de Marine, sería concluido siete años después con la refundación del partido, conocido a partir de 2018 como “Agrupación Nacional”.
En segundo lugar, tuvo lugar una revisión programática por la que la “cuestión judía” fue reemplazada por el el rechazo a la presencia islámica, al calor de la creciente inmigración proveniente de la ex colonias, del norte de África y de Medio Oriente. Por supuesto, la ultraderecha no eliminó de sus contenidos al antisemitismo, que en todos estos años no ha dejado en crecer.
Por último, la extrema derecha logró captar buena parte de los votos de una clase trabajadora en transformación en tiempos en que los “chalecos amarillos” protagonizaban las luchas en las calles, entre 2018 y las cruciales elecciones presidenciales de 2022, cuando Marine Le Pen llegó a disputar el balotaje con el actual mandatario Emmanuel Macron.
Para estas elecciones parlamentarias, la nominación de Jordan Bardella de apenas 28 años, como futuro primer ministro planteaba un nuevo golpe estratégico por parte de una ultraderecha que, a todo o nada, ambiciona con llegar al gobierno en medio de su rechazo a la Unión Europea, a la presencia islámica y, especialmente, a la migración y a los extranjeros en territorio francés.
Pese a su derrota, la inserción de Bardella entre los jóvenes es indiscutible, en buena medida, gracias a una utilización efectiva de las redes sociales, donde sus críticos aseguran que sólo se dedica a vender ilusiones sin plantear cómo llevará adelante sus propuestas. Su juventud y su pose rebelde operaban hasta hoy como su principal capital político.
Desde Charles Maurras a Jordan Bardella ha transcurrido más de un siglo, lo que le ha permitido a la ultraderecha readecuarse a distintos momentos, sin resignar sus características esenciales, nutrida del odio a los diferentes y a las minorías, pero ahora proyectando una imagen de “bestia domesticada” con las que en estas elecciones pretendió seducir a nuevos votantes.
A partir de la elección del 7 de julio algo quedó claro. La ultraderecha no se resignará y no sólo busca llegar al gobierno: también construye poder. Y eso la convierte en una amenaza latente a la supervivencia de la democracia, claro está, no únicamente en Francia.
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