La “igualdad de condiciones” para el diálogo entre Cuba y Estados Unidos: de la ilusión a la realidad.
Roberto M. Yepe / Telegram
Durante una reciente visita a la provincia de Cienfuegos, el presidente cubano Miguel Díaz-Canel afirmó que “estamos dispuestos a dialogar en igualdad de condiciones con el gobierno de los Estados Unidos… sin imposiciones, con respeto y, por supuesto, nada que afecte nuestra soberanía ni nuestra independencia”.
Aunque un gobierno de Trump “recargado” siempre podría sorprendernos, si algo cabe esperar con prudencia y realismo es que su política exterior se base en posiciones de fuerza e imposiciones, sin respetar la soberanía y la independencia de otras naciones, sobre todo las menos poderosas. En ese sentido, los planteamientos del mandatario cubano pudieran representar un reconocimiento anticipado de que las relaciones bilaterales tendrán otros cuatro años sin diálogo y con más de lo mismo, o que eventualmente pudieran evolucionar hacia una situación peor, o mucho peor.
En cualquier caso, la propia noción de demandar al futuro gobierno trumpista una “igualdad de condiciones”, como una especie de requisito para dialogar, parecería una ilusión. Como reconoció el propio Díaz-Canel al comentar el tema, ningún gobierno estadounidense después de 1959 trató a Cuba con respeto por su soberanía y su independencia (mucho menos lo hicieron con la República prerrevolucionaria, dicho sea de paso) y, por tanto, no debería esperarse que un gobierno de Trump 2.0 se comporte de una manera diferente.
Podría argumentarse que el gobierno de Obama, durante su segundo mandato, fue la excepción a esa regla, tanto durante el desarrollo de las negociaciones secretas como en la posterior fase de implementación de los acuerdos anunciados el 17 de diciembre de 2014. Pero incluso la novedosa política de Obama no implicaba renunciar al control sobre los destinos de Cuba, sino todo lo contrario, pero pretendía hacerlo por las buenas, de manera inteligente y civilizada. En otras palabras, procuraba que Cuba volviera al redil hegemónico estadounidense por su propia voluntad.
Por otro lado, tener claridad y consciencia sobre el objetivo estratégico permanente de la política de Estados Unidos hacia Cuba con cualquier presidente (en definitiva, “el gobierno de Estados Unidos es un sistema, no un presidente”, según la frase atribuida a Fidel Castro por Cristina Fernández de Kirchner) no debería impedir el reconocimiento de que un enfoque como el de Obama, o muy similar, sigue representando el mejor escenario posible para Cuba dentro de los límites permisibles en el hipertrofiado “establishement” político-militar de la superpotencia hegemónica, e incentivar su restauración, con inteligencia y por todos los medios posibles, debería ser un objetivo permanente de la política de Cuba hacia el gobierno y la sociedad estadounidenses. La cuestión de si, a partir de una política como la de Obama, Cuba vuelve o no de manera efectiva a la órbita del hegemonismo estadounidense, es algo que, en última instancia, tendrá que ser decidido por los propios cubanos, pero al menos así se evitarían los enormes sufrimientos humanos y daños materiales provocados a los pueblos de Cuba y Estados Unidos por la política adoptada durante el primer gobierno de Trump, mantenida de manera prácticamente intacta y criminal durante el gobierno de Biden.
Los comentarios de Díaz-Canel en Cienfuegos parecen haber tenido como objetivo tranquilizar a un público interno preocupado por los recientes resultados electorales en Estados Unidos. “Era un escenario previsto, era un escenario probable y nos veníamos preparando para ese escenario”, dijo el presidente cubano, sin ofrecer más detalles o profundizar sobre qué implicaciones prácticas podría tener esa preparación para la vida cotidiana de los cubanos de a pie.
La gran interrogante es si los cubanos podrán resistir cuatro años más frente a una política estadounidense como la actual, o incluso peor. La dura realidad es que hoy es muy difícil (por no decir imposible) identificar algún indicador relevante de la situación económica o social de Cuba que muestre un estado superior o mejor a la situación existente hace cinco o diez años atrás. Considérese la decreciente capacidad de generación de electricidad y los consiguientes apagones, las también menguantes producciones de alimentos (como el azúcar, los huevos y la carne de cerdo), el índice general de precios al consumidor, la falta de medicamentos o la tasa de mortalidad infantil, por solo citar algunos de los ejemplos más notables, y el panorama resulta desolador.
La demanda de “igualdad de condiciones” para dialogar con Estados Unidos es un elemento sólidamente arraigado en el discurso de la política exterior cubana. Desde un punto de vista ético, se trata de un planteamiento absolutamente legítimo que responde a una visión esencialmente idealista y legalista (empleo estos vocablos sin ninguna intención peyorativa) de las relaciones internacionales. Lamentablemente, las relaciones internacionales nunca han estado regidas por el principio de la igualdad ni tampoco por la siempre muy precaria legalidad internacional. Al contrario, como tendencia general, los factores decisivos suelen ser la desigualdad y las disparidades de poder entre las naciones (ya sea en términos de “poder duro”, “poder blando”, “poder inteligente” o como quieran llamarle).
Los Estados solo tienen dos caminos para tratar de contrarrestar el “bullying” de vecinos mucho más poderosos. Uno de ellos es establecer alianzas con otras grandes potencias que, por cualquier razón, estén en una posición de enemistad, rivalidad o competencia con respecto al Estado guapetón y acosador, y que a la vez tengan la capacidad, el interés y la disposición de asumir un papel de protectores, benefactores y garantes de la seguridad del Estado víctima más débil. Ese fue el camino seguido por el gobierno cubano durante las tres primeras décadas del proceso revolucionario a partir de 1959, mediante el vínculo con la extinta Unión Soviética, y fue un mecanismo bastante eficaz mientras duró.
La tragedia para Cuba, en la presente coyuntura internacional, es que los dos candidatos con mayores posibilidades de eventualmente asumir tal papel, China y Rusia, no parecen tener ni los recursos de poder suficientes ni el interés ni la voluntad política para hacerlo, más allá de ciertas escaramuzas (que la parte cubana siempre debe agradecer) con un impacto fundamentalmente mediático.
Frente a esta realidad, el único camino disponible para Cuba es su renacimiento y fortalecimiento nacional, a fin de evitar tanto un colapso total endógeno como una agresión militar desde Estados Unidos, o cualquier tipo de combinación entre ambos procesos.
En mi opinión, dicho proceso de renacimiento y fortalecimiento (hace cuatro años, exhorté a una “renovación profunda y acelerada del proyecto nacional cubano” que, a todas luces, nunca sucedió) debe pasar necesariamente por reformas inmediatas, profundas, resueltas, coherentes e integrales, tanto en lo económico como en lo político.
¿Por qué no reconocer de una vez por todas el fracaso del modelo económico estatalizador, centralizador y administrativamente hipertrofiado establecido a partir de la Ofensiva Revolucionaria de 1968, y la necesidad de reconstruir nacionalmente un modelo económico mixto de verdad, con su correspondiente tejido empresarial, en el que convivan de manera racional y sinérgica los actores públicos y privados, en una real igualdad de condiciones, sin tabúes, dogmatismos, campañas y hostigamientos administrativos y mediáticos de naturaleza político-ideológica?
¿Por qué persistir obstinadamente en un sistema político esencialmente neoestalinista, basado, a partir de una especie de derecho divino, en un único partido que de comunista solo parece quedarle el nombre, excluyendo así de la militancia y la participación políticas a muchos otros cubanos patriotas que pudieran no identificarse a sí mismos como comunistas, pero que desean un país mejor, con prosperidad económica y justicia social? ¿Por qué no rediseñar un sistema político ideológicamente plural, en el que los únicos criterios de exclusión estén determinados por la defensa frente al anexionismo político proestadounidense y el capitalismo salvaje y neofascista?
Y antes de que a alguien se le ocurra acusarme de anticomunista, aclaro que este comentario lo ha escrito un convencido marxista librepensador.
¡Todos gritaran, será mejor hundirnos en el mar, que antes traicionar la gloria que se ha vivido!!!
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