“Cada hombre trae en sí el deber de añadir, de domar, de revelar. Son culpables las vidas empleadas en la repetición cómoda de las verdades descubiertas.”
José Martí[1]
Wallerstein sustentaba su afirmación en tres premisas. La primera consistía en que “los sistemas históricos, como todos los sistemas, tienen vidas finitas. Tienen un comienzo, un largo período de desarrollo y, finalmente, mueren, cuando se alejan del equilibrio y alcanzan puntos de bifurcación.” La segunda era que “en esos puntos de bifurcación surgen dos nuevas propiedades: pequeños inputs provocan grandes outputs (mientras que durante el desarrollo normal se produce lo contrario: grandes inputs provocan pequeños outputs) y el resultado de tales bifurcaciones es intrínsecamente indeterminado”. Y la tercera, añadía, era que “el moderno sistema-mundo, como sistema histórico,”
ha entrado en una crisis terminal, y no resulta verosímil que exista dentro de 50 años. Sin embargo, ya que el resultado es incierto, no sabemos si el sistema (o los sistemas) resultante será mejor o peor que el actual, pero sí sabemos que el período de transición será una terrible etapa llena de turbulencias, ya que los riesgos de la transición son muy altos, los resultados inciertos y muy grande la capacidad de pequeños inputs para influir sobre dichos resultados.
A esto solo cabría agregar que atender a tales premisas exige un pensar que privilegie los procesos sobre los eventos. Con ello la comprensión de los límites de nuestra propia época puede ganar en claridad si la situamos en el ciclo histórico más amplio en que transcurren los tiempos en que vivimos.
El ciclo en que andamos es el de la III transición en el desarrollo del moderno sistema mundial. La I tuvo lugar entre 1450 y 1650, en lo que fue de la Edad Media a la Moderna, que incluyó el paso de un mundo organizado en economías y sociedades regionales y subregionales a otro estructurado a partir del primer mercado mundial en la historia de la Humanidad.
Esa transición incluyó además un giro geocultural, que llevó a la Europa Noratlántica - en primer término, y con ella al resto de la Humanidad - a pasar de una visión del mundo centrada en los problemas de la salvación del alma a otra organizada en torno a la acumulación de ganancias. Esto, a su vez, dio lugar a la transición del papel dominante del pensar teológico a la del pensar económico en la organización del saber y del sentido común dominante en nuestras sociedades.
Esa I transición llevó a la organización y desarrollo del mercado mundial como un sistema colonial entre 1650 y 1950. La eficacia del sistema de explotación así organizado explica su larga duración y sus consecuencias de largo alcance en la geopolítica del mercado mundial, expresadas por ejemplo en la persistencia de la colonialidad, la etnicidad y el racismo en las relaciones entre el Sur global y el núcleo Noratlántico del sistema mundial hasta el presente.
La II transición se ubica en la Gran Guerra de 1914-1945, equivalente - mutatis mutandis - a la Guerra de los 30 años que, entre 1618 y 1648, desintegró las bases institucionales de la Edad Media tardía. En ese periodo se hizo evidente, por ejemplo, que no bastaría con una Sociedad de las Naciones (coloniales) para encarar los problemas que emergían a partir de guerras locales - como las de Japón en Manchuria y China -; guerras civiles - como las de China y España -, y del ascenso de los movimientos de liberación nacional en Asia y África, desde la India (que vendría a culminar en 1948) hasta Sudáfrica (que solo aboliría el apartheid en 1994).
Esta II transición culminó con dos iniciativas que llevaron al moderno sistema mundial de su organización colonial de origen a la internacional - interestatal en realidad -, que hoy se ve afectado por la crisis a que se refería Wallerstein. Una fue la conferencia de Bretton Woods, en julio de 1944, que sentó las bases para el mercado mundial dolarizado que aún tenemos. La otra fue la de la conferencia de San Francisco, que entre abril y junio de 1945 dio a la organización política que hizo sistema colonial uno de Naciones Unidas.
Ese cambio tuvo un enorme éxito en ambos planos en un plazo relativamente corto. En su primera fase, el número de Estados (y mercados) nacionales en el sistema mundial pasó de medio centenar a cerca de doscientos. Y quizás debido a la forma en que esto ocurrió, en el curso de una generación – entre 1945 y 1973 - esa organización internacional empezó a verse desbordada por las consecuencias de sus propios logros en problemas de un tipo enteramente nuevo, como la crisis socio-ambiental que padecemos hoy.
Hoy cabría decir que el inicio de una III transición se hizo evidente ante la incapacidad manifiesta del sistema internacional para tomar conciencia de sus propios límites, ante el hecho de que la racionalidad económica de su geocultura se veía cuestionada por la racionalidad ecológica de la crisis a que se refería Laudato Si’.[3] Ese cuestionamiento anunciaba entonces el inicio de una nueva transición geocultural cada vez más cargada de futuro.
Hoy, como anteayer, la dificultad de una solución pasa en primer término por identificar las opciones de futuro que emergen de la propia crisis, que no se reducen a encontrar forma nuevas de hacer sostenible el desarrollo - cada vez más asociado al crecimiento económico sostenido - sino en buscar el camino más adecuado para facilitar la sustentabilidad del desarrollo humano. Así, la necesidad de encarar este tema se corresponde con la de integrarlo a los debates en curso en torno al Antropoceno como marco socio-ambiental de la transición en curso, y al del agotamiento de los mecanismos establecidos por los acuerdos de Bretton Woods para organizar adecuar el mundo a las realidades que emergen de la organización internacional del mercado mundial como la que viene tomando forma en torno a los BRICS.
En ese sentido, la clave mayor de los conflictos de nuestro tiempo está en entender que la globalización no ha consistido en la creación de una nueva estructura del mercado mundial, sino en el proceso de cambio entre una estructura que se agota y otra que empieza a tomar forma. En este sentido, los eventos que caracterizan nuestra coyuntura expresan la fase de descomposición de ese proceso antes que la de superación de la estructura que se desintegra.
De la intensidad histórica de este proceso general da cuenta el hecho de que la organización colonial del sistema mundial abarcó unos 400 años, y su transición a una organización internacional entre 1914 y 1945 abarcó unos 36. Por contraste, esa organización internacional, estructurada en torno a un núcleo Noratlántico, tendió a fragmentarse en cuanto concluyó aquel siglo XX “corto” que, al decir del historiador inglés Eric Hobsbawm, se extendió “desde 1914 hasta el fin de la era soviética” en diciembre de 1991.[4]
El impacto de esa organización internacional sobre el mercado mundial se hizo sentir en la formidable expansión que conoció a partir de la multiplicación del número de Estados y mercados nacionales que surgieron de la desintegración del mercado colonial. Así, por ejemplo, el PIB mundial de 1950 se ubicó en 10 billones de dólares, mientras en 2000 llegó a algo más de 63 billones.[5] En el mismo proceso, la población mundial pasó de 2,500 millones a 6,000 millones, con lo cual el ingreso percápita mundial aumentó de 3,659 dólares a 10,262.[6]
Sin embargo, la estructura resultante de esa transición se va viendo amenazada desde mediados de la década de 1970 con el desarrollo de núcleos económicos de creciente relevancia en el Sur global, como la región del Indo-Pacífico, de economías como las de Brasil y México, y el indudable liderazgo que viene asumiendo China en zonas cada vez más relevantes del mercado mundial. En esas transformaciones se encuentra la principal raíz del antagonismo entre el unipolarismo y el multipolarismo, que hoy recorre todo el sistema mundial.
Lo que resulte de allí puede ser un mercado mundial estructurado multilateralmente, que ofrezca posibilidades más democráticas de organización a las sociedades en la gran tarea de enfrentar la crisis global socio-ambiental, o uno de organización autoritaria que intente subordinar esa tarea a la acumulación ilimitada de capital en los principales núcleos de poder de la estructura unipolar aún vigente. Ir más allá de esas opciones implica crear la posibilidad de otras desde el interior del propio proceso de transición, que desemboquen en lo que aún no tenemos pero ya necesitamos: sociedades prósperas, equitativas, sostenibles y democráticas, que hagan del desarrollo humano su objetivo mayor.
Tales son los tiempos de nuestro tiempo. Y es bueno saberlo, para ir más allá de la comodidad de la verdades descubiertas a que se refería José Martí en las vísperas de la transición del sistema colonial al internacional, tan cercana y tan incierta entonces como la que nos corresponde vivir hoy.
Alto Boquete, Panamá, 10 de junio de 2025
NOTAS
[1] 1975, XIX, 303
[2] Conferencia ofrecida en el Forum 2000: Inquietudes y esperanzas en el umbral del nuevo milenio, Praga, 3 al 6 de septiembre, 1997. Publicada en Iniciativa Socialista, 47, diciembre 1997. https://www.herramienta.com.ar/incertidumbre-y-creatividad
[3] Laudato Si’, parágrafo 105.
[4] Historia del Siglo XX (2012: 7). Crítica, Barcelona.
[5] https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Evoluci%C3%B3n_del_PIB_mundial_en_los_dos_%C3%BAltimos_milenios
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