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martes, 18 de noviembre de 2008

Despertares

OJARASCA - LA JORNADA / (Fotografía de Victor Camacho)
La experiencia liberadora concebida hace un cuarto de siglo en las montañas de la selva Lacandona transformó el mapa mental de los mexicanos y nos despertó del largo sueño que se había convertido en pesadilla: el nacionalismo autoritario de la Revolución Mexicana, que por entonces cedía lugar a lo que luego se llamó neoliberalismo, el sistema económico que hoy cruje, amenazador pero tocado en su médula.
El levantamiento armado del primero de enero de 1994, desenlace de una década en la clandestinidad del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln), reveló al mundo que la lucha por la liberación era posible, así como lo eran nuevas ideas y nuevas formas de resistencia y gobierno.
Pero significó mucho más que eso. Entre los despertares que definen el fin de milenio mexicano, el de los pueblos indígenas es tal vez el único esencial e irreversible. Más, ciertamente, que la pobre democracia rica que, dicen, anda por ahí. En los años noventa despertaron los indígenas. Después de 1994 la “nación” ya no los pudo seguir negando. Cuando México despertó de la modernidad postrevolucionaria, los pueblos “condenados” seguían ahí.
De esto han pasado 15 años. La impronta del zapatismo indígena de Chiapas alcanza hoy a la totalidad de los pueblos originarios del país. Ninguno, sin importar orientación política o religiosa, ha sido indiferente al desafío zapatista, al alcance histórico de los Acuerdos de San Andrés, a la autonomía construida por los mayas del sureste, que constituye hoy, en 2008, la experiencia autogestionaria de gobierno con mayor duración en la historia moderna.
Al demostrarse viables, y propositivas, la resistencia y la autonomía zapatistas resultaron, no una receta, un ejemplo para todos. Para la izquierda alternativa occidental, muy visiblemente. Para la sociedad civil independiente. Y fluyendo en los ríos profundos develados por José María Arguedas y Manuel Scorza, alcanzó al conjunto de los pueblos originarios de América. De los bravos mohawks de Canadá a los indomables mapuche del extremo sur, tribus, naciones y pueblos indios leyeron el mensaje de los rebeldes. Pocas veces explícitos, son innegables los vasos comunicantes entre el ascenso de estos pueblos en Ecuador y Bolivia (y ahora, elocuentemente, en Colombia y Perú) y el levantamiento chiapaneco.
Por lo demás, el zapatismo que no busca el poder es, al igual que los Sin Tierra de Brasil, el movimiento social más significativo del continente en la era global. Su rechazo inaugural al Tratado de Libre Comercio que nos uncía al carruaje del imperio washingtoniano hizo del EZLN, en el discurso y la práctica, la primera movilización antineoliberal a escala planetraria.
Empuñando las armas, y sin dispararlas después de 1994, el EZLN ha hablado, haciéndose oír, y ha sostenido la legitimidad de la autonomía comunitaria en un vasto territorio a pesar del masivo cerco militar que padece. Mediante una guerra empeñada en la paz y la defensa de la soberanía nacional, dio rostro a la dignidad y la grandeza de nuestros pueblos. Si así fueran las otras guerras que infestan la Tierra, otro mundo sería posible: ése donde caben todos los mundos. Su duración y consistencia dan vida a las esperanzas de libertad, justicia y democracia.

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