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sábado, 26 de septiembre de 2009

Centroamérica: terror y resistencia popular

A pesar de que la cultura del terror y la influencia del imperialismo aun gravitan con fuerza en la memoria colectiva y en la geopolítica centroamericana, en los últimos años también asistimos a un despertar de los pueblos, de sus luchas y formas de organización, estimuladas por los procesos revolucionarios y de cambio político-cultural en nuestra América. Hoy, la resistencia del pueblo hondureño va abriendo nuevos caminos.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El mismo día que el presidente Manuel Zelaya sorprendió al mundo con su ingreso a Tegucigalpa, echando por tierra los cálculos políticos de impunidad de los golpistas dirigidos por Roberto Micheletti, el General Romeo Vázquez y sus aliados en el Departamento de Estado y el Comando Sur de los Estados Unidos, el diario La Jornada de México publicó una entrevista a Noam Chomsky (“América Latina es el lugar más estimulante del mundo”, 21-09-2009), en la que el intelectual estadounidense aseguró que “Centroamérica está traumatizada por el terror reaganiano. No es mucho lo que sucede allí. Estados Unidos sigue tolerando el golpe militar en Honduras, aunque es significativo que no lo pueda apoyar abiertamente”.
Chomsky acierta en cuanto le asigna al terror un lugar fundamental en el análisis y la comprensión de la realidad centroamericana. La carga de los soldados y policías hondureños contra hombres y mujeres armados únicamente con su dignidad, demuestra el grado de enajenación de ese aparato ideológico-militar. Entrenados según los principios de la doctrina de seguridad nacional, los militares hondureños ven en sus compatriotas al temible enemigo interno y a los fantasmas del comunismo internacional. En consecuencia, están dispuestos a matar y reprimir sin escrúpulos.
Ahora bien, se trata de una política del terror que antecede a la guerra sucia promovida por el expresidente Reagan y los halcones del Pentágono durante la década de 1980, en Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Sus raíces se hunden en los orígenes mismos del Estado en Centroamérica, hacia mediados del siglo XIX, cuando desde la oligarquía se gestó una cultura de la violencia y un ejercicio arbitrario del poder que pervive en nuestros días, como obstáculo inmenso para la construcción de auténticas democracias.
Allí donde el Estado oligárquico, rendido a los intereses del monopolio y el capital extranjero, no logró subordinar a los sectores campesinos, indígenas y populares a su hegemonía, se impuso el orden a través del terror físico, sicológico y político.
Para comprobarlo, bastaría con repasar la historia de la represión en Centroamérica como forma de dominación y control social ejercido por la oligarquía y el imperialismo, con casos tan representativos como el genocidio de 30.000 campesinos, indígenas y obreros en El Salvador, en 1932; la explotación de los trabajadores bananeros en la costa Atlántica de Honduras, Nicaragua y Costa Rica; la usurpación de tierras indígenas y campesinas por parte de los latifundistas; o el etnocidio y las desapariciones (estimadas en más de 40.000 personas) practicados como política de Estado en Guatemala, durante la guerra de tierra arrasada y contrainsurgencia de finales de la década de 1970 y principios de la de 1980.
Cultura del terror y abuso del poder forman un binomio clave en el desarrollo fragmentado, desigual y excluyente de los países centroamericanos.
Donde discrepamos del argumento de Chomsky es en su afirmación de que aquí, en nuestras sufridas tierras, “no es mucho lo que sucede”. A pesar de que la cultura del terror y la influencia del imperialismo aun gravitan con fuerza en la memoria colectiva y en la geopolítica centroamericana, en los últimos años también asistimos a un despertar de los pueblos, de sus luchas y formas de organización, estimuladas por los procesos revolucionarios y de cambio político-cultural en nuestra América.
Desde el año 2000, las movilizaciones populares contra el ALCA, el Plan Puebla Panamá y el Tratado de Libre Comercio de Centroamérica y EE.UU, se fortalecieron en toda la región. Asimismo, el reciente triunfo electoral del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, en El Salvador, evidencia un cambio importante en la correlación de fuerzas políticas y sociales, que alcanza también a Guatemala y Nicaragua.
Hoy, la resistencia del pueblo hondureño va abriendo nuevos caminos. Su lucha diaria, durante tres meses, contra la represión militar, así como la progresiva radicalización del liberal Manuel Zelaya y su acercamiento a los movimientos populares, campesinos e intelectuales, constituyen un proceso pedagógico y ejemplar, liberador y sumamente estimulante para la unidad de los pueblos centroamericanos.
Precisamente, el decidido apoyo a la democracia en Honduras, al Frente Nacional de Resistencia y al presidente Zelaya, por parte de los gobiernos y organizaciones sociales de Nicaragua, El Salvador, Guatemala y de Costa Rica –más allá del ambiguo papel desempeñado por el presidente Oscar Arias-, constituyen una señal alentadora en una región educada para el aislamiento y la mutua desconfianza.
En una de sus últimas reflexiones, publicada el 24 de setiembre, Fidel Castro explicó que “hemos visto surgir una nueva conciencia en el pueblo hondureño. Toda una legión de luchadores sociales se ha curtido en esa batalla. Zelaya cumplió su promesa de regresar. Tiene derecho a que se le restablezca en el Gobierno y presidir las elecciones. De los combativos movimientos sociales están destacándose nuevos y admirables cuadros, capaces de conducir a ese pueblo por los difíciles caminos que les espera a los pueblos de Nuestra América. Allí se engendra una Revolución”.
Los pueblos asumen el protagonismo de su destino. Hay triunfos y derrotas, pero el terror oligárquico e imperialista va quedando atrás, aunque los golpistas hondureños insistan en volver al pasado.
Definitivamente, algo empieza a ocurrir en Centroamérica.

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