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sábado, 11 de diciembre de 2010

La década democrática y los “letrados artificiales”

Lejos de estar saldada, la batalla entre los hombres –y mujeres- naturales y los letrados artificiales, en la que se decide la forja de sociedades realmente democráticas, tiene en nuestros días más vigencia que nunca.
Andrés Mora Ramírez /AUNA-Costa Rica
(Fotografía: según la encuesta Latinobarómetro, en Venezuela se registra el mayor porcentaje de apoyo ciudadano a la democracia en América Latina).
En la historia de América Latina, la democracia ha sido una excepción férreamente combatida por los poderosos. En naciones que vinieron al mundo –como dijera José Martí- desdeñando lo propio y debatiéndose entre las máscaras y las formas culturales europeas o norteamericanas, y donde “la colonia continuó viviendo en la república” una vez ganada la independencia política de España, lo usual han sido las dictaduras y las represiones, los golpes de Estado y la dominación violenta.
De ahí que no sea un dato menor, por más que le pese reconocerlo a algunos intelectuales, el hecho de que durante la última década los movimientos sociales y los gobiernos progresistas latinoamericanos lograron profundizar las conquistas democráticas en nuestra región, a niveles inéditos en los casi 30 años del llamado proceso de democratización, tras el fin de los regímenes militares y del terrorismo de Estado en Centro y Suramérica.
La emergencia de actores políticos y sociales tradicionalmente marginados y explotados; la llegada al poder, por la vía del sufragio universal y popular, de partidos y movimientos de izquierda y centro-izquierda; el desarrollo de proyectos nacionales progresistas y de base popular, con mayor o menor contenido reformista o revolucionario, según los casos; y la aprobación de nuevas y avanzadas constituciones políticas en Venezuela, Bolivia y Ecuador, son claras e inobjetables pruebas del camino democratizador –inacabado y siempre perfectible- iniciado en nuestros países, y que hace de América Latina, actualmente, uno de los principales “laboratorios” de experiencias sociales en un mundo en el que, desgraciadamente, escasean la creatividad, las utopías y la rebeldía emancipadora.
Los resultados del último estudio de opinión realizado por la organización privada Latinobarómetro, cuyos resultados fueron divulgados a principios de diciembre, confirman lo que las movilizaciones populares han ratificado en toda la región: América Latina culmina en 2010 una década democrática liderada por fuerzas políticas y sociales progresistas. De las más de 20 mil personas entrevistadas, un 61% consideran que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, y los porcentajes de apoyo más altos se registraron en Venezuela (84%), Uruguay (75%), Costa Rica (72%) y Bolivia (69%).
Pero incluso frente a esta realidad contundente, algunos sectores de las sociedades de nuestros países, en particular sus élites dominantes –herederas de las viejas oligarquías-, y una parte de sus intelectuales, insisten en relativizar y ridiculizar las luchas recientes por la democracia y la transformación social.
Un ejemplo de esa relativización la aportan los propios autores del informe Latinobarómetro, quienes se muestran cautelosos –por decir lo menos- frente a sus hallazgos, y califican de “paradojales” los resultados obtenidos en Venezuela, sempiternamente denunciada como antidemocrática, y en Ecuador, donde el apoyo a la democracia pasó de 43% en 2009, a 64% en 2010.
Desde nuestra perspectiva, esa supuesta “paradoja” que ven los investigadores, no es otra sea otra cosa sino la dificultad de conciliar la percepción de los ciudadanos de Venezuela, Ecuador y Bolivia sobre la construcción democrática que tiene lugar en sus países, con la narrativa apocalíptica que difunde el poder mediático hegemónico en torno a los procesos bolivarianos, latinoamericanistas, que se encuentran en curso, y a los que usualmente se representa como anacrónicos, antidemocráticos y amenazantes para el resto de las democracias buenas de la región.
“Seudodemocracias populistas y payasas”, las llamó despectivamente el escritor peruano Mario Vargas Llosa, en su discurso ante la Academia Sueca con motivo de la aceptación del Premio Nobel de Literatura. Allí donde más cruda fue la ofensiva neoliberal y el saqueo consecuente, y donde más debieron resistir y fortalecerse los movimientos populares para revertir las condiciones opresivas a las que se les sometió durante largo tiempo, el intelectual ilustre solo observa un erial, una tierra estéril de pueblos imposibles, que no aceptan el credo neoliberal que él profesa, ni los goces de la modernidad excluyente en los que se solaza.
No sorprende lo de Vargas Llosa. Tampoco el escepticismo de aquellos que hoy se atreven a juzgar con dureza los procesos democratizadores de nuestra América, cuando apenas ayer defendían o guardaban silencio ante el terrorismo de Estado, brindaban por el fin de la historia y cantaban loas a la llegada de las dictaduras tecnocrático-financieras. Esas son las formas en que se expresa la mentalidad colonial –o colonizada-, tan profundamente inserta en la cultura latinoamericana, y que se desliza, cómplice, detrás de los brotes antidemocráticos de la última década: de México a Honduras, de Venezuela a Ecuador, de Bolivia a Argentina.
Lejos de estar saldada, la batalla entre los hombres –y mujeres- naturales y los letrados artificiales, en la que se decide la forja de sociedades realmente democráticas, tiene en nuestros días más vigencia que nunca.

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