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sábado, 8 de octubre de 2011

La ilusión socialdemócrata

La socialdemocracia prometía un futuro siempre mejor para las futuras generaciones, una suerte de elevación permanente del nivel de los ingresos nacionales y familiares. A esto se le llamaba estado de bienestar. Era una ideología que reflejaba la visión de que el capitalismo podía “reformarse” y asumir un rostro más humano. Hoy se ha vuelto una ilusión.

Immanuele Wallerstein / LA JORNADA

La socialdemocracia tuvo su apogeo en el periodo de 1945 a finales de los años sesenta. En ese entonces, representaba una ideología y un movimiento que estaba en favor de utilizar los recursos del Estado para garantizar que hubiera alguna redistribución para la mayoría de la población en varias maneras concretas: la expansión de las instalaciones educativas y de salud; la garantía de niveles de ingreso de por vida mediante programas que apoyaran las necesidades de los grupos sin “empleo con salarios”, particularmente los niños y los ancianos; programas para minimizar el desempleo.

La socialdemocracia prometía un futuro siempre mejor para las futuras generaciones, una suerte de elevación permanente del nivel de los ingresos nacionales y familiares. A esto se le llamaba estado de bienestar. Era una ideología que reflejaba la visión de que el capitalismo podía “reformarse” y asumir un rostro más humano.

Los socialdemócratas fueron más poderosos en Europa occidental, Australia y Nueva Zelanda, Canadá y Estados Unidos (donde se les conocía como demócratas del Nuevo Trato/New Deal). En resumen, su ámbito fueron los acaudalados países del sistema-mundo, aquéllos que constituían lo que podría llamarse un mundo pan-europeo. Eran tan exitosos que sus oponentes de centro-derecha también reivindicaron el concepto de estado de bienestar. Solamente intentaron reducir sus costos y su extensión.

En el resto del mundo, los estados intentaron brincar a esta carreta mediante proyectos de “desarrollo” nacional.

La socialdemocracia fue un programa sumamente exitoso durante este periodo. Lo sostuvieron dos realidades de los tiempos: la increíble expansión de la economía-mundo, que creaba los recursos que hacían posible la redistribución, y la hegemonía de Estados Unidos en el sistema-mundo, que garantizaba la relativa estabilidad de su aplicación y, sobre todo, la ausencia de violencia seria dentro de esta zona de riqueza.

La imagen rosa no duró. Las dos realidades llegaron a su fin. La economía-mundo dejó de expandirse y entró en un prolongado estancamiento, en el que todavía seguimos viviendo. Y Estados Unidos comenzó su larga, aunque lenta decadencia como poder hegemónico. Estas dos nuevas realidades se han acelerado considerablemente en el siglo XXI.

La nueva era que comenzó en los años setenta vio el fin del consenso centrista mundial acerca de las virtudes del estado de bienestar y del “desarrollo” manejado por el Estado. Lo remplazó una nueva ideología, más hacia la derecha, llamada de varias formas, neoliberalismo o del Consenso de Washington, que predicó los méritos de confiar en los mercados más que en los gobiernos. Se decía que este programa se basaba en una supuesta nueva realidad de “globalización” para la cual “no hay alternativa”.

Implementar los programas neoliberales pareció mantener niveles elevados de “crecimiento” en los mercados de valores, pero al mismo tiempo condujo al mundo a escalas crecientes de endeudamiento y desempleo y a más bajos niveles reales de ingreso para la vasta mayoría de las poblaciones. Sin embargo, los partidos que eran los bastiones de los programas de centro-izquierda, o socialdemócratas, se movieron hacia la derecha, sesgando o erosionando su respaldo al estado de bienestar y aceptando que el papel de los gobiernos reformistas tenía que reducirse considerablemente.

Aunque los efectos negativos para la mayoría de la población se sintieron aun dentro del rico mundo paneuropeo, se sintieron mucho más agudamente en el resto del mundo. ¿Qué habrían de hacer sus gobiernos? Comenzaron a sacar ventaja de la relativa decadencia económica y geopolítica de Estados Unidos (y a nivel más amplio del mundo paneuropeo), enfocándose a su propio “desarrollo” nacional. Utilizaron el poder de sus aparatos estatales y sus menores costos generales de producción para volverse naciones “emergentes”. Mientras más de “izquierda” era su discurso y aun su compromiso político, más estuvieron decididos a “desarrollarse”.

¿Funcionará esto para ellos como alguna vez funcionó el mundo paneuropeo del periodo posterior a 1945? No es nada obvio que les funcione, pese a las notables tasas de “crecimiento” de algunos de estos países –en particular el llamado BRIC (Brasil, Rusia, India, China)– en los últimos cinco o diez años. Porque existen algunas serias diferencias entre el estado actual del sistema-mundo y aquél del periodo inmediatamente posterior a 1945.

Primera. Los niveles reales de los costos de producción, pese a los esfuerzos neoliberales por reducirlos, son de hecho considerablemente mayores de lo que eran en el periodo posterior a 1945, y amenazan las posibilidades reales de la acumulación de capital. Esto hace al capitalismo un sistema menos atractivo para los capitalistas, y los más perceptivos de ellos están buscando modos alternativos de garantizar sus privilegios.

Segunda. La capacidad de las naciones emergentes para incrementar a corto plazo su adquisición de riqueza le ha provocado un gran desgaste a la disponibilidad de los recursos –que ya no pueden cubrir sus necesidades. Por tanto, esto ha creado una carrera que crece siempre por adquirir tierras, agua, alimentos y recursos energéticos, lo que no sólo está conduciendo a fieras luchas sino que también está reduciendo la capacidad mundial de los capitalistas para acumular capital.

Tercera. La enorme expansión de la producción capitalista ha creado por fin un serio desgaste de la ecología mundial, a tal punto que el mundo entró en una crisis climática cuyas consecuencias amenazan la calidad de vida de todo el planeta. También ha promovido un movimiento en pos de reconsiderar fundamentalmente las virtudes del “crecimiento” y el “desarrollo”, como objetivos económicos. Esta demanda creciente de una perspectiva “civilizatoria” diferente es lo que se está llamando movimiento en pro de un “buen vivir” en América Latina.

Cuarta. Las demandas de los grupos subordinados en pro de un grado real de participación en los procesos de toma de decisiones en el mundo, han llegado a dirigirse ya no sólo a los “capitalistas” sino también a los gobiernos “de izquierda” que promueven el “desarrollo” nacional.

Quinta. La combinación de todos estos factores, más la decadencia visible de la otrora potencia hegemónica, ha creado un clima de fluctuaciones constantes y radicales tanto en la economía-mundo como en la situación geopolítica, lo que tiene el resultado de paralizar a los empresarios y a los gobiernos del mundo. El grado de incertidumbre –no sólo la de largo plazo sino una de muy corto plazo– ha escalado marcadamente, y con ésta, el nivel real de violencia.

La solución socialdemócrata se ha vuelto una ilusión. La cuestión es lo que remplazará para la vasta mayoría de las poblaciones del mundo.

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