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sábado, 2 de junio de 2012

“Hay que priorizar la construcción de una contrahegemonía cultural”

En esta entrevista concedida a la revista argentina Debate, Nils Castro, escritor y diplomático panameño, plantea los avances, las limitaciones y los desafíos de la izquierda latinoamericana.

Manuel Barrientos / Debate

El escritor panameño Nils Castro
"Mientras el papel de las derechas es reproducir el pasado, el de las izquierdas es producir el futuro", escribe el escritor y diplomático panameño Nils Castro en su nuevo libro, Las izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear, editado por la Universidad de San Martín y que cuenta con prólogos de Marco Aurélio Garcia -asesor especial en política exterior de la presidenta brasileña Dilma Rousseff- y del ex canciller argentino Jorge Taiana.

En su visita a la ciudad de Buenos Aires, Castro recibe a Debate en un hotel céntrico y se brinda a una larga charla en la que traza los rasgos comunes que tienen las presidencias de perfil de centroizquierda o progresista que gobiernan la mayoría de los países latinoamericanos, evalúa sus límites (“llegaron al gobierno pero no al poder”, advierte) y analiza las asignaturas que aún están pendientes, luego de casi tres décadas del retorno de la democracia y de las experiencias neoliberales que atravesaron a toda la región.

América Latina ofrece un panorama impensado en la década del noventa, con mayoría de presidencias de izquierda o progresistas. Más allá de las particularidades de cada caso, ¿qué rasgos comunes pueden encontrarse entre estos gobiernos?

En los ochenta y los noventa padecimos la oleada neoliberal, que tuvo costos altísimos en materia de empleo, de salarios, de seguridad social. Y los ciudadanos votaron en contra de todos los liderazgos y partidos que habían sostenido y administrado ese proceso. Así que estas izquierdas progresistas llegan al gobierno no tanto porque vienen ofreciendo un proyecto nuevo, como sucedía en los sesenta o setenta, sino como una reacción de repudio social a lo existente. Por tanto, son gobiernos que vienen a reparar un desastre producido en los veinte o treinta años anteriores y ofrecen a la sociedad una agenda de reparación de desastres, más que de transformación. Pero este fenómeno provoca distintos efectos.

¿Cuáles serían?

Por un lado, estos gobiernos coinciden en la necesidad de incrementar la solidaridad y la integración latinoamericana, y han fortalecido el Mercosur y crearon la Unasur y la Celac. Se fortaleció el papel de América Latina como bloque en el plano internacional, rescatando cuotas de soberanía y autodeterminación, sacrificadas también durante los años anteriores. Y se dan en coincidencia con el hecho de que ha mermado la soberanía estadounidense, sea en el plano militar, político, económico o estratégico. Ahora el tema es si -más allá de esta primera etapa de reparación de errores y daños pasados-, la izquierda logrará generar un proyecto estratégico que trascienda este período y se oriente hacia las metas históricas de la izquierda. Es decir, una transformación social en favor de la igualdad y del derecho a la ciudadanía. Y esa agenda de más largo plazo hoy no parece existir.

¿Por qué no se ha logrado establecer esa agenda?

En los ochenta no sólo se desplegó la ofensiva neoconservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, sino que también se dio el desmoronamiento del llamado bloque del socialismo real y los proyectos guerrilleros no tuvieron éxito en la mayoría de los países latinoamericanos. Así que para los años noventa, teníamos un desastre social, una pérdida de referentes y un estado de desorientación de la izquierda. A partir del actual siglo, se observa una presencia creciente de gobiernos progresistas. Al repudiar lo existente, los electores apelan a elegir a figuras que vienen de la izquierda, pero que ya no tienen esos proyectos rupturistas de alta densidad de los años sesenta y setenta, sino que llegan con proyectos alternativos de baja tensión, dando la seguridad de que se preservarán las normas democráticas, de que serán prudentes, de que no habrá hiperinflación. Y este esquema avanzó bien, pero la preocupación del libro es qué va a pasar después, porque la derecha se va a recomponer, porque no ha sido derrotada, sino que sólo fue vencida en algunas elecciones.

¿Por qué avizora un reposicionamiento de la derecha?

Porque conservan su capital, sus recursos financieros, sus muy poderosos recursos mediáticos. Así que tienen los recursos necesarios para recomponer su imagen y su discurso, para crearse nuevos mitos, como los que generaron Sebastián Piñera en Chile o Ricardo Martinelli en Panamá. Me refiero a esa idea de que no son “políticos”, sino empresarios exitosos; y que, como son ricos, no necesitan robar. Un mito que señala que son buenos administradores de empresas y que, por tanto, van a hacer lo mismo con el Estado. A poco de estar tres años en el gobierno, quedó demostrado que son mitos falsos. Pero la derecha se recompondrá y nosotros, desde las izquierdas, debemos ser capaces de superarla, aunque no tengamos sus mismos recursos mediáticos ni financieros. Debemos hacer ejercicio de nuestra capacidad de innovación, de imaginación, y refrescar nuestros lenguajes y nuestras propuestas.

Usted plantea que estos gobiernos progresistas lograron grandes avances en la lucha contra la pobreza y el hambre, pero que encuentran obstáculos a la hora de generar mecanismos más igualitarios de distribución del ingreso. ¿A qué se debe esta dificultad? ¿Qué nuevos instrumentos se requieren?

Son gobiernos con grandes limitaciones. Y parte de esas limitaciones son que no existe un proyecto estratégico, o de que recién existen atisbos de un proyecto. Pero otro problema es que estos gobiernos fueron electos dentro de un sistema político y electoral ya existente, con una democracia que tiene restricciones importantes. En muchos países, provienen de procesos de negociación con los militares o las oligarquías. Entonces, se llega al gobierno dentro de un marco que está acotado por estas circunstancias. Lula da Silva o Dilma Rousseff, por ejemplo, hicieron elecciones gigantescas, pero no poseen mayoría parlamentaria, tienen a la Corte Suprema en contra y no gobiernan la mayoría de los Estados o los municipios. Por tanto, están sujetos a una perpetua negociación con los partidos del centro y la derecha para ir sacando adelante cada proyecto de ley, que luego quedan mutilados por esa propia negociación. Es decir, llegan al gobierno pero no llegan al poder. De todas formas, hubo diferentes formas de acceder al gobierno y eso ha marcado también los desenvolvimientos posteriores.

¿Qué marcas establecen esas divergencias en el punto de partida?

En algunos casos, la situación social era tan escabrosa y las reacciones populares fueron tan fuertes, que hubo sublevaciones urbanas que derrocaron gobiernos, pero que no necesariamente estaban en condiciones de reponer el régimen existente por otro distinto. Al grito del “Que se vayan todos” se echó a un gobierno, pero no existían los recursos de cultura política adecuados para satisfacer ese clamor popular. Entonces, el sistema sigue siendo el mismo, aunque permitió la llegada de gobiernos de corte progresista. En cambio, en otros lugares, como Venezuela, Bolivia, Ecuador, la convulsión fue tan grande que permitió procesos constituyentes que remataron en una reforma del Estado. Allí esos gobiernos pueden ser más radicales en la reconstrucción social, porque se doblegó el sistema político tradicional. Y en otros países, como Brasil, Uruguay, Chile, el sistema político quedó intacto y deben gobernar dentro de esos márgenes. En ese sentido, se debe analizar cuál es la cultura política vigente en cada país, y no me refiero sólo a qué piensan los intelectuales sobre la política, sino a las emociones y las reacciones de la gente frente a las fuerzas políticas, a sus maneras de votar.

Usted indica que esa “batalla cultural” está aún lejos de ser ganada por esas fuerzas de izquierda.

Hay una cultura política que tiene una fuerza inercial antigua pero muy importante que conduce los comportamientos de los electores. Probablemente, éstos quieran una sociedad más igualitaria, más equitativa, más justa, pero aún conservan mucho temor a los radicalismos, o a ciertos efectos perversos como la hiperinflación, y no quieren volver a pasar sustos o sobresaltos de esa naturaleza. Entonces, eso muestra que hay una batalla cultural que aún se debe dar para poder reformar el sistema político y fijar un nuevo proyecto. Y ésa es una de las tesis del libro: en la etapa que viene hay que priorizar el trabajo de construcción de contrahegemonía cultural, como la denominaba Antonio Gramsci. Para eso, tenemos que discutir e ir abriendo otras opciones de creación de propuestas. Se necesita un proyecto de coherencia, que presente similitudes en los países vecinos para poder seguir actuando en bloque. Pero no se puede avanzar sólo con críticas; hay que avanzar con propuestas que convenzan a la gente y que sean comunicadas de forma persuasiva.

En las últimas décadas surgieron nuevos actores políticos y movimientos sociales que, en algunos casos, han tenido relaciones tensas con estos gobiernos progresistas. ¿Cómo se construyen canales de diálogos entre todos esos sectores?

Nadie construye un nuevo proyecto a solas, desde un panorama de sectarismos. Hay que empezar por tender puentes y comunicarse con las otras corrientes progresistas o de izquierdas. Si hay cosas en las que no nos entendemos, no dependamos de ellas y actuemos en cooperación en aquellos temas en los que sí nos comprendemos. Hay que volver a ampliar el diálogo, porque estos esfuerzos para la construcción de proyectos estratégicos deben ser entre muchas corrientes y no se pueden dar con base en la hegemonía de ninguna de ellas. También hay que empeñarse en el diálogo con las generaciones más jóvenes. Uno de los problemas que arrastramos desde los setenta es que los intelectuales escribimos los unos para los otros, en una especie de circuito cerrado en el que tal vez se producen buenas ideas, pero que resulta críptico para quienes no están iniciados.

Uno de los dilemas en el que están absortos estos gobiernos es que no sólo gobiernan con los sistemas políticos previos sino también bajo los sistemas económicos establecidos por las dictaduras, con industrias extractivas o esquemas de reprimarización. ¿Cómo se resuelva esa paradoja?

Es un problema grande, y está vinculado con la falta de un proyecto alternativo. En el plano académico, el neoliberalismo está desacreditado, tanto por sus propias deficiencias teóricas como por las ostensibles catástrofes ocurridas. Sin embargo, las reglas básicas del comportamiento económico internacional están vigentes, como el extractivismo o los commodities. Es decir, la forma en la que el neoliberalismo organizó la globalización actual. Y de eso no hemos salido. Si bien ahora hay gobiernos progresistas en algunos Estados-nación, la red internacional sigue administrada por las grandes corporaciones transnacionales. Y está intacta. Por tanto, cada gobierno progresista es prisionero de ese contexto global. Todavía falta una acción por desempeñar como bloque para cambiar esas reglas de juego a nivel global. Por eso es importante consolidar la Unasur o crear la Celac, porque hay una gran batalla para dar. Aunque Estados Unidos y Francia estén debilitados, pero no tanto Alemania, siguen dirigiendo el juego. Se trata de un aspecto deficitario, porque hoy no basta con tener éxito en los procesos nacionales, hay que lograr democratizar el sistema de Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad. Y estamos lejos de eso.

Uno de los aspectos más valiosos del libro es la recuperación de la idea de futuro para la izquierda. ¿Cómo se avanza en la construcción de ese relato colectivo?

El fracaso de la Unión Soviética y la falta de éxito de los proyectos guerrilleros nos dejaron con la psicología de que el papel de las izquierdas frente a esa ofensiva abrumadora de la derecha era sólo el de la resistencia. Y algún día tenemos que salir de la trinchera y empezar a ganar terreno. Estamos ante esta oportunidad. Hay que restablecer esperanzas y optimismos, porque el rol de la izquierda es cambiar las condiciones existentes, transformar la realidad. Para eso se requiere imaginación, exploración, creación e innovación. Pero es, también, una incursión en un mundo de mucha incertidumbre y de mucho riesgo.

¿Por qué?

Cuando uno propone una manera de cambiar las cosas, está apostando a algo que no existe y que puede o no resultar. Es un mundo plagado de preguntas. En cambio, la derecha maneja todas las respuestas y sabe lo que quiere, porque ya lo tiene. Sólo necesita reproducirlas. Tal vez requiera de aggiornamientos, pero no deja de ser siempre más de lo mismo; son cambios gatopardistas, sin riesgos. Pero ahora sabemos que uno de los problemas graves es dar sustentabilidad a ese proyecto, porque no basta con tomar el cielo por asalto. Hay que lograr que la gente lo quiera sostener y que viva mejor económicamente. Siempre recuerdo que, no hace muchos años, le pregunté a un dirigente chino si lo que estaban haciendo no era, en realidad, una restauración capitalista. Y él me respondió: “En los últimos veinte años, trescientos millones de chinos salieron de la pobreza. ¿No era para eso que queríamos hacer la revolución?”. Es decir, si el proyecto no reivindica la calidad de vida de la gente, aunque logre conservar el poder, no será exitoso. Tiene que realizar los sueños del pueblo, no los sueños de los dirigentes.

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