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sábado, 2 de junio de 2012

Chile, terremoto y crisis orgánica

Las protestas que recorren el territorio, y que encuentran su núcleo central en el movimiento estudiantil, exigen algo muy distinto, que la clase política no puede resolver: modificar el modelo económico y el orden político.

Roberto Pizarro / Página12

Las protestas en Chile desnudan la crisis
del sistema político y la sociedad neoliberal.
La clase política chilena ha dejado de representar a la ciudadanía. No responde a sus demandas. En educación es manifiesto, pero también lo es en salud, en asuntos medioambientales y regionales, en las exigencias de un transporte público decente, en la precariedad del empleo o en el abuso a los consumidores acosados por créditos usureros. Mientras la sociedad extiende sus protestas, la clase política se repliega en su propio campo. Su interés se reduce a mantenerse en el poder a cualquier costo. La polémica en torno de las responsabilidades por la tragedia del terremoto–tsunami es la más reciente prueba de ello.

El rechazo al gobierno y a la oposición que muestran las encuestas de opinión nunca se había visto en Chile. En su desesperación, el gobierno despliega esfuerzos por eludir las demandas ciudadanas, colocando en la palestra pública a la ex presidenta Bachelet como responsable de las ineptitudes que ocurrieron durante el terremoto-tsunami, que resultaron en la muerte de centenares de chilenos. Por su parte, la Concertación, también descalificada por la opinión pública, cierra filas para defenderla ciegamente, no aceptando crítica alguna, habida cuenta de que aparece como su única alternativa para recuperar el gobierno en el 2014.

Las crecientes protestas no tienen un carácter contingente. No constituyen sólo un ataque a la forma de gobernar de Piñera. El cuestionamiento desafía, en realidad, el orden existente. Es la insatisfacción con un modelo económico caracterizado por manifiestas desigualdades y abusos; y es, al mismo tiempo, el descontento con un régimen político que restringe la participación de las mayorías. El modelo económico y político lo instauró la derecha, y lo consagró en la Constitución del ’80, pero la Concertación lo administró con complacencia, conservando su esencia oligárquica.
Con el terremoto, los éxitos macroeconómicos, la potencia exportadora y el consumismo en los malls abrieron paso a la muerte, la destrucción de carreteras, viviendas, escuelas y hospitales. Gobierno, fuerzas armadas, la clase política y el sector privado se revelaron completamente inútiles en la hora de la verdad. Vale decir, cuando se requería proteger a los ciudadanos, alimentar y entregar un techo a los afectados. El Estado, minimizado por el neoliberalismo y el sector privado, sólo eficiente para maximizar sus ganancias, fracasaron rotundamente.

Cuando Ricardo Lagos era presidente, en su afán de aparecer republicano, nos repetía una y otra vez: “Hay que dejar que las instituciones funcionen”. No se interesó en cambiarlas por temor a los poderosos. Su error quedó de manifiesto en el terremoto. Las instituciones fracasaron rotundamente. El Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada (SHOA) de la Marina no fue capaz de anunciar el tsunami. La Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior (Onemi) tenía teléfonos satelitales guardados en bodega y no contaba con alimentos, techo y abrigo suficientes para los damnificados. Por otra parte, el derrumbe de la telefonía fija, móvil y la mismísima Internet desmintieron el mito que los servicios públicos privados eran más eficientes que a cargo del Estado. Los partidos políticos brillaron por su ausencia, desligados desde hace tiempo de las organizaciones sociales.

Más allá de la sorprendente perplejidad e incapacidad que mostraron las autoridades del gobierno de Bachelet a la hora del sismo, quedó en evidencia un Estado con instituciones ineficientes, con un sistema económico que sólo protege a los poderosos y es incapaz de defender a los débiles. En suma, son las instituciones las que no funcionan, y no sólo en el ámbito de la planificación y protección indispensables frente a una catástrofe, sino en los más variados aspectos de la sociedad chilena.

La polémica que se reproduce a dos años de la catástrofe constituye una muestra del vacío existente entre la clase política y la ciudadanía. Gobierno y oposición, derecha y Concertación, intentan utilizar la tragedia en su propio beneficio. Protegiendo su propio campo, defendiendo sus propios intereses. Unos, por la incapacidad que tuvo el gobierno de Bachelet al no anunciar el tsunami; los otros, deslindando sus responsabilidades y atribuyéndoselas exclusivamente a los organismos técnicos correspondientes, vale decir Onemi y SHOA.

La sociedad chilena se da cuenta de que en esta polémica los políticos están haciendo un juego propio para recuperar posiciones que han perdido por su incapacidad para representar las demandas ciudadanas. Esta disputa es ajena a la sociedad civil. Las protestas que recorren el territorio, y que encuentran su núcleo central en el movimiento estudiantil, exigen algo muy distinto, que la clase política no puede resolver: modificar el modelo económico y el orden político. El sistema ha entrado en un período de crisis orgánica y sólo los movimientos sociales que lo desafían podrán reconstruir el Estado y sus instituciones.

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