Las diversas
expresiones de conflictividad social, cultural y económica centroamericanas,
rebasaron las expectativas de cambio de los pacificadores de la década de 1980
y, desgraciadamente, también ampliaron las condiciones de injusticia, desigualdad e impunidad en nuestros países.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La impunidad y el militarismo siguen presentes en Centroamérica en tiempos de "paz". |
Con marcados
desencuentros entre los gobiernos; con fantasmas del pasado militar y golpista
acechando a democracias frágiles e incompletas; y con una alta dosis de
desesperanza ciudadana por el presente y el futuro de la región, Centroamérica
recordó los 25 años de la firma del Acuerdo de Esquipulas II (un 7 de agosto de
1987), documento que sentó las bases definitivas para la negociación del
proceso de paz.
Tanto este acuerdo,
como los que le sucedieron a nivel regional y nacional hasta mediados de la
década de 1990, sirvieron fundamentalmente para detener una guerra de amplio
espectro que conducía a nuestras sociedades hacia lo que bien caracterizó la
Comisión de la Verdad de El Salvador como el “paroxismo de la locura”: en
efecto, entre las décadas de 1960 y
1990, cientos de miles de centroamericanos y centroamericanas murieron y
desaparecieron en guerras civiles, revoluciones
y, también, en contrarrevoluciones imperialistas. Distintas fuentes
registran más de 250 mil víctimas en Guatemala, más de 150 mil en Nicaragua y
más de 75 mil en El Salvador.
En el balance de este
cuarto de siglo, es necesario decir que, si por un lado, la declaración de
Esquipulas II abrió el camino hacia la paz, entendida como ausencia de
conflicto armado, y permitió avances relativos en materia de crecimiento
económico, desarrollo material y conquistas en el ámbito de la participación
política electoral (dos movimientos de liberación nacional llegaran al poder
por la vía de las urnas en Nicaragua y El Salvador); por otro lado, también
enfrentó a la región a nuevos escenarios donde los complejos problemas –históricos,
estructurales- que desataron la conflagración, debían ser resueltos ahora por
medio del diálogo, la inclusión, el respeto a los derechos humanos y las
políticas públicas. Sin embargo, las diversas expresiones de conflictividad
social, cultural y económica centroamericanas, rebasaron las expectativas de
cambio de los pacificadores de la década de 1980 y, desgraciadamente, también
ampliaron las condiciones de injusticia y
desigualdad en nuestros países.
Se depusieron las
armas, sí, pero la guerra continuó por otros medios: en la impunidad por los
delitos de lesa humanidad cometidos durante el conflicto armado y por el
terrorismo de Estado; en la acumulación de riquezas en unos pocos y
privilegiados sectores de población, lo que al mismo tiempo profundiza la
desigualdad y condena a la pobreza a casi el 50% de los centroamericanos; en
los deficitarios indicadores del desarrollo humano, que limitan las
posibilidades de alcanzar una vida mejor para los ciudadanos de la región; en
la conformación de grandes grupos económicos que pervierten la democracia y someten a sus intereses a los representantes
del poder político electos por el voto popular; en la sombra de muerte del
crimen organizado y la violencia social que hacen de Centroamérica la región
“en paz” más violenta del mundo; en la persistente presencia del imperialismo,
que afirma su dominación sembrando nuevas bases y contingentes militares (¿para
combatir a cuál enemigo?); en la depredación ambiental –guerra contra la
naturaleza- producto de los patrones históricos de desarrollo dominantes, que
hacen de Centroamérica una de las regiones más vulnerables al cambio climático;
en los sempiternos conflictos entre la clase política nicaraguense y
costarricense; en la sombra de la derecha desestabilizadora en El Salvador; en el
regreso de la derecha militar –ahora por las urnas- al poder en Guatemala…
Y por sobre todo esto,
persiste la guerra –el afán de anulación de los
otros- en el pensamiento y la práctica política de las élites
centroamericanas, y en los objetivos geopolíticos de los poderes extranjeros,
que mantienen cerrados los caminos de la auténtica democratización en nuestros
pueblos.
Lo vimos durante el
golpe de Estado en Honduras en 2009, cuando la sola posibilidad de abrir
espacios de democracia directa y el acercamiento a otros procesos
latinoamericanos (la iniciativa ALBA), desató los temores de la oligarquía
local y los militares. Y lo vimos también esta semana, en las declaraciones dadas por el
expresidente de Costa Rica, Oscar Arias, y por el ex Subrsecretario de Estado
norteamericano, Bernard Aronson, sobre el estado de la democracia
a 25 años de los acuerdos de Esquipulas: para Arias, hay retrocesos
democráticos “no solo en Centroamérica, sino también en América del Sur.
Venezuela retrocedió, Bolivia, Ecuador también, Nicaragua sin duda
alguna”. Aronson, por su parte, en la
misma matriz discursiva, aseguró que hay una nueva amenaza en la región: lo que él define como democracia autoritaria de líderes como
Hugo Chávez y Daniel Ortega. “Hay un cierto temor de los países democráticos de
afrontar esta nueva amenaza”, dijo el exfuncionario, como reclamando una
intervención contra esos gobiernos.
Estos dos ejemplos
retratan una problemática de nuestras sociedades en el siglo XXI, pero que
tiene raíces profundas en los procesos de conformación de las naciones
centroamericanas: la de la hegemonía de una cultura política que ahoga el
pluralismo ideológico y las posibilidades reales de democratización, bajo el
peso de un “anticomunismo” enfermizo.
Quizás este sea uno de
los principales obstáculos para avanzar, de un modo más claro y consiste, hacia
ese objetivo mayor que se propuso al final de la guerra: constituir a
Centroamérica en una región de paz, libertad, democracia y desarrollo.
Excelente la reflexion, no se puede explicar mejor lo que ha ocurrido en estos 25 años.
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