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sábado, 29 de septiembre de 2012

Neoliberalismo, pobreza y hambre en España

Son las 10 y media de la noche, los contenedores de basura de los supermercados son trasportados de los hangares a la calle, esperan decenas de personas. Miran con ojos expectantes; en su interior está su única comida del día. De forma ordenada y sin precipitarse, con educación, rebuscan en su interior. El neoliberalismo en España y sus responsables políticos han destapado el hedor de su vergüenza.

Marcos Roitman Rosenmann / LA JORNADA

Un hombre busca comida en un contenedor de basura en
España. La imagen, publicada por The New York Times,
es el retrato de la crisis española y del neoliberalismo.
Las 10 de la noche es la hora habitual de cierre de los supermercados. Mientras las cajeras hacen cuentas, otros empleados pasan revista a los productos que deben ser retirados. Alimentos a punto de caducar y aquellos que, por su deterioro, pierden valor de cambio. Dichas piezas no son destruidas: se entregan a instituciones de beneficencia, bancos de alimentos, albergues o comedores populares. Conceptualizadas como donaciones, constituyen una fuente de abastecimiento de ONG. En España esta actividad nunca desapareció, aunque en los años 60 del siglo pasado fue perdiendo peso. Se constituyó en un aspecto residual que afectaba, mayoritariamente, a quienes, voluntariamente, decidían vivir como vagabundos. Visibles para los servicios sociales y entidades caritativas, no representaban un problema social ni político. La imagen tradicional del vagabundo se completaba con alcohólicos, perturbados mentales y una minoría de excluidos. Personas mayores, solitarias, que pernoctaban en albergues municipales. Sin embargo, era infrecuente verlos en las calles o pidiendo limosna. Se ubicaban en las iglesias y en horario de misa. Por caridad cristiana.

A finales del siglo XX, la realidad dio un vuelco. La pobreza urbana no era consecuencia del desajuste estructural de una sociedad que carecía de bienes y servicios o sufría las consecuencias de la migración campo-ciudad. Quienes demandaban servicios sociales de beneficencia eran un sector más heterogéneo. Se incorporaron jóvenes drogadictos, parados de larga duración y una población emigrante, apodada como rumanos gitanos. En los semáforos más congestionados de las grandes ciudades surgían actividades limosneras impensables. Limpiaparabrisas, vendedores de pañuelos, aparcacoches. Más adelante se incorporaron discapacitados físicos, madres con hijos en brazos y menores de edad. A medida que proliferaban, se les achacó ser responsables del aumento de la inseguridad ciudadana. Represión, traslado al extrarradio y cárcel, fue la respuesta. Las Olimpiadas de Barcelona y la Expo Universal de Sevilla en 1992 consagraron la acción represiva. El crecimiento de la marginalidad se definió como un fenómeno pasajero, producto de la inmigración ilegal, de los sin papeles y la drogadicción. En definitiva, pura coyuntura. Ajustar y aplicar leyes restrictivas a la inmigración fue la solución. España era un país pujante, con su economía en crecimiento; no había razón para alarmarse.

Por contraste, los informes socioeconómicos señalaban una realidad diferente. En la última década del siglo XX el paro, la privatización y el cierre de servicios sociales hablaban de un aumento en el número de hogares donde la pobreza crecía y se tornaba crónica. La desigualdad aumentaba, afectando directamente a los hogares cuya renta básica bordaba los límites de la exclusión. Las familias más vulnerables presentaban un cuadro alarmante. Apenas podían hacer frente a las hipotecas. Con sueldos que perdían poder adquisitivo y los efectos de las primeras reformas laborales, se entraba en un callejón sin salida. El neoliberalismo sólo producía desigualdad, pobreza, exclusión y abría la puerta al jinete apocalíptico del hambre. Y lo más sangrante, la pobreza infantil hacía su aparición. El trabajo basura a tiempo parcial agravó la pobreza en las clases populares, y el ingreso de España al euro fue la puntilla. El reajuste generó una inflación encubierta y el nacimiento del sector social llamado mileuristas. Salario insuficiente para cubrir alimentación, vestimenta, casa, educación y ocio. Fue el comienzo del fin de la sociedad de las clases medias y la pauperización de las clases populares.

Para encubrir los resultados de una política de exclusión y miseria se potenció el acceso al crédito como forma de mantener el consumo. El endeudamiento familiar creció exponencialmente. Nadie sin tarjeta de crédito. Se ampliaron los plazos de hipotecas de 20 a 40 años, la burbuja inmobiliaria llegaba a su cenit. El paro se mantenía en límites tolerables, y tan contentos. Las luces rojas llevaban encendidas mucho tiempo, pero los responsables políticos de turno, PP o PSOE, atribuyeron su encendido a un fallo en el tablero de mando. El siglo XXI se inició con un España va bien e irá mejor.

El hambre no estaba en el horizonte. Pocos pensaban en ver decenas de personas acudiendo día tras día a los contenedores de basura para abastecerse y comer aquello que los supermercados consideran imposible reciclar, ni siquiera donar. Me refiero a los lácteos caducados, frutas pasadas, verduras pochas, pan rancio, carnes donde son visibles las familias bacterianas y los pescados malolientes.

Ya no se trata de vagabundos. Los visitantes habituales de los contenedores son padres de familia que han perdido el empleo, la casa, jubilados con pensiones escuálidas e inmigrantes que han perdido todo. Algunos viven en albergues, otros en sus coches y algunos en las plazas y bajo los puentes. Ahora bien, dado que no es de buen gusto ver a ciudadanos despojados de sus derechos acudir a surtirse en la basura y proyectan una mala imagen, algunos ayuntamiento han tomado cartas en el asunto. Girona, gobernado por CiU, ha puesto en funcionamiento una norma que obliga a los supermercados a cerrar con candado sus contenedores, para evitar que sean asaltados, y de paso como medida de sanidad pública. A cambio, con los alimentos caducados sus servicios sociales harán un cesta de urgencia para muertos de hambre.

El asalto a supermercados en Andalucía se extiende por España. Hay hambre, no hay empleo y el trabajo precario no es la solución. Las acciones del Sindicato Andaluz de Trabajadores, del cual el alcalde de Marinaleda, Juan Manuel Sánchez Gordillo, es afiliado, apropiándose de comida para repartirla entre familias que no pueden hacer frente a la alimentación de sus hijos, pone el problema en la agenda política y enfatiza la hipocresía de una elite política que pide la inhabilitación, juicio y cárcel para Sánchez Gordillo. Otra vez, matar al mensajero. ¿No sería mejor tomar nota y cambiar de política?

Son las 10 y media de la noche, los contenedores de basura de los supermercados son trasportados de los hangares a la calle, esperan decenas de personas. Miran con ojos expectantes; en su interior está su única comida del día. De forma ordenada y sin precipitarse, con educación, rebuscan en su interior. El neoliberalismo en España y sus responsables políticos han destapado el hedor de su vergüenza.

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