Son las 10 y media de la
noche, los contenedores de basura de los supermercados son trasportados de los
hangares a la calle, esperan decenas de personas. Miran con ojos expectantes;
en su interior está su única comida del día. De forma ordenada y sin
precipitarse, con educación, rebuscan en su interior. El neoliberalismo en
España y sus responsables políticos han destapado el hedor de su vergüenza.
Marcos Roitman Rosenmann / LA JORNADA
Un hombre busca comida en un contenedor de basura en España. La imagen, publicada por The New York Times, es el retrato de la crisis española y del neoliberalismo. |
Las 10 de la noche es la
hora habitual de cierre de los supermercados. Mientras las cajeras hacen
cuentas, otros empleados pasan revista a los productos que deben ser retirados.
Alimentos a punto de caducar y aquellos que, por su deterioro, pierden valor de
cambio. Dichas piezas no son destruidas: se entregan a instituciones de
beneficencia, bancos de alimentos, albergues o comedores populares.
Conceptualizadas como donaciones, constituyen una fuente de abastecimiento de
ONG. En España esta actividad nunca desapareció, aunque en los años 60 del
siglo pasado fue perdiendo peso. Se constituyó en un aspecto residual que
afectaba, mayoritariamente, a quienes, voluntariamente, decidían vivir como
vagabundos. Visibles para los servicios sociales y entidades caritativas, no
representaban un problema social ni político. La imagen tradicional del
vagabundo se completaba con alcohólicos, perturbados mentales y una minoría de
excluidos. Personas mayores, solitarias, que pernoctaban en albergues
municipales. Sin embargo, era infrecuente verlos en las calles o pidiendo
limosna. Se ubicaban en las iglesias y en horario de misa. Por caridad
cristiana.
A finales del siglo XX,
la realidad dio un vuelco. La pobreza urbana no era consecuencia del desajuste
estructural de una sociedad que carecía de bienes y servicios o sufría las
consecuencias de la migración campo-ciudad. Quienes demandaban servicios
sociales de beneficencia eran un sector más heterogéneo. Se incorporaron
jóvenes drogadictos, parados de larga duración y una población emigrante,
apodada como rumanos gitanos. En los semáforos más congestionados de las
grandes ciudades surgían actividades limosneras impensables. Limpiaparabrisas,
vendedores de pañuelos, aparcacoches. Más adelante se incorporaron
discapacitados físicos, madres con hijos en brazos y menores de edad. A medida
que proliferaban, se les achacó ser responsables del aumento de la inseguridad
ciudadana. Represión, traslado al extrarradio y cárcel, fue la respuesta. Las
Olimpiadas de Barcelona y la Expo Universal de Sevilla en 1992 consagraron la
acción represiva. El crecimiento de la marginalidad se definió como un fenómeno
pasajero, producto de la inmigración ilegal, de los sin papeles y la
drogadicción. En definitiva, pura coyuntura. Ajustar y aplicar leyes restrictivas
a la inmigración fue la solución. España era un país pujante, con su economía
en crecimiento; no había razón para alarmarse.
Por contraste, los
informes socioeconómicos señalaban una realidad diferente. En la última década
del siglo XX el paro, la privatización y el cierre de servicios sociales
hablaban de un aumento en el número de hogares donde la pobreza crecía y se
tornaba crónica. La desigualdad aumentaba, afectando directamente a los hogares
cuya renta básica bordaba los límites de la exclusión. Las familias más
vulnerables presentaban un cuadro alarmante. Apenas podían hacer frente a las
hipotecas. Con sueldos que perdían poder adquisitivo y los efectos de las
primeras reformas laborales, se entraba en un callejón sin salida. El neoliberalismo
sólo producía desigualdad, pobreza, exclusión y abría la puerta al jinete
apocalíptico del hambre. Y lo más sangrante, la pobreza infantil hacía su
aparición. El trabajo basura a tiempo parcial agravó la pobreza en las clases
populares, y el ingreso de España al euro fue la puntilla. El reajuste generó
una inflación encubierta y el nacimiento del sector social llamado mileuristas.
Salario insuficiente para cubrir alimentación, vestimenta, casa, educación y
ocio. Fue el comienzo del fin de la sociedad de las clases medias y la
pauperización de las clases populares.
Para encubrir los
resultados de una política de exclusión y miseria se potenció el acceso al
crédito como forma de mantener el consumo. El endeudamiento familiar creció
exponencialmente. Nadie sin tarjeta de crédito. Se ampliaron los plazos de
hipotecas de 20 a 40 años, la burbuja inmobiliaria llegaba a su cenit. El paro
se mantenía en límites tolerables, y tan contentos. Las luces rojas llevaban
encendidas mucho tiempo, pero los responsables políticos de turno, PP o PSOE,
atribuyeron su encendido a un fallo en el tablero de mando. El siglo XXI se
inició con un España va bien e irá mejor.
El hambre no estaba en el
horizonte. Pocos pensaban en ver decenas de personas acudiendo día tras día a
los contenedores de basura para abastecerse y comer aquello que los
supermercados consideran imposible reciclar, ni siquiera donar. Me refiero a
los lácteos caducados, frutas pasadas, verduras pochas, pan rancio, carnes
donde son visibles las familias bacterianas y los pescados malolientes.
Ya no se trata de
vagabundos. Los visitantes habituales de los contenedores son padres de familia
que han perdido el empleo, la casa, jubilados con pensiones escuálidas e
inmigrantes que han perdido todo. Algunos viven en albergues, otros en sus
coches y algunos en las plazas y bajo los puentes. Ahora bien, dado que no es
de buen gusto ver a ciudadanos despojados de sus derechos acudir a surtirse en
la basura y proyectan una mala imagen, algunos ayuntamiento han tomado cartas
en el asunto. Girona, gobernado por CiU, ha puesto en funcionamiento una norma
que obliga a los supermercados a cerrar con candado sus contenedores, para
evitar que sean asaltados, y de paso como medida de sanidad pública. A cambio,
con los alimentos caducados sus servicios sociales harán un cesta de urgencia
para muertos de hambre.
El asalto a supermercados
en Andalucía se extiende por España. Hay hambre, no hay empleo y el trabajo
precario no es la solución. Las acciones del Sindicato Andaluz de Trabajadores,
del cual el alcalde de Marinaleda, Juan Manuel Sánchez Gordillo, es afiliado,
apropiándose de comida para repartirla entre familias que no pueden hacer
frente a la alimentación de sus hijos, pone el problema en la agenda política y
enfatiza la hipocresía de una elite política que pide la inhabilitación, juicio
y cárcel para Sánchez Gordillo. Otra vez, matar al mensajero. ¿No sería mejor
tomar nota y cambiar de política?
Son las 10 y media de la
noche, los contenedores de basura de los supermercados son trasportados de los
hangares a la calle, esperan decenas de personas. Miran con ojos expectantes;
en su interior está su única comida del día. De forma ordenada y sin
precipitarse, con educación, rebuscan en su interior. El neoliberalismo en
España y sus responsables políticos han destapado el hedor de su vergüenza.
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