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sábado, 2 de febrero de 2013

La universidad de que se trata

El problema de la universidad en nuestros tiempos no consiste en administrar su propia obsolescencia, sino en transitar con claridad de miras y entorno hacia una relación nueva entre la economía, la sociedad y la gestión del conocimiento en una circunstancia histórica inédita.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

El papel de la universidad ante la crisis que afecta el desarrollo de nuestra especie constituye un tema de debate en todo el mundo. Ese tema es tan importante para nuestro futuro, que conviene atender con el mayor cuidado a lo que puede enseñarnos el pasado, velado a menudo por mitos autocomplacientes.

Uno de esos mitos, por ejemplo, se refiere al vínculo de la institución universitaria con la Edad Media Occidental, que algunos remiten a los orígenes mismos de ese período histórico. Aquí, es bueno recordar que los comienzos de la Edad Media se ubican hacia los siglos IX y X, tras la llamada “época oscura” que siguió a la desintegración del Imperio Romano de Occidente en el V.

La principal organización cultural y educativa de aquel período fue el monasterio, como fueron los monjes los únicos intelectuales profesionales. Esa organización, gestada a partir del modelo establecido por Benito de Nursia en el siglo VI, alcanzó una extraordinaria difusión como proveedora de los servicios ideológicos, técnicos y culturales que demandaba la sociedad feudal, cuyo desarrollo alcanzó su cúspide en el siglo XII.

La universidad entra en escena al iniciarse la Baja Edad Media. Su primer desarrollo – y posterior estancamiento – hace parte del proceso de crisis de la sociedad feudal. En efecto, si bien aquellas primera universidades compartían una fuerte impronta religiosa – con la teología como disciplina principal, y el derecho, la medicina y la administración como opciones formativas principales -, su existencia venía a satisfacer una demanda que excedía el alcance de los monasterios: la de formación de cuadros técnicos para atender las necesidades de nuevo tipo derivadas de las transformaciones económicas en curso en el reino de aquel mundo, que eventualmente conducirían a la transición del feudalismo al capitalismo.

Aquella universidad tuvo una participación muy limitada en los dos procesos más relevantes de esa transición en el plano ideológico y cultural: la Reforma protestante y el desarrollo de la ciencia como campo específico de actividad productiva. El control eclesial marginó en gran medida del primero, y limitó severamente su participación en el segundo, al punto en que ninguno de los grandes logros científicos obtenidos entre el siglo XVI y la primera mitad del XIX – incluyendo la formulación de la teoría de la evolución mediante la selección natural, por Darwin y Wallace – aparece vinculado a instituciones universitarias.
En realidad, las universidades modernas entran en escena a partir de mediados del siglo XIX, cuando la maduración de la Revolución Industrial, la economía de mercado y el Estado capitalista generan una demanda de cuadros técnicos especializados que las Academias y Sociedades Científicas señoriales creadas en los siglos XVII y XVIII no podían satisfacer. Así, el capitalismo revitaliza a la universidad al vincularla de nuevo a las tareas prácticas del desarrollo histórico, como un fósil cultural viviente, dotado de algún prestigio pero carente de significación verdadera.

Con todo, esa revitalización fue también una transformación. La economía pasa a ser la nueva disciplina central, como corresponde a un mundo organizado para la acumulación de ganancias antes que para la salvación del alma, mientras la vieja organización académica en tríviums y quatriviums dio paso a otra, estructurada en facultades de ciencias naturales, ciencias sociales y humanidades.

Esa universidad moderna, a su vez, ingresó desde mediados del siglo XX en una crisis que ya es irreversible. Si en el XIX fue necesaria una organización autónoma para la formación de cuadros técnicos y ofrecer servicios científicos, culturales e ideológicos especializados, a comienzos del XXI las universidades de verdadero éxito son aquellas que han sabido encarar la demanda de una gestión nueva del conocimiento vinculándose de manera cada vez más estrecha con todas las partes interesadas en el desarrollo de soluciones glocales a los problemas que emergen en el proceso de globalización.
Esas universidades no tienen mayor éxito porque sus Estados nacionales sean más generosos, sino porque han sabido insertarse de manera mucho útil y productiva en una circunstancia cada vez más distinta a la de sus orígenes. Así, por ejemplo, la Ciudad del Conocimiento creada por el Emirato de Dubai mediante enormes inversiones en infraestructura y contratación de servicios académicos y científicos no ha logrado poner en uso la mitad de sus instalaciones, y dista mucho de haberse convertido en un centro relevante de gestión del conocimiento en la economía global.

Hoy, la calidad de la universidad refleja en una importante medida la de la empresa privada y de la organización estatal en cada sociedad. Cuando la misión de la universidad parece ser -en términos prácticos- proveer profesionales baratos para un sector privado que subsiste de franquicias y subsidios, y una burocracia estatal tan ineficiente como frondosa, resulta evidente que todas las partes se complementan. Por lo mismo, el problema de la universidad en nuestros tiempos no consiste en administrar su propia obsolescencia, sino en transitar con claridad de miras y entorno hacia una relación nueva entre la economía, la sociedad y la gestión del conocimiento en una circunstancia histórica inédita.

Los monasterios cistercienses cumplieron un importante papel en la consolidación y el progreso de la sociedad medieval, como lo cumplieron las universidades liberales de mediados del XIX en su relación con el primer capitalismo industrial. Hoy podemos entender con mucha mayor claridad las transformaciones en curso en las estructuras y modalidades de gestión del conocimiento que emergen en el desarrollo de la economía global. Por lo mismo, el debate que hace falta hoy es el destinado a objeto definir la sociedad que deseamos, para identificar el papel que la universidad puede cumplir en el proceso necesariamente colectivo de construirla.

Panamá, 27 de enero de 2013

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