El
alcance de la renuncia de Benedicto XVI va mucho más allá de la reforma de
normas y procedimientos eclesiales en materia de celibato sacerdotal, moral
sexual, sacerdocio femenino o compromiso con los pobres. El problema, aquí,
consiste en recuperar para sí misma un lugar y una función en un mundo que
tanto ha cambiado de 380 acá.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Especial para Con
Nuestra América
Constantino I preside el Concilio de Nicea |
“Es nuestro deseo que todas las diversas naciones que están sometidas a
nuestra Clemencia y Moderación, deben continuar en la profesión de esa religión
que fue transmitida a los romanos por el divino apóstol Pedro […] De acuerdo
con la enseñanza apostólica y la doctrina del Evangelio, creamos en una sola
deidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en igual majestad y en una santa
trinidad. Autorizamos a los seguidores
de esta ley que asuman el título de católicos cristianos; pero por lo
que se refiere a los otros, pues, en nuestro juicio ellos son locos insensatos,
decretamos que sean señalados con el ignominioso nombre de herejes, y no pueden
pretender dar a sus conventículos el nombre de iglesias. Ellos sufrirán en
primer lugar la reprensión de la condena divina y en segundo lugar el castigo
de nuestra autoridad que de acuerdo con el deseo del Cielo decidirá infligir”.
Teodosio I, Decreto de Tesalónica, 380 a.d.
Flavio Teodosio (347 – 395),
Emperador desde 379, reunió en 392 las porciones oriental y occidental
del Imperio Romano, y fue el último en gobernarlas como una unidad, pues a su muerte
se escindieron de manera definitiva. Su carrera política, como solía ocurrir en
la época, se forjó en las guerras civiles propias de un Imperio en
descomposición, atravesadas además por el conflicto entre la Iglesia cristiana
- legalizada por su predecesor Constantino mediante su Edicto de Milán, en 313
-, y los remanentes de los viejos cultos paganos, que conservaban una
importante influencia en el medio rural y entre la vieja aristocracia
terrateniente de la época.
No es de extrañar, así, que si en su camino al trono Teodosio
fuera tolerante con los paganos, en 380 – una vez que se hubo asegurado el
cargo - proclamara al cristianismo como religión oficial del Imperio,
mediante el Edicto de Tesalónica, consolidando su alianza estratégica con una
Iglesia ya organizada a escala del Imperio entero, sin cuya colaboración activa
era imposible dirigirlo. El Edicto, en efecto, renovó y amplió el respaldo oficial a la Iglesia en
su lucha contra el paganismo, cuyas primeras manifestaciones se habían
producido tras la legalización del cristianismo en 313 por el Emperador
Constantino, mediante el Edicto de Milán.
A partir de allí, el conflicto con el paganismo en el ámbito
imperial se prolongaría hasta el siglo VI, con la persecución de creyentes y
sacerdotes; el saqueo y destrucción de templos y sitios de culto, y un agresivo
programa de construcción de templos cristianos, siempre al amparo de las leyes
y autoridades imperiales. La energía desplegada por la Iglesia en ese proceso
de confrontación – que se remontaba a los orígenes del cristianismos – fue
atribuida por el historiador inglés Edward Gibbon, en su obra clásica Decadencia y Caída del Imperio Romano, a
“las cinco causas siguientes”:
I) el inflexible, y si se nos permite la
expresión, intolerante celo de los cristianos, heredado, es verdad, de la
religión judía, pero purificado del espíritu estrecho e insaciable que, en lugar
de atraer, disuadía a los paganos de abrazar la ley de Moisés; II) la doctrina
de la vida venidera, mejorada con cuantas circunstancias pudieran dar peso y
eficacia a tan importante verdad; III) el poder milagroso atribuido a la
Iglesia primitiva, IV) la moralidad austera y pura de los cristianos; V) la
unión y disciplina de la república cristiana, que gradualmente formó un Estado
próspero e independiente en el corazón del Imperio Romano.[i]
Del siglo VI en adelante, aquella “república cristiana” vendría a
convertirse, en la porción Occidental del Imperio, en la Iglesia universal de
un universo cada vez más fragmentado por la descomposición de las estructuras
de poder a las que había atado su destino doscientos años antes, y de las que
ella vino a ser la única porción sobreviviente. Esa Iglesia, organizada en una
estructura de claro legado imperial, y estructurada territorialmente en
obispados, monasterios y centros de culto distantes pero vinculados entre sí,
desempeñó un papel decisivo en la tarea de civilizar, organizar y encauzar las
energías y violencias de los nuevos reinos que emergían de las ruinas del
Imperio en torno a un proyecto común: la expansión constante de un espacio de
cristiandad, con base en Europa Occidental y sin otro límite que el de la
convicción, las capacidades y el interés de sus gobernantes.
Para fines del siglo VIII, ese proyecto alcanzó su primera gran
expresión en el Imperio de Carlomagno, tanto en lo que éste intentó llevar a
cabo en la organización y defensa de sus territorios, como en sus guerras de
evangelización contra los pueblos paganos del Norte y el Este de sus dominios.
Así, dice
Richard Fletcher en su obra sobre la conversión de los bárbaros del Noreste de
Europa en la Alta Edad Media:
Lo
que hizo Carlomagno fue estrechar aún más el vínculo entre el imperialismo
secular y el espiritual. Dadas su energía y sus recursos, el podía ejercer
ambos con una nueva intensidad y a una escala sin precedentes; y más aun, como
en Sajonia, con una brutalidad desconocida hasta entonces. Por primera vez en
la historia cristiana, una actividad misionera auspiciada por el Estado utilizó
desvergonzadamente la fe como un medio para subyugar a un pueblo conquistado.
Hoy sabemos, como Carlos no pudo saber, que esta
conquista de Sajonia proveería antecedentes para desagradables episodios en la
Prusia del siglo XIII o en México en el XVI.[ii]
El éxito de Carlomagno
– coronado Emperador del Sacro Imperio Romano Germano por el Papa León XIII en
Roma, en la Navidad de 800 -, inauguró así una modalidad de relación entre la
Iglesia imperial y el Imperio eclesial que se prolongaría a través de
violencias como las de la cruzada promovida por el Papa Inocencio III contra
los cátaros del Suroeste de Francia (1209 – 1244); las promovidas para disputar el control de Siria y
Palestina a los musulmanes entre 1095 y 1291, y otras convocadas en
distintos momentos contra los eslavos paganos, los judíos, los cristianos
ortodoxos, los mongoles y, en lo general, contra los enemigos políticos del proyecto de cristiandad.
El ciclo expansivo
vendría a culminar en una doble espiral de violencia y crisis gestada en el
siglo XVI. Por una parte, en la Conquista de América para el proyecto de
Cristiandad, entre 1500 y 1550. Por otra, en la descomposición del propio
proyecto a partir de la Reforma protestante proclamado por Martín Lutero a
partir de 1517, rápidamente transformada en una serie de guerras civiles dentro
de la antigua república cristiana, que terminó condenando al Vaticano a una
permanente actitud defensiva, contra el protestantismo, primero; contra el
liberalismo, después; contra el socialismo, en seguida, y contra sus propias
disidencias internas desde fines del siglo XX.
Cada una de esas
resistencias tuvo un Papa que la simbolizó. Benedicto XVI, como ninguno, fue el
símbolo de la última. El alcance de su renuncia, en esta perspectiva, va mucho
más allá de la reforma de normas y procedimientos eclesiales en materia de
celibato sacerdotal, moral sexual, sacerdocio femenino o compromiso con los
pobres. El problema, aquí, consiste en recuperar para sí misma un lugar y una
función en un mundo que tanto ha cambiado de 380 acá. La alternativa a ese
desafío mayor ha sido señalada con toda claridad por el teólogo Hans Küng, otro
de los sancionados por el Cardenal Ratzinger cuando aún se desempeñaba como responsable de la
Congregación para la Doctrina de la Fe:
Si el próximo cónclave llegase a elegir a un
papa que siga el mismo, viejo camino, la Iglesia nunca experimentará una nueva
primavera sino que caerá en una nueva era del hielo y correrá el peligro de
quedar reducida a una secta crecientemente irrelevante.[iii]
Así las cosas, quizás
sea éste después de todo el inicio del último acto de la cristiandad y, quizás
también, el comienzo del renacer de la promesa de igualdad, fraternidad y
libertad que en su momento de origen ofreció a la Humanidad el cristianismo.
Muy bueno el artículo. Tremendas fuentes históricas.
ResponderEliminarYo creo que no aprovecharán ese momento del que Usted habla, ahora mismo lo coyuntural para el cónclave es ocultar los escándalos de sacerdotes pedófilos que dicho sea de paso tienen mucho poder, si no me equivoco entre los nombres más sonados para nuevo Papa está el de un norteamericano que tiene más de cien denuncias por abuso sexual.
En cuanto a todo este embrollo soy pesimista y creo que este será el ocaso de la iglesia como institución, lo que no quiere decir que sea el ocaso de la fe al cristianismo por millones de millones de personas alrededor del globo en un mundo donde cada vez se hace más necesario creer en algo inmaterial.
Cordial saludo, Joao Quiróz
Muy bueno el artículo. Tremendas fuentes históricas.
ResponderEliminarYo creo que no aprovecharán ese momento del que Usted habla, ahora mismo lo coyuntural para el cónclave es ocultar los escándalos de sacerdotes pedófilos que dicho sea de paso tienen mucho poder, si no me equivoco entre los nombres más sonados para nuevo Papa está el de un norteamericano que tiene más de cien denuncias por abuso sexual.
En cuanto a todo este embrollo soy pesimista y creo que este será el ocaso de la iglesia como institución, lo que no quiere decir que sea el ocaso de la fe al cristianismo por millones de millones de personas alrededor del globo en un mundo donde cada vez se hace más necesario creer en algo inmaterial.
Cordial saludo, Joao Quiróz