Monseñor Romero no murió, como seguramente lo
hará Ratzinger, en un cómodo palacete con aire acondicionado, sino asesinado al
frente del altar en donde oficiaba misa y en donde había conminado, por enésima
vez, al Ejército de El Salvador para que dejara de matar a su propio pueblo.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Romero, mártir de nuestra América |
Joseph Ratzinger se retiró, esta semana,
del ejercicio del papado para dedicarse, en lo que viene, a rezar y a la
meditación. Lo hará en un apartamento ubicado en el Vaticano que, para la
inmensa mayoría de la humanidad, es un palacete. Cuando muera dentro de unos
años, habrá pasado tranquilo lo que él mismo calificó como la última etapa de
su vida, sin que lo toquen las intrigas que, a escasos metros, estarán
desarrollándose en ese hervidero que es el Vaticano.
Retirarse y morir tranquilo, con un
edecán que le sirve de secretario particular, y un equipo de mujeres dedicadas
en cuerpo y alma a servirle para que no le falte nada, mientras las páginas de
la prensa del statu quo le halagan y promueven su endiosamiento.
Mientras tanto, aquí en Centroamérica,
nos preparamos para conmemorar un año más del brutal asesinato de otro
sacerdote que, en el contexto de una de las época más violentamente sangrientas
de nuestra historia, se atrevió a pedir el cese de la violencia contra el
pueblo por parte de las Fuerzas Armadas.
Ese sacerdote, que a la sazón era el
cuarto obispo de la ciudad de San Salvador, fue Oscar Arnulfo Romero quien,
paulatinamente, abriendo los ojos a lo que lo rodeaba, fue adquiriendo
conciencia de lo que estaba sucediendo en su país.
Eran tiempos terribles aquellos,
inclusive para los miembros de la Iglesia que habían abierto los ojos a lo que
estaba pasando. Algunos de ellos habían sido asesinados y otros habían tenido
que salir exiliados al extranjero.
Esa parte de la Iglesia que se había
comprometido con los pobres peregrinó hasta Roma, encarnada en la figura de
Romero, para tratar de que el Papa de aquel entonces, Juan Pablo II, volviera
sus ojos hacia lo que estaba pasando en aquel pequeño paisito de la lejana
Centroamérica.
Pero no recibió respuesta. O sí, la
recibió, porque el Papa, al que no pudo ver más que en una audiencia colectiva
en la que poco podía decirle, lo mandó a portarse bien con el gobierno y a no
meterse en política. Él, que fue pieza clave de la política anticomunista de su
época. El mismo Papa que amonestó públicamente a Ernesto Cardenal por ser
Ministro de Cultura del gobierno Sandinista. El mismo Papa que mandó a callar a
las madres nicaragüenses que pedían una oración del “Santo Padre” en la Plaza
de la Revolución de Managua por sus hijos que habían muerto asesinados por la
Contra apoyada por Reagan en la frontera con Honduras.
Eran los tiempos en los que tanto en
Nicaragua como en El Salvador las Comunidades Eclesiales de Base se
multiplicaban por cientos en todas partes. A la revolución llegaban hombres y
mujeres a través de la palabra cristiana que la Teología de la Liberación les
hacía llegar y les abría los ojos.
Era la lucha de clases en el seno de la
Iglesia Católica.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero no fue un
teólogo de la liberación, fue simplemente un hombre que vio lo que estaba
sucediendo y tomó el partido que le dictaba su conciencia de hombre honesto.
Porque no había que ser más que honesto para tomar partido en Centroamérica.
Romero no murió, como seguramente lo
hará Ratzinger, en un cómodo palacete con aire acondicionado, sino asesinado al
frente del altar en donde oficiaba misa y en donde había conminado, por enésima
vez, al Ejército para que dejara de matar a su propio pueblo.
Según la creencia católica de ambos,
concurrirán ante un tribunal supremo en el que Dios decidirá quién van al
paraíso y quién no. Personalmente, pienso que no estarán juntos en ese
intríngulis, y que Ratzinger seguramente echará de menos, a donde llegue, las
comodidades terrenales de las que gozó.
Totalmente de acuerdo Romero Vive DEP
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