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sábado, 18 de mayo de 2013

La muerte del dictador Jorge Rafael Videla

Videla ha muerto y lo ha hecho en una celda común, como un reo cualquiera. Esa es la noticia. La sociedad argentina apoyó un Nunca Más y esperemos que así sea. Pero su fantasma va a ser evocado por las minorías progresistas que sueñan y educan en inglés y se escandalizan de solo pensar que no recalarán los fines de semana en Miami en tours de compras.

Roberto Utrero / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina

Videla: del poder dictatorial a la condena
por crímenes de lesa humanidad.
Seguramente los teclados de los periodistas de Argentina y gran parte del mundo estarán ardiendo, dando la información con que los argentinos nos despertamos el viernes 17 de mayo: murió el dictador Jorge Rafael Videla a los 87 años, en el penal de Marcos Paz, una prisión común a las afueras de Buenos Aires.

Siempre la muerte de un hombre nos disminuye porque estamos involucrados en la humanidad, como decía John Donne; razón por la que jamás alegra una muerte.

Por el contrario el sagrado valor de la vida en todas sus manifestaciones nos obliga a su respeto y defensa. De allí que las organizaciones de Derechos Humanos, Madres y Abuelas, como las de Hijos y Nietos recuperados, siempre se han manifestado por conocer la verdad, someterse a la justicia, ejercitar el perdón y nunca optar por la venganza. Siempre bregaron por ello, pese a las idas y venidas que tuvo el largo proceso, intentando recuperar la dignidad desde las cenizas.

Esta muerte nos obliga a ejercitar la memoria. Nos impone recorrer una época nefasta, porque no existe manera de evaluar las graves, dolorosas e irreversibles consecuencias que ha tenido la dictadura y tiene aun, en la vida del país, ya que el pacto macabro entre Videla y su ministro de economía José Alfredo Martínez de Hoz, recientemente fallecido, no sólo aniquiló a 30.000 argentinos, niños, jóvenes y ancianos, sino que construyó el corsé económico y social al que se tuvo que asimilar la recuperada democracia, que este año cumplirá tres décadas.

Este mesiánico general de la Nación tuvo una invención  perversa, dentro de lo que él entendía como el ejercicio pragmático de la doctrina católica de los derechos humanos: la figura del “desaparecido”. Con este vocablo designaba a una persona que no estaba ni detenida ni muerta, simplemente no existía y mientras estuviera en esa situación, no tenía entidad posible. No había dónde buscarlo ni tampoco tumba para recordarlo. Algo metafísica y ontológicamente siniestro.

La invisibilidad del dolor de las víctimas eliminaba la culpa de los asesinos. Ocultar la tierra bajo la alfombra, enseñanza que tuvo como correlato – dentro del individualismo feroz que se impuso después – la queja de las clases medias por la inseguridad, frente a la pobreza que se hacía presente en calles y plazas en los momentos de la crisis del 2001 y después. Mientras estaban en las villas miserias no se los veía ni tampoco estaban como “trapitos” en las esquinas limpiando parabrisas. Ello obligó a ejercitar la beneficencia desde el podio de la opulencia y ejercer “el derrame” de la misericordia con lo que les sobraba. Cuestión vergonzante en un país que produce alimentos para diez veces su población.

Videla justificaba su accionar totalmente convencido, del mismo modo con que comulgaba e iba a misa, orgulloso de la eficacia de la tarea emprendida, de la higiene ideológica que hacían sus sicarios en las sombras. En una entrevista en otoño de 1999 expresó: “La sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos… No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en esto. Y el que no estuvo de acuerdo se fue.”[1]

Tal seguridad era abalada por sacerdotes, la alta jerarquía de la Iglesia local y parte de la sociedad, que en ese momento emprendía una nueva cruzada puesto que encarnaban la Verdad y estaban respaldados desde el Imperio a través del Plan Cóndor.

El Poder Judicial brindó la legitimidad ética al Proceso de Reorganización Nacional y los medios de comunicación hegemónicos colaboraron para la construcción del consenso necesario para colonizar la subjetividad de la comunidad, tal como lo hacen ahora en beneficio del consumismo y el american way of life y en contra de la Patria Grande y su integración.

Hasta nos dimos el lujo de tener un Mundial de Fútbol en donde el slogan impuesto fue: “los argentinos somos derechos y humanos”.

La corporación de la Justicia se resiente actualmente dado el proyecto de su democratización, a pesar de que ha sido el único poder intocable en los doscientos años de vida independiente y, en aquellos años de plomo, hacía oídos sordos y miraba al costado ante los reclamos de los familiares de las víctimas.

La vigencia de la Ley de Medios destapó la olla de los colosales negocios ocurridos con el gobierno de facto. El grupo Clarín, se benefició con Papel Prensa S. A. la mayor productora de papel de diarios del país, cuya incidencia a partir de entonces será fundamental. Razón de más para que en su nerviosismo le preocupe instalar la tragedia,  la inseguridad de las ciudades, el nivel de la inflación o del dólar paralelo, y mucho más por desestabilizar un gobierno democrático surgido del voto popular.

Hay que volver a ser la dócil factoría pampeana, la periferia próspera. Para ello cuentan con una legión de comunicadores de elevado sueldo enrolados en diarios, revistas, canales de televisión, sitios de Internet, libros, programas y por si fuera poco, una pedagogía de la opresión de más de quinientos años.

Videla ha muerto y lo ha hecho en una celda común, como un reo cualquiera. Esa es la noticia. La sociedad argentina apoyó un Nunca Más y esperemos que así sea.

Pero su fantasma va a ser evocado por las minorías progresistas que sueñan y educan en inglés y se escandalizan de solo pensar que no recalarán los fines de semana en Miami en tours de compras, aunque sus metejones, como ocurría otrora con París, sólo aseguren la dependencia y la miseria.

Le queda entonces una gran tarea y responsabilidad a la memoria colectiva, recordar para que las generaciones venideras construyan su identidad con los dolores de todas las derrotas y el orgullo de tanta resistencia.



NOTA
[1] Seoane María y Muleiro Vicente, El Dictador  La historia secreta y pública de Jorge Rafael Videla, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2001, p. 233

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