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sábado, 8 de junio de 2013

Colombia y Venezuela: La llama y los fuelles

Henrique Capriles está en su derecho de no aceptar los resultados electorales y de adelantar en Venezuela su lucha política (la no aceptación de esos resultados forma parte ya de su lucha política), pero no puede andar por el continente asumiendo el papel de jefe de Estado, y se comporta con ingenuidad o con malicia quien lo secunde en ese plan.

William Ospina / El Espectador (Colombia)

Colombia y Venezuela serán vecinos para siempre. Venezuela colabora para que en La Habana avancen los diálogos entre el gobierno colombiano y la guerrilla, y no sería descabellado que Colombia quisiera ayudar a establecer un diálogo entre el gobierno venezolano y la oposición.

Pero para ello, y esto lo sabe hasta Álvaro Uribe, conviene que haya una solicitud, y sobre todo una aprobación, del gobierno venezolano. Recuerdo que a Uribe nunca le gustó que los gobiernos vecinos vinieran a inmiscuirse en nuestros asuntos, y podía llegar a romper relaciones por ese tipo de causas.

Creo que hay muchos campos en los cuales el gobierno venezolano y la oposición podrían no sólo dialogar sino realizar tareas comunes para resolver algunos de esos problemas que aquejan a todas nuestras sociedades latinoamericanas, maltratadas por largas exclusiones, por la falta de oportunidades, por dirigencias faltas de grandeza y de sabiduría. Pero también creo que los venezolanos saben resolver sus diferencias mejor que nosotros.

Lo cierto es que, en el marco de unas reglas de juego muchas veces puestas a prueba, y aceptadas por la oposición cuando la favorecen, Nicolás Maduro es el presidente de Venezuela y Juan Manuel Santos no debería jugar a ignorarlo. Henrique Capriles está en su derecho de no aceptar los resultados electorales y de adelantar en Venezuela su lucha política (la no aceptación de esos resultados forma parte ya de su lucha política), pero no puede andar por el continente asumiendo el papel de jefe de Estado, y se comporta con ingenuidad o con malicia quien lo secunde en ese plan.

Resulta extraño que un político sagaz como Juan Manuel Santos, un hombre que parece saber lo que quiere y lo que su país necesita, se preste a estimular un complicado nudo de tensiones diplomáticas, cuando le habría sido tan fácil permitir que alguien de menor rango en el Estado dialogara en su visita con el jefe de una oposición que merece todo el respeto aunque ciertamente no se ha mostrado respetuosa de la legalidad de su país.

En esos términos formales que tanto les importan a los gobiernos, el principal interlocutor de Santos en Venezuela es el presidente de la República, y prestarse a equívocos en momentos en que se está invocando la solidaridad del hermano venezolano para avanzar en el delicado tejido de la paz de Colombia es un error de grandes proporciones, sobre todo porque sabemos que hay fuerzas visibles y acaso fuerzas invisibles conspirando contra el proceso de diálogo.

El desafío histórico y conmovedor de poner fin a la guerra colombiana debe ser apreciado con justeza a la hora de tomar esas decisiones. El expresidente Pastrana, tan impreciso en la valoración del actual proceso de paz, se permitió hace poco una frase desafortunada, algo así como que la paz de Colombia no justificaba poner en peligro la democracia venezolana. Y esta semana añadió con ligereza que “si Venezuela se retira del proceso no pasa nada”. Frivolidades que quizá explican por qué tenemos una guerra de medio siglo.

Salta a la vista que la paz de Colombia es también la paz de Venezuela. Una Colombia reconciliada puede ayudarle a Venezuela en muchos sentidos, y en términos de convivencia nada le hace tanta falta al continente como la paz de Colombia.

Es injusto no reconocer el valor que ha tenido el presidente Santos al intentar esa paz que el país necesita y que el mundo entero recibiría con alborozo. Oírlo decir que ahora el Gobierno “va a volcar sus ojos sobre el campo”, que con o sin las FARC habrá “más inversión, más infraestructura, más proyectos productivos, más tierra para los campesinos, más tierra para los que quieren producir”, hace comprender que se está necesitando a gritos una reforma del campo colombiano.

Santos es el primer dirigente tradicional en aceptarlo, no como un discurso sino como un proyecto. Pero la llama es todavía tan frágil que no parece útil jugar con las borrascas, sobre todo cuando hay manos hábiles en trabajar, trabajar y trabajar, que soplan noche y día con fuelles tratando de apagarla.

Manos a las que no les interesa la paz de Venezuela, porque ni siquiera parece interesarles la paz de Colombia.

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