Henrique Capriles está
en su derecho de no aceptar los resultados electorales y de adelantar en
Venezuela su lucha política (la no aceptación de esos resultados forma parte ya
de su lucha política), pero no puede andar por el continente asumiendo el papel
de jefe de Estado, y se comporta con ingenuidad o con malicia quien lo secunde
en ese plan.
William Ospina / El Espectador (Colombia)
Colombia y Venezuela
serán vecinos para siempre. Venezuela colabora para que en La Habana avancen
los diálogos entre el gobierno colombiano y la guerrilla, y no sería
descabellado que Colombia quisiera ayudar a establecer un diálogo entre el
gobierno venezolano y la oposición.
Pero para ello, y esto
lo sabe hasta Álvaro Uribe, conviene que haya una solicitud, y sobre todo una
aprobación, del gobierno venezolano. Recuerdo que a Uribe nunca le gustó que
los gobiernos vecinos vinieran a inmiscuirse en nuestros asuntos, y podía
llegar a romper relaciones por ese tipo de causas.
Creo que hay muchos
campos en los cuales el gobierno venezolano y la oposición podrían no sólo
dialogar sino realizar tareas comunes para resolver algunos de esos problemas
que aquejan a todas nuestras sociedades latinoamericanas, maltratadas por
largas exclusiones, por la falta de oportunidades, por dirigencias faltas de
grandeza y de sabiduría. Pero también creo que los venezolanos saben resolver
sus diferencias mejor que nosotros.
Lo cierto es que, en el
marco de unas reglas de juego muchas veces puestas a prueba, y aceptadas por la
oposición cuando la favorecen, Nicolás Maduro es el presidente de Venezuela y
Juan Manuel Santos no debería jugar a ignorarlo. Henrique Capriles está en su
derecho de no aceptar los resultados electorales y de adelantar en Venezuela su
lucha política (la no aceptación de esos resultados forma parte ya de su lucha
política), pero no puede andar por el continente asumiendo el papel de jefe de
Estado, y se comporta con ingenuidad o con malicia quien lo secunde en ese
plan.
Resulta extraño que un
político sagaz como Juan Manuel Santos, un hombre que parece saber lo que
quiere y lo que su país necesita, se preste a estimular un complicado nudo de
tensiones diplomáticas, cuando le habría sido tan fácil permitir que alguien de
menor rango en el Estado dialogara en su visita con el jefe de una oposición
que merece todo el respeto aunque ciertamente no se ha mostrado respetuosa de
la legalidad de su país.
En esos términos
formales que tanto les importan a los gobiernos, el principal interlocutor de
Santos en Venezuela es el presidente de la República, y prestarse a equívocos
en momentos en que se está invocando la solidaridad del hermano venezolano para
avanzar en el delicado tejido de la paz de Colombia es un error de grandes
proporciones, sobre todo porque sabemos que hay fuerzas visibles y acaso
fuerzas invisibles conspirando contra el proceso de diálogo.
El desafío histórico y
conmovedor de poner fin a la guerra colombiana debe ser apreciado con justeza a
la hora de tomar esas decisiones. El expresidente Pastrana, tan impreciso en la
valoración del actual proceso de paz, se permitió hace poco una frase
desafortunada, algo así como que la paz de Colombia no justificaba poner en
peligro la democracia venezolana. Y esta semana añadió con ligereza que “si
Venezuela se retira del proceso no pasa nada”. Frivolidades que quizá explican
por qué tenemos una guerra de medio siglo.
Salta a la vista que la
paz de Colombia es también la paz de Venezuela. Una Colombia reconciliada puede
ayudarle a Venezuela en muchos sentidos, y en términos de convivencia nada le
hace tanta falta al continente como la paz de Colombia.
Es injusto no reconocer
el valor que ha tenido el presidente Santos al intentar esa paz que el país
necesita y que el mundo entero recibiría con alborozo. Oírlo decir que ahora el
Gobierno “va a volcar sus ojos sobre el campo”, que con o sin las FARC habrá
“más inversión, más infraestructura, más proyectos productivos, más tierra para
los campesinos, más tierra para los que quieren producir”, hace comprender que
se está necesitando a gritos una reforma del campo colombiano.
Santos es el primer
dirigente tradicional en aceptarlo, no como un discurso sino como un proyecto.
Pero la llama es todavía tan frágil que no parece útil jugar con las borrascas,
sobre todo cuando hay manos hábiles en trabajar, trabajar y trabajar, que
soplan noche y día con fuelles tratando de apagarla.
Manos a las que no les
interesa la paz de Venezuela, porque ni siquiera parece interesarles la paz de
Colombia.
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