Indudablemente, hay una
disputa por la memoria y será el tiempo quien confirme cuál es la parte de verdad
de cada una de las memorias que están en juego. Ojalá se haga sin que de nuevo se recurra al terror masivo y que se ponga fin a las muertes selectivas que cada
semana se dan en contra de quienes se oponen al sistema imperante.
Arturo Taracena Arriola / Especial para Con Nuestra
América
Desde París, Francia.
Nadie puede negar que
quienes debatimos hoy en día el tema del genocidio formamos parte de una, dos y
tres generaciones de guatemaltecas y guatemaltecos que hemos vivido en el clima
de la violencia y que la hemos cultivado de una u otra forma. Pero, sobre todo,
que hemos presenciado una época en que la violencia ha sido llevada hasta la
crueldad arbitraria. Ésta trajo la muerte a miles de personas que no tenían
nada que ver con el enfrentamiento entre dos ejércitos y sus partidarios, con
el agravante de que es una violencia que ha estado acompañada de otras formas
más insidiosas de violencia: el racismo, la explotación, las migraciones
forzadas, la pobreza, la malnutrición, entre otros.
Cuando se recurre a la
fuerza en un enfrentamiento, uno piensa conocer bien a su enemigo. Sin embargo,
ese fue el principal error de la izquierda revolucionaria guatemalteca. Ésta
jamás imaginó –a pesar de los antecedentes de la década de 1960 con el
surgimiento de la práctica de los desaparecidos
que ya se planteaba la estrategia de matar al adversario no sólo física
sino espiritualmente-, que el Estado y sus ejecutores podrían asumir también la
dimensión de desparecer física y espiritualmente de forma masiva por medio de
la repetición sistemática de las masacres. Una repetición que se prolongó
luego de que ese enemigo había sido derrotado militarmente.
Matar físicamente ya no
les alcanzaba, pues había que dar una lección a varias generaciones de
guatemaltecos. Sobre todo aquellos indígenas que por primera vez no sólo contestaban
las injusticias de los finqueros y de alcaldes ladinos locales, sino las del
Estado guatemalteco en general, el que de paso les negaba ser ciudadanos de
primera clase al permitir la perduración del trabajo forzado, de la leva por
razones étnicas, etc. Los militares y sus aliados civiles partieron de la idea
de que tal forma de violencia tendría como resultado el hecho de que sus
opositores terminarían por renunciar a la dignidad. En algunos casos lo
lograron, pero se equivocaron al pensar que sería la actitud de mayoría de
ellos.
La respuesta de este
fracaso la podemos tener en la propia historia pasada y reciente de Guatemala.
Durante cinco décadas los poderes declarados y fácticos del país se han
empeñado en la destrucción de los espíritus rebeldes. Pensaban y siguen
pensando que la convicción en muchos de nosotros de una Guatemala diferente a
la que ellos han levantado es el último obstáculo que tienen por delante para
completar su victoria. Por eso se empeñan en destruir lo esencial de sus oponentes:
su memoria individual y colectiva. Sin embargo, no será el odio el que
triunfará mañana, sino la justicia. Una justicia precisamente fundada en la
memoria de quienes hemos pensado que eran y son necesarias profundas reformas
en nuestro país. Son ellos lo que se olvidan o tratan de retrasar el hecho de
que la Humanidad avanza siempre por medio de reformas y que aquellos que las
impiden sólo acumulan condiciones para grandes estallidos sociales, tal y como
sucedió con los efectos que produjo la contrarrevolución de 1954. La fórmula de
confundir la legitimidad con la legalidad se ha agotado. No es legítimo un
estado de derecho construido con base en la injusticia, el sectarismo
ideológico, el racismo.
Quienes apuestan por el
statu quo –en cual quiera de sus
formas, inclusive la disfrazada en la afirmación “ahora estamos mejor que
antes”- parecen no darse cuenta que la mayoría de los guatemaltecos han vivido
y viven en un mundo que no les da la posibilidad de existir dignamente, de
legar seguridad a sus descendientes. Hemos visto a lo largo de estas décadas
mentir, envilecer, robar, matar, expulsar, torturar, desaparecer a nombre del
Estado y, cada vez que se protesta nacional o internacionalmente para que no se
haga o se pare tal práctica, la respuesta ha sido ésta: es el precio para
salvar la democracia y permitir que Guatemala no sea un país de vendepatrias.
Una respuesta que muestra que quienes la hacen se sienten seguros de ellos
mismos, convencidos de que su ideología y sus aplicaciones prácticas por medio
de las leyes, la política y la prensa han tenido resultados para ellos. Una
ideología excluyente, que denuncia una conspiración internacional financiada
por los extranjeros y que se ve acuerpada por esa parte de la sociedad que
considera inútil oponerse o protestar en la medida en que, si lo hace, la
muerte y el dolor tocan a sus puertas. Una ideología que acusa de terroristas a
sus adversarios, pero que ha sido construida con base en el terror. La mayor
parte de los guatemaltecos están acostumbrados a vivir bajo el miedo, a jugar
con sus reglas, las que se ven justificadas bajo las banderas de la
apoliticidad, del anticomunismo, del racismo, etc. Los guatemaltecos pensamos y
actuamos con miedo. Un miedo construido, como se sabe, con el asesoramiento internacional
y a nombre de la “democracia”.
Hoy, quienes sustentan
dicha ideología, se horrorizan de que se califique el comportamiento del
Ejército en el País Ixil y en otras comunidades del altiplano guatemalteco como
“actos de genocidio”, y, sin embargo, no dudaron en 1954 en declarar que las
muertes del régimen arbencista –que las hubo-, como el genocidio perpetrado por
los comunistas. Por ello publicaron en 1954 el libro Genocidio sobre Guatemala, siendo éste uno de los fundamentos para
justificar las muertes sumarias y la prisión y deportación de varios miles de
partidarios de Árbenz. Hoy en día, ningún miembro de la derecha guatemalteca se
acuerda de este antecedente en el uso del concepto genocidio ni siquiera
quienes lo sacaron a luz hace pocos años en la prensa escrita. Indudablemente,
hay una disputa por la memoria y será el tiempo quien confirme cuál es la parte
de verdad de cada una de las memorias que están en juego. Ojalá se haga sin que
de nuevo se recurra al terror masivo y que se ponga fin a las muertes selectivas
que cada semana se dan en contra de quienes se oponen a al sistema imperante y que
algunos quieren extender a los que aparecemos señalados en los folletos
amarillistas recientemente publicados por exmilitares. Ojalá reflexionen
quienes nos piden que miremos el futuro sin preocuparnos si éste es la
continuación del pasado. Definitivamente, no queremos tal futuro, sino sólo
aquel que indique que el pasado de violencia estatal quedó atrás. Que el Estado jugará esta vez el papel de
fiel de la balanza entre los intereses de los diferentes sectores del
país, que se avocará a terminar con la
pobreza, que hará de la soberanía su carta de presentación internacional.
Un saludo y un reconocimiento al talento de Arturo Taracena como historiador y como guatemalteco.
ResponderEliminarMi comentario al articulo es que el Estado no es independiente de ese poder fáctico sino que ese poder ha hecho del Estado (todo el aparato Estatal) su instrumento para imponer su ideología. El ejercicio del Estado y el posible (o imposible) acceso a él está mediado por la imposición de esa clase dominante, por lo tanto, el Estado nunca podrá ser el fiel de la balanza para dirimir las diferencias entre las dos posiciones señaladas.