En el futuro que están diseñando
para Colombia estos gobiernos, no caben, ya se sabe, los campesinos, como nos
enseñó a verlos la tradición. Alguien les contó a los funcionarios que en
Estados Unidos ya no hay campesinado sino agricultura industrial, y ellos
parecen convencidos de que hay que acabar rápido con la agricultura tradicional
y con los campesinos.
William Ospina / El Espectador
Alguna vez le dije a mi amiga Tania
Roelens que me entristecía un poco viajar por Francia, porque en un trayecto en
tren entre París y Burdeos, unas cinco horas, no había visto una sola persona
en los campos: sólo de pronto, allá, en la distancia, un tractor en movimiento
por la llanura, y eso era todo.
Acostumbrado a andar por Colombia,
donde se ve gente por todas partes, caminantes por las vías a cualquier hora,
casas a orillas de las carreteras hasta en el páramo, me parecía desolador ese
espectáculo de un mundo hermoso y vacío. Tania me dijo que yo exageraba, pero
un día tuvimos la oportunidad de hacer juntos el viaje, y pudo comprobar que
era verdad lo que le dije. Era otra estación, no recuerdo ya si otoño o
primavera, pero igual no había nadie.
Acaso lo que me parecía triste era
comparar los campos actuales con esos que vemos en los cuadros de Brueghel, las
campiñas de Europa hace siglos, las rondas, las granjas, las partidas de caza,
los niños corriendo por los sotos, los caballos, las carretas, un paisaje lleno
de belleza natural y de conmovedora humanidad.
Me dije que a lo mejor era una
fantasía del pintor: que la vida en los campos, en los escasos tiempos en que
no había guerra, no podía ser tan animada, a pesar de lo que nos cuentan las
leyendas, los cuentos de hadas, las novelas, los poemas de Joachim du Bellay,
de Ronsard o de Víctor Hugo.
Pero un día tuve la oportunidad de
visitar la Moldavia rumana, cerca de la frontera con Rusia, en un otoño
espléndido que llenaba de amarillos y ocres y naranjas y rojos los bosques de
hayas y castaños, de robles y arces, y descubrí que aquello que yo creía
fantasía existía realmente.
En esos campos, que además están
llenos de pequeñas capillas pintadas de colores, había campesinos amontonando
el heno junto a las granjas, mujeres afuera de unas casas llenas de adornos,
carretas cargadas de remolachas y de frutas, arrastradas por caballos enormes
color de fuego, niños que saltaban por las cañadas, perros, pájaros: un
colorido y una vida que no parecían realidad sino leyenda.
Le señalé esas cosas a un escritor
europeo que iba conmigo y me dijo: “Son cosas premodernas, ya se acabarán”. Me
aseguró que el futuro eran esos campos franceses con agricultura tecnificada,
donde la gente no tenía que padecer las miserias, los sufrimientos del mundo
rural. A mí ese mundo no me parecía tan triste como los campos tecnificados de
Francia, ni tan tedioso, pero callé discretamente, porque estaba claro que yo
pertenecía a una manera de ser y de mirar condenada a desaparecer.
Pero no he dejado de sentir,
viendo cómo viven las personas incluso en las sórdidas banlieus parisinas, que
no necesariamente este mundo urbano es lo más deseable, y parecen darme la
razón los muchos habitantes urbanos que luchan por conseguirse una casa de
campo y vivir lejos de los termiteros neuróticos, en la vecindad de unos
duraznos, unos almendros y algún arroyo lleno de hojas.
Es verdad que la nostalgia nos
hace idealizar el pasado, considerar deseables unas maneras de vivir que para
muchos no fueron precisamente felices, pero también es cierto que a menudo las
promesas de la modernidad no son más que señuelos, y en el horizonte desaforado
de las metrópolis no se encuentra tampoco ese paraíso de confort y de plenitud
que mienten los augures de la sociedad industrial.
En Colombia, en los años
cincuenta, los teóricos de la economía hasta les recomendaban a los gobiernos
estimular el éxodo de campesinos, porque la industria absorbería esa fuerza de
trabajo desplazada. El futuro era la ciudad, sus servicios, sus espectáculos.
Pero bien sabemos cuál fue el futuro que recibió a los campesinos en las
ciudades, y si no lo sabemos podemos leer de nuevo la historia de la violencia
urbana, de la exclusión, del hambre, de las mafias y el sicariato, de la
delincuencia, tantas cosas que no aparecían en la cartilla de los augures.
En el futuro que están diseñando
para Colombia estos gobiernos, no caben, ya se sabe, los campesinos, como nos
enseñó a verlos la tradición. Alguien les contó a los funcionarios que en
Estados Unidos ya no hay campesinado sino agricultura industrial, y ellos
parecen convencidos de que hay que acabar rápido con la agricultura tradicional
y con los campesinos.
También nos contaron que Colombia
dejó de ser un país rural y se convirtió en un país urbano: “el 75 por ciento
en las ciudades, el 25 en los campos”. El arroz y el maíz vendrán del norte, el
café de Ecuador, la papa de Polonia o de Rusia, los peces contaminados de
Vietnam. El pasado quedó atrás. Y así como en los años cincuenta la violencia
expulsó a dos millones de campesinos, en los últimos 20 se expulsaron otros
cinco millones y fueron arrebatadas cinco millones de hectáreas.
Este gobierno, frente al paro
agrario, nombró un ministro de Agricultura que al parecer trae la intención de
proponerles a los campesinos que olviden el viejo modelo y se hagan socios de
la industria. Pero quedan más de 12 millones de campesinos: la población de
Bogotá, Cali y Medellín juntas. Y así como en los años cincuenta los
desterrados no encontraron en las ciudades esa industria acogedora que les
ofreciera trabajo, sino hambre, rebusque y violencia, mucho me temo que ni este
gobierno ni los siguientes van a convertir a esos millones de campesinos en
prósperos empresarios, ni a Colombia en Francia.
Pero sí hay empresarios a los que
les conviene echar ese cuento. Un cuento más increíble que los cuadros de
Brueghel.
Como siempre William poniendo el dedo en la llaga. El panorama se repite en nuestros países. Acá en Panamá estamos comiendo cemento y piedra en la zona de tránsito en espera del maná.
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