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sábado, 2 de noviembre de 2013

Lo que Europa encontró en América

Mucho antes de emprender su aventura por el mar desconocido, Europa, sin darse cuenta, había empezado a fundar el mito de El Dorado.

William Ospina / El Espectador (Colombia)

Una interrogación desvelada del secreto del oro, la búsqueda de la piedra filosofal, la sospecha sobre la posibilidad de la trasmutación de los metales, habían llenado los siglos anteriores. En esa búsqueda persistente de cómo convertir todas las cosas en oro, el desvelo de los alquimistas desde los primeros gnósticos, pasando por Roger Bacon y por Nicolás Flamel, hasta llegar a Paracelso, ya estaba en germen el mito de la Ciudad de Oro.

Y todos esos desvaríos sobre la correspondencia entre los planetas y los metales, entre el orden superior y el orden inferior, esa exploración de las mutaciones y las metamorfosis, estaban preparando el terreno para aventuras menos sedentarias.

La humanidad tarda en saber qué es, de verdad, lo que descubre, y qué es lo que está gestando en la sombra. Es extraño que, justo después de ese largo presentimiento y esa dilatada imploración del oro que había vivido Europa por siglos, se diera de repente el hallazgo del continente americano, donde no sólo tuvieron el delirio de El Dorado, sino donde encontraron realmente lo más parecido que haya vivido la humanidad al cumplimiento de ese sueño.

Esa edad de barbarie que llamamos la Conquista de América es el mejor ejemplo de que disponemos para examinar cómo reaccionan los seres humanos ante lo distinto, el modo como efectivamente nos mueven los sueños y las fantasías, lo difícil que es ver de verdad lo que tenemos ante los ojos.

Y también nos permite advertir que no hubo una especie única de conquistador; que hubo una gran variedad de conquistadores. Los que sólo buscaban oro y riqueza; los que buscaban el poder sobre otros; los que aspiraban a extender el imperio del rey y de las leyes; los que querían extender la fe, el poder de la religión y de la Iglesia; los que buscaban dilatar el ámbito de la lengua; los que sólo andaban buscando el pasado y sus leyendas, y los que eran capaces de ver con asombro un mundo nuevo.

Nos gusta recordar aquellos versos de Machado: “Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. Pero esa conquista nos permite sostener que había más de dos Españas: que había muchas Españas en la turbulenta realidad del Renacimiento, y que esos tipos de conquistadores se mezclaban de distinto modo en cada uno.

Lo cierto es que los viajeros que aspiraban a encontrar oro nunca imaginaron que encontrarían tanto oro. Como los que buscaban perlas nunca habrían soñado que encontrarían tantas perlas. Y esa abundancia contribuyó al delirio: no sólo a la locura genocida, que fue grande, sino al desbordamiento de la fantasía, que empezó a multiplicar los cuentos y las esperanzas.

Si pudiéramos contemplar hoy, acumulado en una ciudad, todo el oro y la plata que Europa encontró en América, el tesoro que llegó a manos de la Corona, y el que pasó a manos de los empresarios franceses y flamencos, y a manos de los banqueros alemanes y genoveses, y todo el que se hundió en el océano por siglos, tendríamos que decir que El Dorado no fue sólo un mito sino una realidad abrumadora que podría exceder la imaginación más delirante.

Equivale a sumar los tesoros de Moctezuma, de Atahualpa, de Tisquesusa, de las tumbas del Sinú, de todas las naciones de América Latina, y el oro que durante tres siglos se extrajo de las minas, para no incluir el que se sigue extrayendo todavía.

La conclusión sólo puede ser que El Dorado existió realmente: lo que no podemos decir de la Ciudad de los Doce Césares, ni de Manoa, ni de la fuente de la eterna juventud de la Isla Florida, ni del País de la Canela. Pero lo que encontraron los viajeros de aquel siglo fue mucho más que riqueza material, mucho más que el salvajismo propio y el ajeno, mucho más que una saga de fantasías y prodigios.

Lo que se desprendió de todo aquello fue el nacimiento de la modernidad en la cultura: el descubrimiento del Otro, como bien lo ha pensado Todorov; el surgimiento del Globo, como lo comprendió muy temprano William Shakespeare; la posibilidad de la Utopía, como enseguida lo postuló Tomás Moro; el elogio de la locura, como al punto lo proclamó Erasmo de Rotterdam; los principios del Derecho Humanitario, como lo formuló el padre Vitoria.

Todo eso se desprendió de aquel choque de los mundos. Y también surgió de allí el encuentro central de la Modernidad: el individuo escindido que se examina a sí mismo, que se critica y se combate a sí mismo; la posibilidad del diálogo entre distintos; el hallazgo de que el heroísmo fantasioso, que confina con la locura, lleva su generosidad hasta los extremos de lo cómico; el despertar del heroísmo en los hombres sedentarios; la sed de hechos grandiosos en un mundo que se hundía en la sordidez del mercado; la sed de aventura despertando en los paisanos más rústicos; el descubrimiento de la capacidad de la experiencia para cambiar a los seres humanos; del poder del diálogo y de la pedagogía para modificar los destinos; del poder del lenguaje para apartarnos de nuestras limitaciones históricas.


Quiero decir con ello que más allá del botín sanguinario que enriqueció a algunos y de la barbarie ciega que destruyó a tantos, lo otro que nos dejaron a todos las vicisitudes de la conquista de América fue resumido genialmente, al cabo de un siglo, por Miguel de Cervantes en su novela: la invención del hombre moderno.

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