Mucho antes de emprender
su aventura por el mar desconocido, Europa, sin darse cuenta, había empezado a
fundar el mito de El Dorado.
William Ospina / El Espectador
(Colombia)
Una interrogación
desvelada del secreto del oro, la búsqueda de la piedra filosofal, la sospecha
sobre la posibilidad de la trasmutación de los metales, habían llenado los
siglos anteriores. En esa búsqueda persistente de cómo convertir todas las
cosas en oro, el desvelo de los alquimistas desde los primeros gnósticos,
pasando por Roger Bacon y por Nicolás Flamel, hasta llegar a Paracelso, ya
estaba en germen el mito de la Ciudad de Oro.
Y todos esos desvaríos
sobre la correspondencia entre los planetas y los metales, entre el orden
superior y el orden inferior, esa exploración de las mutaciones y las
metamorfosis, estaban preparando el terreno para aventuras menos sedentarias.
La humanidad tarda en
saber qué es, de verdad, lo que descubre, y qué es lo que está gestando en la
sombra. Es extraño que, justo después de ese largo presentimiento y esa
dilatada imploración del oro que había vivido Europa por siglos, se diera de
repente el hallazgo del continente americano, donde no sólo tuvieron el delirio
de El Dorado, sino donde encontraron realmente lo más parecido que haya vivido
la humanidad al cumplimiento de ese sueño.
Esa edad de barbarie que
llamamos la Conquista de América es el mejor ejemplo de que disponemos para
examinar cómo reaccionan los seres humanos ante lo distinto, el modo como
efectivamente nos mueven los sueños y las fantasías, lo difícil que es ver de
verdad lo que tenemos ante los ojos.
Y también nos permite
advertir que no hubo una especie única de conquistador; que hubo una gran
variedad de conquistadores. Los que sólo buscaban oro y riqueza; los que
buscaban el poder sobre otros; los que aspiraban a extender el imperio del rey
y de las leyes; los que querían extender la fe, el poder de la religión y de la
Iglesia; los que buscaban dilatar el ámbito de la lengua; los que sólo andaban
buscando el pasado y sus leyendas, y los que eran capaces de ver con asombro un
mundo nuevo.
Nos gusta recordar
aquellos versos de Machado: “Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios,
/ una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. Pero esa conquista nos
permite sostener que había más de dos Españas: que había muchas Españas en la
turbulenta realidad del Renacimiento, y que esos tipos de conquistadores se
mezclaban de distinto modo en cada uno.
Lo cierto es que los
viajeros que aspiraban a encontrar oro nunca imaginaron que encontrarían tanto
oro. Como los que buscaban perlas nunca habrían soñado que encontrarían tantas
perlas. Y esa abundancia contribuyó al delirio: no sólo a la locura genocida,
que fue grande, sino al desbordamiento de la fantasía, que empezó a multiplicar
los cuentos y las esperanzas.
Si pudiéramos contemplar
hoy, acumulado en una ciudad, todo el oro y la plata que Europa encontró en
América, el tesoro que llegó a manos de la Corona, y el que pasó a manos de los
empresarios franceses y flamencos, y a manos de los banqueros alemanes y
genoveses, y todo el que se hundió en el océano por siglos, tendríamos que
decir que El Dorado no fue sólo un mito sino una realidad abrumadora que podría
exceder la imaginación más delirante.
Equivale a sumar los
tesoros de Moctezuma, de Atahualpa, de Tisquesusa, de las tumbas del Sinú, de
todas las naciones de América Latina, y el oro que durante tres siglos se
extrajo de las minas, para no incluir el que se sigue extrayendo todavía.
La conclusión sólo puede
ser que El Dorado existió realmente: lo que no podemos decir de la Ciudad de
los Doce Césares, ni de Manoa, ni de la fuente de la eterna juventud de la Isla
Florida, ni del País de la Canela. Pero lo que encontraron los viajeros de
aquel siglo fue mucho más que riqueza material, mucho más que el salvajismo
propio y el ajeno, mucho más que una saga de fantasías y prodigios.
Lo que se desprendió de
todo aquello fue el nacimiento de la modernidad en la cultura: el
descubrimiento del Otro, como bien lo ha pensado Todorov; el surgimiento del
Globo, como lo comprendió muy temprano William Shakespeare; la posibilidad de
la Utopía, como enseguida lo postuló Tomás Moro; el elogio de la locura, como
al punto lo proclamó Erasmo de Rotterdam; los principios del Derecho
Humanitario, como lo formuló el padre Vitoria.
Todo eso se desprendió de
aquel choque de los mundos. Y también surgió de allí el encuentro central de la
Modernidad: el individuo escindido que se examina a sí mismo, que se critica y
se combate a sí mismo; la posibilidad del diálogo entre distintos; el hallazgo
de que el heroísmo fantasioso, que confina con la locura, lleva su generosidad
hasta los extremos de lo cómico; el despertar del heroísmo en los hombres
sedentarios; la sed de hechos grandiosos en un mundo que se hundía en la
sordidez del mercado; la sed de aventura despertando en los paisanos más
rústicos; el descubrimiento de la capacidad de la experiencia para cambiar a
los seres humanos; del poder del diálogo y de la pedagogía para modificar los
destinos; del poder del lenguaje para apartarnos de nuestras limitaciones
históricas.
Quiero decir con ello que
más allá del botín sanguinario que enriqueció a algunos y de la barbarie ciega
que destruyó a tantos, lo otro que nos dejaron a todos las vicisitudes de la
conquista de América fue resumido genialmente, al cabo de un siglo, por Miguel
de Cervantes en su novela: la invención del hombre moderno.
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