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sábado, 11 de enero de 2014

Argentina: Un socialista auténtico

Enrique Inda, exsecretario del Partido Socialista Auténtico, no era un optimista desentendido del presente sino un cruzado de la esperanza dispuesto a avanzar lanza en ristre contra pragmáticos y serviles de la “realpolitik”; alguien capaz de aportar lo suyo al caudaloso río  de la “esperanza interminable” cantado por María Elena Walsh.

Carlos Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

Enrique Inda.
Durante el mes de diciembre de 2013, que se inició enlutado por la muerte en Johannesburgo de Nelson Mandela, perdió también la Argentina dos luchadores sociales. El jueves 19, falleció nonagenario el dirigente socialista y escritor Enrique Inda nacido en 1923 en Avellaneda; en tanto el viernes 27, con ciento tres años y medio a cuestas, dejó de existir Clara Maguidovich, la viuda de Ángel Gabriel Borlengui, fundador y Secretario General de la Confederación General de Empleados de Comercio y Ministro del Interior del general Perón desde 1946 hasta 1955. Sé que Clara, a la que lamento haber conocido poco, concurría a diario hasta no hace mucho  a la sede sindical de los empleados de comercio  para realizar allí tareas de promoción social.

En cambio con Enrique Inda, diputado (M.C.),  ex concejal y ex secretario del Partido Socialista Auténtico, puedo decir que me unió una amistad  epistolar que iniciamos en 2007.

Fue a partir de la recepción de una carta suya fechada el 15 de enero de ese año en la localidad de Aldo Bonzi del partido de La Matanza donde vivió las últimas décadas, a la que acompañaba su novela de temática austral El naufragio del Cabo de Hornos, publicada en 2005 en la colección Patagonia que dirigía el historiador y académico Néstor Tomás Auza. Por ese correo me anoticié  de que en la década del cuarenta del pasado siglo, cuando Inda fue destacado por la Dirección Nacional de Arquitectura para la reconstrucción del Cabildo de Salta, tuvo oportunidad de  vincularse con mi padre, que por entonces organizaba el museo histórico de la provincia, con sede en aquel edificio largamente abandonado hasta su recuperación por la ley que promovió en 1934 el senador Carlos Serrey que lo declaró monumento nacional y lo destinó en forma expresa a museo.

También a través de esa comunicación y de otras que se sucedieron,  supe de su frecuente concurrencia a la casa de Alfredo L. Palacios, donde el prócer despejaba las dudas de los jóvenes visitantes –Inda ingresó al partido socialista a los 17 años- al tiempo que les repartía galletitas de una lata de bizcochos Canale. Y me participó de su devoción por la causa de las Islas Malvinas a las que viajó en varias oportunidades, habiendo recorrido el archipiélago durante un mes entero en 1974 en compañía de su esposa. Conocí además, que su militancia en ese sentido le deparó amistades entrañables; así la del profesor Juan Carlos Moreno, el autor de Nuestras Malvinas (1938) y cofundador  un 19 de octubre de 1939 con Palacios, Carlos Obligado y Antonio Gómez Langenheim -entre otras personalidades- de la Junta de Recuperación de las Islas, tal como ha recordado en la revista Todo es Historia (Nro. 359 correspondiente a junio de 1977) el periodista Juan Bautista Magaldi uno de los secretarios de aquella Junta. Ante  una pregunta mía referida al porqué de su concurrencia a Puerto Argentino para suscribir el Acta de Recuperación, a pocos días del desembarco del  2 de abril de 1982 dispuesto por la dictadura de Galtieri, me respondió con las siguientes palabras que hablan de sus convicciones: En total desacuerdo por la improvisación y ceguera absoluta de la Junta Militar, sin embargo, cuando vi que a muchachos de mí pueblo del cercano cuartel de La Tablada los habían enviado allá, mi deber como argentino era acompañarlos. Lo demás es historia, triste y desgarradora, pero que no afecta en nada nuestros derechos.

Tuve el obsequió después, de otros libros de carácter histórico de su pluma: El faro del fin del mundo (2007) y El exterminio de los onas (2008), dramática y documentada denuncia en castellano e inglés sobre el genocidio perpetrado contra el pueblo selknam.  Se trata de un volumen que comienza rescatando opiniones tan claras y valientes como las vertidas  por Amancio Alcorta en la sesión del 24 de noviembre de 1899 de la Cámara de Diputados de la Nación. O por Roberto J. Payró en La Australia Argentina y el sacerdote y geógrafo Alberto María De Agostini en Mis viajes a la Tierra del Fuego, obra publicada en Milán en 1929.

En sucesivos capítulos Inda da cuenta de  las masacres de nativos fueguinos a manos del explorador Julio Popper, del naturalista argentino -discípulo de Gemán Burmeister- Ramón Lista, después según algunas  versiones defensor de los tehuelches y del gobernador chileno de Magallanes, capitán de navío Miguel de Señoret.  Y enfatiza sobre el escándalo de la “caza” a precio puesto en libras esterlinas que promovió el escocés Alexander McLennan apodado “Chancho colorado”, el administrador de la estancia Primera Argentina del asturiano  José Menéndez. Explica bien que ese método al que era afecto también Samuel Hyslop,  lo siguieron varios otros agentes de los estancieros beneficiados por la privatización de la tierra fiscal de la Isla Grande en 1890;  aventureros devenidos en latifundistas mediante el   latrocinio. A ellos y a su guardia pretoriana defendió  por motivos familiares  Armando Braun Menéndez en su Pequeña historia fueguina”.

Pero junto a tantas miserias rescata  asimismo el humanitario comportamiento de los misioneros anglicanos establecidos en Ushuaia en 1869 y poco después la protección que brindaron a los naturales los sacerdotes salesianos -entre ellos monseñor José Fagnano tan enfrentado con Ramón Lista por sus crímenes-; siendo ese hecho, el de la protección de los sobrevivientes onas por parte de los hijos de Don Bosco,   refrendado por el investigador padre Juan E. Belza (S.D.B.) autor de la obra en tres tomos “En la Isla del Fuego”, una de las fuentes principales de “El exterminio de los onas” como puede verse en la bibliografía citada.

Enrique Inda, escritor comprometido con la justicia histórica, la justicia social y los valores republicanos que abrevó en sus lecturas de Juan B. Justo, había abrazado en su juventud una profesión que entendió patriótica en la línea trazada en materia de soberanía petrolera por los generales Mosconi y Baldrich: la de técnico en perforación y exploración petrolífera, actividad que le permitió conocer la Argentina profunda y en gran medida doliente. Enrique Inda, malvinero de la primera hora y defensor con sentido retrospectivo y actual de los derechos humanos, también de los de tercera generacional en tanto su activo compromiso con el medio ambiente que lo llevó  a fundar en Aldo Bonzi asociaciones ecologistas, fue un militante por la integración  latinoamericana a punto tal de remitirle hace unos años un mensaje al presidente Sebastián Piñera en solidaridad con la reivindicación boliviana de la salida al mar, inquietud a la que respondió con amabilidad el mandatario transandino.

Quizá su última manifestación pública correspondió a un correo de lectores que publicó La Prensa el 19 de noviembre de 2013 titulado Tregua política, donde propuso a todos los partidos políticos argentinos lograr un consenso por diez años de paz social, trabajo y lucha contra la corrupción y el narcotráfico.

No era un optimista desentendido del presente sino un cruzado de la esperanza dispuesto a avanzar lanza en ristre contra pragmáticos y serviles de la “realpolitik”; alguien capaz de aportar lo suyo al caudaloso río  de la “esperanza interminable” cantado por María Elena Walsh. Y sí era todo un poeta, que de cuando en cuando deleitaba a los lectores del suplemento cultural del diario fundado por José C. Paz con sus composiciones en metro libre con elevados mensajes de sinceridad y humanidad.

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