Enrique Inda,
exsecretario del Partido Socialista Auténtico, no era un optimista desentendido
del presente sino un cruzado de la esperanza dispuesto a avanzar lanza en
ristre contra pragmáticos y serviles de la “realpolitik”; alguien capaz de
aportar lo suyo al caudaloso río de la
“esperanza interminable” cantado por María Elena Walsh.
Carlos Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires,
Argentina
Enrique Inda. |
Durante
el mes de diciembre de 2013, que se inició enlutado por la muerte en
Johannesburgo de Nelson Mandela, perdió también la Argentina dos luchadores
sociales. El jueves 19, falleció nonagenario el dirigente socialista y escritor
Enrique Inda nacido en 1923 en Avellaneda; en tanto el viernes 27, con ciento
tres años y medio a cuestas, dejó de existir Clara Maguidovich, la viuda de
Ángel Gabriel Borlengui, fundador y Secretario General de la Confederación
General de Empleados de Comercio y Ministro del Interior del general Perón
desde 1946 hasta 1955. Sé que Clara, a la que lamento haber conocido poco,
concurría a diario hasta no hace mucho a
la sede sindical de los empleados de comercio
para realizar allí tareas de promoción social.
En
cambio con Enrique Inda, diputado (M.C.),
ex concejal y ex secretario del Partido Socialista Auténtico, puedo
decir que me unió una amistad epistolar
que iniciamos en 2007.
Fue a partir de
la recepción de una carta suya fechada el 15 de enero de ese año en la
localidad de Aldo Bonzi del partido de La Matanza donde vivió las últimas
décadas, a la que acompañaba su novela de temática austral “El naufragio del Cabo
de Hornos”, publicada en 2005 en la colección Patagonia que dirigía
el historiador y académico Néstor Tomás Auza. Por ese correo me anoticié de que en la década del cuarenta del pasado
siglo, cuando Inda fue destacado por la Dirección Nacional de Arquitectura para
la reconstrucción del Cabildo de Salta, tuvo oportunidad de vincularse con mi padre, que por entonces
organizaba el museo histórico de la provincia, con sede en aquel edificio
largamente abandonado hasta su recuperación por la ley que promovió en 1934 el
senador Carlos Serrey que lo declaró monumento nacional y lo destinó en forma
expresa a museo.
También
a través de esa comunicación y de otras que se sucedieron, supe de su frecuente concurrencia a la casa
de Alfredo L. Palacios, donde el prócer despejaba las dudas de los jóvenes
visitantes –Inda ingresó al partido socialista a los 17 años- al tiempo que les
repartía galletitas de una lata de bizcochos Canale. Y me participó de su
devoción por la causa de las Islas Malvinas a las que viajó en varias
oportunidades, habiendo recorrido el archipiélago durante un mes entero en 1974
en compañía de su esposa. Conocí además, que su militancia en ese sentido le
deparó amistades entrañables; así la del profesor Juan Carlos Moreno, el autor
de “Nuestras Malvinas” (1938) y cofundador un 19 de octubre de 1939 con Palacios, Carlos
Obligado y Antonio Gómez Langenheim -entre otras personalidades- de la Junta de
Recuperación de las Islas, tal como ha recordado en la revista Todo es Historia
(Nro. 359 correspondiente a junio de 1977) el periodista Juan Bautista Magaldi
uno de los secretarios de aquella Junta. Ante
una pregunta mía referida al porqué de su concurrencia a Puerto
Argentino para suscribir el Acta de Recuperación, a pocos días del desembarco
del 2 de abril de 1982 dispuesto por la
dictadura de Galtieri, me respondió con las siguientes palabras que hablan de
sus convicciones: “En total desacuerdo por la improvisación y ceguera
absoluta de la Junta Militar, sin embargo, cuando vi que a muchachos de mí
pueblo del cercano cuartel de La Tablada los habían enviado allá, mi deber como
argentino era acompañarlos. Lo demás es historia, triste y desgarradora, pero
que no afecta en nada nuestros derechos”.
Tuve el obsequió después, de otros
libros de carácter histórico de su pluma: “El faro del fin del
mundo” (2007) y “El exterminio de los onas” (2008), dramática y
documentada denuncia en castellano e inglés sobre el genocidio perpetrado
contra el pueblo “selknam”.
Se trata de un volumen que comienza rescatando opiniones tan claras y
valientes como las vertidas por Amancio
Alcorta en la sesión del 24 de noviembre de 1899 de la Cámara de Diputados de
la Nación. O por Roberto J. Payró en “La Australia Argentina” y el sacerdote y
geógrafo Alberto María De Agostini en “Mis viajes a la Tierra del Fuego”, obra publicada en
Milán en 1929.
En
sucesivos capítulos Inda da cuenta de
las masacres de nativos fueguinos a manos del explorador Julio Popper,
del naturalista argentino -discípulo de Gemán Burmeister- Ramón Lista, después
según algunas versiones defensor de los
tehuelches y del gobernador chileno de Magallanes, capitán de navío Miguel de
Señoret. Y enfatiza sobre el escándalo
de la “caza” a precio puesto en libras esterlinas que promovió el escocés
Alexander McLennan apodado “Chancho colorado”, el administrador de la estancia
Primera Argentina del asturiano José Menéndez.
Explica bien que ese método al que era afecto también Samuel Hyslop, lo siguieron varios otros agentes de los
estancieros beneficiados por la privatización de la tierra fiscal de la Isla
Grande en 1890; aventureros devenidos en
latifundistas mediante el latrocinio. A
ellos y a su guardia pretoriana defendió
por motivos familiares Armando
Braun Menéndez en su “Pequeña historia fueguina”.
Pero junto a tantas miserias rescata asimismo el humanitario comportamiento de los
misioneros anglicanos establecidos en Ushuaia en 1869 y poco después la
protección que brindaron a los naturales los sacerdotes salesianos -entre ellos
monseñor José Fagnano tan enfrentado con Ramón Lista por sus crímenes-; siendo
ese hecho, el de la protección de los sobrevivientes onas por parte de los
hijos de Don Bosco, refrendado por el
investigador padre Juan E. Belza (S.D.B.) autor de la obra en tres tomos “En la
Isla del Fuego”, una de las fuentes principales de “El exterminio de los onas”
como puede verse en la bibliografía citada.
Enrique
Inda, escritor comprometido con la justicia histórica, la justicia social y los
valores republicanos que abrevó en sus lecturas de Juan B. Justo, había
abrazado en su juventud una profesión que entendió patriótica en la línea
trazada en materia de soberanía petrolera por los generales Mosconi y Baldrich:
la de técnico en perforación y exploración petrolífera, actividad que le
permitió conocer la Argentina profunda y en gran medida doliente. Enrique Inda,
malvinero de la primera hora y defensor con sentido retrospectivo y actual de
los derechos humanos, también de los de tercera generacional en tanto su activo
compromiso con el medio ambiente que lo llevó
a fundar en Aldo Bonzi asociaciones ecologistas, fue un militante por la
integración latinoamericana a punto tal
de remitirle hace unos años un mensaje al presidente Sebastián Piñera en
solidaridad con la reivindicación boliviana de la salida al mar, inquietud a la
que respondió con amabilidad el mandatario transandino.
Quizá
su última manifestación pública correspondió a un correo de lectores que
publicó La Prensa el 19 de noviembre de 2013 titulado “Tregua política”, donde propuso a todos
los partidos políticos argentinos lograr un consenso por “diez años de paz
social, trabajo y lucha contra la corrupción y el narcotráfico”.
No era un optimista desentendido del presente sino un cruzado de la esperanza dispuesto a avanzar lanza en ristre contra pragmáticos y serviles de la “realpolitik”; alguien capaz de aportar lo suyo al caudaloso río de la “esperanza interminable” cantado por María Elena Walsh. Y sí era todo un poeta, que de cuando en cuando deleitaba a los lectores del suplemento cultural del diario fundado por José C. Paz con sus composiciones en metro libre con elevados mensajes de sinceridad y humanidad.
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