Lo más singular que tiene
la versión moderna del progreso es que sus maravillas están en las vitrinas y
sus horrores están en la trastienda.
William Ospina / El Espectador
I
Cada vez que alguien
formula dudas o incertidumbres sobre el rumbo de la civilización, los
defensores más ingenuos y menos reflexivos de la idea de progreso piensan que
se está tratando de negar algo evidente: que la humanidad ha conseguido muchos
avances a lo largo del tiempo.
Los chinos inventaron el
arado y el cepillo de dientes, el paraguas y la silla plegable, en la aurora
misma de la civilización. La humanidad ha pasado la existencia descubriendo
formas de hacer más amable la vida en la tierra, menos rigurosa la lucha con la
naturaleza, investigando, conociendo, y creando a partir de ese conocimiento
toda clase de fórmulas de civilización, recursos para hacer la aventura de
vivir más segura, más confortable y más feliz.
Sin embargo, desde el
comienzo también la humanidad ha mostrado otra de sus facetas: su carácter
agresivo y autodestructivo, y ese costado de la condición humana también se
presenta en el campo de la investigación y de la invención. Tallamos hachas de
piedra para hacer más fácil el trabajo, pero también para luchar contra las
bestias y contra los otros humanos; procesamos medicinas, pero también venenos;
inventamos sogas y cadenas que sirven para infinitas tareas benéficas, pero que
igual pueden servir para ahorcar a los demás o para esclavizarlos.
En principio la discusión
no sería sobre la idea de progreso sino sobre los eternos peligros de la
condición humana, pero es importante advertir que a medida que se hace mayor la
capacidad técnica de hacer cosas positivas y benéficas también crece la
capacidad de hacer cosas peligrosas y destructivas.
Este simple razonamiento
debería hacer comprender a los entusiastas del progreso que a medida que crecen
las potencias creadoras corremos el riesgo de que crezcan también las potencias
destructivas, y basta mirar el mundo moderno para advertir que no sólo abundan
los inventos ingeniosos, útiles y prodigiosos, sino que también han crecido los
peligros. Arsenales nucleares, contaminación de la atmósfera y de los mares,
proliferación de basuras, armamentismo, adicciones que degradan y destruyen.
Sería necio negar la
utilidad de la comunicación telefónica, pero no sobra señalar que la
proliferación de teléfonos celulares no comporta sólo un avance: cada vez es
menos importante la persona que tenemos al frente y siempre queremos atender
con prioridad al que llama de lejos. Antes sólo teníamos la evidencia de las
tragedias que ocurrían en nuestro entorno, ahora, gracias a la revolución de
las comunicaciones, asistimos, conmovidos y casi siempre impotentes, a la
avalancha de las tragedias planetarias: las pateras donde naufragan los africanos
que huyen hacia Europa, las ochenta ballenas que se varan en las playas
australianas, el hombre que aterroriza una escuela de los Estados Unidos, el
muchacho noruego que dispara sobre decenas de jóvenes, el marido que mata a su
mujer en España, los tiroteos en las favelas de Río de Janeiro, el tsunami de
Japón, las masacres de Colombia, los peces radiactivos que arrojan las mareas
en las playas de Alaska.
Asumamos que es una
ventaja poder saber lo que pasa en todo el mundo; asumamos también que la proliferación
de leches antiácidas en nuestra época revela que han aumentado los niveles de
estrés, como parte del legado deslumbrante de la civilización. También abundan
en nuestro tiempo los antidepresivos y los somníferos. A menudo la época
inventa remedios para los males que ella misma produce: puede resultar incluso
un gran negocio ante la contaminación de las aguas vender agua pura embotellada
y ante la destrucción de la capa de ozono vender protectores solares.
Cada edad tiene sus
bendiciones y sus peligros: uno de esos peligros consiste en pensar que la
nuestra sólo tiene bendiciones, que la ciencia, la técnica y la industria se
desvelan únicamente en la creación de cosas que nos salven de la enfermedad, de
la opresión y de la violencia. La medicina avanza en el control de muchas
enfermedades, pero desde hace dos mil quinientos años la tortuga siempre va
adelante de Aquiles por una fracción de milímetro: la muerte sigue siendo el
desenlace de toda vida.
Así como nosotros nos
defendemos de las bacterias, las bacterias se hacen resistentes a los
antibióticos; las especies que utilizamos lejos de su sitio de origen para
controlar plagas pueden convertirse en plagas aún más destructivas, como los
gatos de Australia o los caracoles africanos.
Hay triunfos indudables:
los antibióticos, los analgésicos, las anestesias, han sido bendiciones frente
al antiguo tormento del dolor físico, y sólo son impotentes ante la antigua
tentación humana de causar dolor. En vano le diremos a un torturado en una
guerra que existe la anestesia: él está ante otra evidencia de la condición
humana. Esto no niega el progreso, pero permite matizar el entusiasmo, saber
que el mal existe desde siempre, y que los triunfos de la generosidad, de la
abnegación y del ingenio no deberían cegarnos frente a las amenazas del
egoísmo, de la brutalidad y de la locura.
Bien dijo Paul Virilio
que todo invento trae su propio accidente. Que cuando fueron inventados el bote
y el barco surgió la posibilidad del naufragio, que la invención del automóvil traía
aparejada la posibilidad del crash, y que sólo la invención del avión hizo
posible el siniestro aéreo.
Virilio añadió que sólo
con la globalización del planeta se ha hecho posible por primera vez por causa
humana el accidente global.
II
Esta nave espacial, el planeta, siempre estuvo expuesta al peligro de un
cataclismo cósmico, pero ahora ese accidente podría ocurrir como consecuencia
de nuestra presencia y de nuestro saber.
Es preciso formular una
inquietud abierta al debate: en un mundo al que no gobiernan la prudencia ni la
moderación sino la arrogancia y la codicia, ¿no podría resultar más peligroso
nuestro saber que nuestra ignorancia?
Nuestro saber se va
haciendo más grande que nosotros, y también en eso se distingue de la
ignorancia: ésta suele limitar de una manera patética nuestra capacidad de
sobrevivir, pero también nuestra capacidad de destruir. Las hordas de Gengis
Kahn por el Asia produjeron una gran destrucción, pero era una destrucción
proporcional al tamaño de sus ejércitos. Ahora una sola bomba puede matar más
personas que todos los ejércitos de Gengis Kahn.
Si algo les dio
trascendencia a las guerras del siglo XX fue la capacidad de destrucción que en
ellas llegó a tener no sólo cada ejército sino cada soldado. Borges prefería los
combates ingenuos de los cuchilleros del suburbio, donde un compadrito sólo era
capaz de matar a otro compadrito, porque corría los mismos riesgos y porque
estaban en juego el honor y la destreza. Nunca negó que aquello fuera barbarie,
pero respetaba el pequeño código de honor que presidía esos duelos
rudimentarios, y dijo con ironía hablando de un malevo: No era un científico de
esos/ que usan arma de gatillo.
Nuestro conocimiento
puede magnificar hasta lo aterrador esa capacidad destructiva, y quienes creen
en el progreso inexorable, quienes creen que toda novedad comporta un progreso,
deberían admitir que están llamando progreso no sólo a todo lo benéfico que
logra nuestro saber, sino también al incremento de la capacidad destructiva de
la especie.
No podemos llamar
progreso lo mismo a la proliferación de inventos que hacen la vida más
confortable (no todos lo logran: algunos son apenas señuelos comerciales) que a
los agroquímicos que a la vez fertilizan y contaminan, a los pesticidas que
para combatir un cultivo ilícito destruyen toda la vida silvestre alrededor, o
a la producción de armas que hacen más abrumador el exterminio.
Si hoy participan más
niños que antes en las guerras del mundo es porque antes, cuando sólo se medían
las fuerzas físicas, un niño no era un guerrero eficaz: ahora hasta un niño
puede manipular armas muy destructivas. Sé que es preocupante decirlo, pero más
preocupante es callarlo.
El tema es que muchos
logros físicos y técnicos no comportan un progreso moral: a menudo representan
moralmente un retroceso. La discusión es compleja y los meros adoradores de la
actualidad deberían optar por una mirada más prudente, porque no se trata de
oponer la calculadora a las viejas tablas de multiplicar, o el procesador de
palabras a la vieja pluma de ganso, sino de admitir que así como abundan los
ejemplos de conquistas que nos llenan de gratitud, esta época es profusa en
conquistas que nos llenan de incertidumbre e incluso de angustia.
La discusión no gira
sobre el mejoramiento posible de los instrumentos que utiliza nuestra especie,
sino sobre la perfectibilidad moral de los seres humanos; sobre si somos
capaces de derrotar, o al menos de controlar en nosotros mismos, el mal, la
crueldad, la capacidad aniquiladora, la agresividad y la tendencia
autodestructiva.
Hay quienes piensan que
se acusa a la industria de cosas de las que no es responsable la industria,
sino la gente que la tiene en sus manos; que se acusa a la ciencia de cosas de
las que no son responsables los científicos, sino los empresarios o los
políticos que utilizan sus conocimientos; que se acusa a la técnica de cosas de
las que no es responsable la técnica, sino los poderes que no la utilizan para
beneficio de la especie.
Pero cada vez es más
difícil separar a la industria de quienes la manejan, a la ciencia de quienes
la hacen y la utilizan, a la técnica de quienes taladran el mundo con ella.
Porque si bien la ciencia en otro tiempo pudo hacerse en el pequeño gabinete de
Galileo, en el jardín de Newton o en el cerebro de Einstein, de una manera
creciente está en manos de grandes poderes económicos que no suelen
caracterizarse por su generosidad. Y los científicos no son sólo talentos
notables en sus respectivos campos sino con frecuencia empleados tan dóciles
como cualquier otro, defensores interesados de los poderes que los contratan, y
la ciencia ficción se ha atrevido a mostrarlos incluso como esclavos de las
corporaciones para las que trabajan.
A medida que aumenta el
saber, aumenta el poder de quienes lo administran. El saber y el poderío
técnico no están en manos de la humanidad, sino de unos sectores de la
humanidad.
Eso es la realidad, dirán
algunos, ¿de qué sirve quejarse de lo que no se puede remediar? Pero si yo veo
un monstruo en acción, aunque vaya a destruirme, tengo al menos el derecho a
decir que me parece un monstruo. Y hay una diferencia moral entre ser destruido
de pie y ser destruido de rodillas.
El progreso es posible,
pero tal vez no consista en tener cada vez cosas más sofisticadas y costosas,
juguetes para el ocio y máquinas que amenacen nuestra libertad, sino en que la
humanidad pueda tener un poco más de conciencia, de responsabilidad. Más
irónico, Franz Kafka escribió en sus diarios: “Creer en el progreso no
significa creer que haya habido ya un progreso, eso no sería una fe”.
III
No es verdad que la ciencia y la técnica estén hoy
en manos de la humanidad. La cuestión es cada vez más asimétrica.
En manos de las grandes
corporaciones y de los inmensos Estados está la técnica capaz de mover
montañas, de alzar ciudades en meses y destruirlas en minutos, de escudriñar
los abismos del mar y del cielo. En manos de la humanidad, destinados al
consumo, están los juguetes ingeniosos y pintorescos de la técnica, que se
ofrecen como avances en nuestra relación con el mundo, pero que sobre todo
funcionan como mercancías.
Nunca tantos productos
asombrosos pasaron tan rápido del altar de nuestra admiración al pozo de
nuestra indiferencia. Ese teléfono celular lleno de funciones novedosas que
apenas va a salir al mercado, estará en los basureros de la industria dentro de
cinco años: un desecho más de una época arrogante y envilecedora del mundo,
para la cual la materia es admirable en las vitrinas y deleznable en los
desechos. Como los plásticos omnipresentes y las baterías de los relojes, tal
vez nunca el esplendor del ingenio humano se convirtió más rápida y dañinamente
en basura.
Todos sabemos de qué se
trata: una de las características más perversas de la producción industrial
contemporánea es la obsolescencia programada. La bombilla que debe alumbrar,
pero también fundirse en determinado tiempo. La investigación gasta más tiempo
en descubrir cómo hacer que el consumidor tenga que reemplazar continuamente
las cosas que usa, que en hacerlas durables. Y dado que a la humanidad le
fascina lo nuevo, le fascina, como decimos en Colombia, estrenar, allí están
los rituales de la moda para satisfacer al mismo tiempo la novelería de la
especie y la necesidad de lucro de las corporaciones.
Podríamos solamente
sonreír ante esas urgencias y esos carnavales del consumo, pero hace rato ya
descubrimos que el planeta no es una bodega ilimitada que resista sin fin
nuestros experimentos, nuestras basuras, nuestra alteración del equilibrio
natural, nuestros caprichos.
El debate sigue siendo
ético: por eso no les hablamos sólo a las corporaciones sino sobre todo a los
ciudadanos. Es en manos de la humanidad donde está la posibilidad de cambiar un
poco las cosas, y para ello hay que señalar los peligros: no para prohibir
nada, no para detener por la fuerza nada, sólo para demostrar que así como
avanzan la ciencia, el saber, la técnica, los electrodomésticos, la industria,
las mercancías, el confort, la medicina, la angustia, el estrés, las armas, las
comunicaciones, los sistemas de transporte, el calentamiento global, los
residuos nucleares, también puede avanzar un poco siquiera la conciencia
crítica de la humanidad, su capacidad de ser prudente y de ser reflexiva.
Porque, como decía al
comienzo, los horrores están en la trastienda. A todos nos gusta ver las cosas
antes de su uso; a casi nadie le gusta verlas después. Todos visitamos
fascinados los supermercados; casi nadie visita los basureros. Nos gusta mucho
lo nuevo y muy poco lo viejo.
Antes las cosas
envejecían con sus dueños y tenían una dignidad especial: vajillas, objetos,
instrumentos, cosas depositarias de la memoria y de sus tiernos rituales. Hoy
tenemos una filosofía más presurosa, nos perturba el pasado: a los gobiernos no
les conviene, a la industria le interesa sólo si le sirve, al mercado le
incomoda. La gran literatura abunda más en las librerías de viejo, que no están
embelesadas con las modas y no le dicen a la humanidad que lo que hay que leer
se escribió en los últimos meses.
El comercio vive de
novedades, pero la humanidad debe respetar el pasado y aprender de él sin
cesar. La jovencita que celebra como el gran triunfo de la época el paso de la
máquina de escribir al procesador de palabras, se verá en dificultades para
explicarnos por qué Homero pudo hacer sus obras cuando no existía siquiera la
escritura, por qué Platón formuló los principales temas de la filosofía hace
2.500 años, por qué están más vivas las enseñanzas de Krishna, de Buda, de
Mahomet y de Cristo que las de los predicadores del siglo XX, y por qué ningún
escritor en ordenador ha superado todavía la asombrosa galería de destinos
humanos, el arcoíris de emociones y la sinfonía de palabras que hizo
Shakespeare a la luz de una vela, y con una vieja pluma de ganso, en noches de
hace cuatro siglos.
No es imposible que
alguien en un ordenador llegue a igualarlo, pero la grandeza del espíritu
humano no está en los instrumentos que utiliza para expresarse sino en la
hondura y en la belleza de sus temas y de sus propósitos.
Uno de los errores de la
época es concederles mucha importancia a las cosas que usamos, y que el mercado
pregona sin cesar, y cada vez menos atención a nuestros talentos y destrezas.
Incluso corremos el riesgo de que los instrumentos nos hagan cada vez más
torpes. No basta afirmar que las mercancías son más sofisticadas; habría que
demostrar que los humanos que las utilizamos somos mejores, más inteligentes,
más sensibles, más refinados y más diestros que los humanos del pasado.
Habría que demostrar que
las cosas que decimos en los correos electrónicos y en los chats son más bellas
y más profundas que las que se decían en esas viejas cartas en tinta sobre
papel que llegaban a los buzones. Pero a pesar de la proliferación de esta
comunicación novedosa, todavía no se publica la correspondencia creciente que
la humanidad se cruza día a día en la telaraña electrónica.
Hoy escribimos más
aprisa, sí, pero no necesariamente mejor.
IV
Forma parte de las supersticiones de la época sostener que si todo se
hace más rápido se hace mejor. Pero nadie ha demostrado que en algunas cosas
esenciales la velocidad sea una ventaja.
Hay un frenesí de la
velocidad, de la rapidez, de la urgencia, que habla más de una civilización
neurótica que de una civilización que progresa. Y hay cosas de las que
parecemos huir de un modo compulsivo: de la noche, de la lentitud, de la
sutileza, de la soledad, del silencio.
Las ciudades relumbran y
la noche se repliega a los campos; la velocidad es ya un dios menos exitoso que
el vértigo; la comunicación abusa de lo evidente, ya no hay tiempo para lo que
hay que descifrar: lo misterioso y lo sutil no alcanzan a favorecer el rating,
y los contactos incesantes hacen cada vez más difícil estar con nosotros mismos
(¿habrían podido Shakespeare o Marcel Proust madurar sus obras inagotables con
un televisor encendido, o con un teléfono celular acosándolos noche y día?).
Cada vez más los sonidos humanos nos impiden oír la voz de la naturaleza y el
rumor de nuestros pensamientos.
Los áulicos de la actualidad
suelen decir que nunca en la historia hubo menos crímenes, que nunca hubo menos
guerras, que nunca se prolongó tanto la expectativa de vida de unas
generaciones, afirmaciones que no son indudables. Pero igual hace un siglo, en
vísperas de la Primera Guerra Mundial, entre las alegrías indolentes de la
Belle Époque, el mundo parecía en paz eterna. Basta ver los afiches de
Toulouse-Lautrec en el Moulin Rouge para sentir que ese fin de siècle era
alegre y fascinante. Antes de la Segunda Guerra Mundial fueron los locos años
veinte y treinta, cuando reinaba una suerte de aturdido optimismo, y cualquiera
podía decirle entonces a Kafka que sus relatos sombríos y sus atmósferas
opresivas eran excesivamente pesimistas: el mundo había dejado atrás la guerra,
el Pacto de Versalles había puesto todo en su sitio.
Pero veinte años después,
a la actualidad europea la describía mejor Kafka que los cabarets de Berlín. La
mera actualidad suele alimentar muchas ilusiones, y los verdaderamente
informados deberían tener en cuenta la historia de la humanidad: no apenas la
historia de las últimas décadas. Y también habría que mirar cómo han sido de
verdad esas décadas. No para palabras sentimentales como optimismo y pesimismo,
inventadas por Voltaire y contra Voltaire hace dos siglos, sino para una vida
más prudente y vigilante.
Eso no tiene que
privarnos de la felicidad de estar vivos, del disfrute de las cosas
maravillosas que ha inventado la especie para su bienestar, de las lecciones y
los deleites inagotables de la música, las letras y las artes, del
cinematógrafo, de la capacidad que brinda nuestra época, al menos a algunos, de
recorrer el mundo y testimoniar sus milagros. No tiene que privarnos de las
Alejandrías de internet, del milagro quirúrgico y farmacéutico que puede hacer
la vida más llevadera y más feliz, pero nos ayudará a no ser cómplices de las
sombras peligrosas que siguen creciendo en la trastienda de nuestra
derrochadora sociedad industrial, cuyos dones describe mejor aquel verso de
Borges: joys with a dark hemisphere (alegrías que tienen un hemisferio oscuro).
Ahí están la bodega
espeluznante de los arsenales nucleares, la contaminación planetaria, el
calentamiento global, que no son males menores. Ahí está el cambio inconsulto
de una dieta de cincuenta siglos por los apresurados experimentos de la
industria transgénica, que no ha demostrado sus excelencias, y ni siquiera su
inocuidad, pero ya invade inexorablemente nuestros platos. Ahí están los
desechos nucleares infestando las playas de los países débiles, y un continente
de plásticos flotando en el océano Pacífico, y el peligro de que el confort y
la satisfacción de un pequeño sector de la presente generación humana puedan
terminar siendo no sólo onerosos sino fatales para las siguientes generaciones.
El precio de que
supuestamente vivamos con tanta plenitud, y eso está en duda, de que podamos
consumir todas las cosas útiles o necias que arroja la industria, y de que cada
cosa tenga su sofisticado y costoso empaque, no puede ser que destruyamos el
entorno vital de las generaciones siguientes. No podemos estar tan satisfechos
de nuestra manera de vivir, tan aturdidos, siendo conscientes ya del daño que
le estamos infligiendo al planeta, que estemos dispuestos a sacrificar en los
altares de nuestra satisfacción todo el futuro.
De esos temas sólo se
atreven a hablar los que miran el mundo con amor pero con desconfianza. Los que
saben que son necesarios la prudencia y el espíritu crítico; que el poderío
industrial, científico y tecnológico, que hoy campea sobre el planeta, tiene ya
muchos publicistas a sueldo que le canten día y noche, y que por ello no sólo
es útil sino necesario que otros le hagan a la humanidad algunas serenas
advertencias.
No hay daño en ser
vigilantes: en cambio puede ser muy dañino ser demasiado indulgentes con esos
mismos poderes que a lo largo del tiempo no vacilaron en traficar con razas
enteras, que envenenaron de opio a la China, que invadieron los continentes a
sangre y fuego con el discurso del progreso en los labios, que esclavizaron y
exterminaron muchedumbres, sólo porque tenían una superioridad técnica y eso
los hacía creer que también sus propósitos eran superiores, y que al final se
fueron con sus diamantes, con su oro, con sus maderas y con su música a otra
parte, dejando vastas regiones del mundo donde hubo bosques y selvas y ríos y
culturas, convertidas en yermos lunares.
Excelente análisis de lo que estamos viviendo. Lástima que muchos no se percatan de esta realidad; algunos porque no tienen tiempo, otros por ignorancia y otros porque les conviene callar. Lo que yo hago es divulgar este tipo de artículos entre mis amigos y familiares.
ResponderEliminarMi reconocimiento al autor!