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sábado, 8 de marzo de 2014

Obama y “el lado correcto de la historia”

Si esa  historia imperial que la Casa Blanca pretende imponer al mundo es la correcta, bienvenida sea la proscripción de sus altares. Porque la de nuestra América profunda es una historia muy distinta: aquella de las luchas por la liberación frente a todos los poderes que no dejan de abatirse contra estas tierras y sus pueblos.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

Como casi todos los presidentes de los Estados Unidos, Barack Obama no resistió a la tentación de pontificar sobre el curso universal de los acontecimientos y decidir, según la particular visión de las élites estadounidense, sobre la bondad y la maldad humana, incluso en el lugar más remoto del mundo.

Tras los atentados de setiembre del 2001, George W. Bush había proclamado el dictum del imperialismo en el siglo XXI: “quien no está con nosotros, está contra nosotros”; ahora, el actual mandatario también hace su parte de ese libreto: esta semana, con motivo de la crisis ucraniana, el ascenso de un gobierno de facto con elementos vinculados al ultranacionalismo–reconocidos y apoyados por Washington-, y la decisión del presidente Vladimir Putin de emprender acciones políticas y militares para defender a los ciudadanos rusófonos y los intereses de su país en la región de Crimea (¿cuántas veces ha invocado la Casa Blanca ese argumento en sus zonas de influencia?), un Obama contrariado por el giro de la situación declaró que Rusia se encuentra “del lado incorrecto de la historia” (La Jornada, 04-03-2014).

Los rusos no son la única amenaza que construye el relato imperial y que difunde a través de sus cajas de resonancia mediáticas: ya a finales de febrero, Obama tomó partido a favor de los grupos radicales de la oposición venezolana, quienes protagonizaron actos de violencia en Caracas y otras ciudades, en un claro intento golpista contra el gobierno constitucional de Nicolás Maduro; y, sin escrúpulos, el presidente dejó caer todo el peso de su juicio de infalibilidad sobre la Revolución Bolivariana, a la que acusó de “reprimir” las “protestas populares” (¿a cuál pueblo se referiría Obama?), tal y como –dijo- estaba sucediendo en Ucrania, ese laboratorio de pruebas de los nuevos golpes de Estado. Establecida esta identidad,  dejó entreabierta la puerta para que los enemigos de la revolución en Venezuela también apelen a soluciones de fuerza y en abierta violación de la Constitución. Como ocurrió en Ucrania.

Si ellos, los bárbaros rusos de Oriente, o los bárbaros bolivarianos de América del Sur, encarnan el mal histórico, nosotros, el bien representado por las civilizadas potencias de Occidente, debemos enfrentarlos: tal parece ser la lógica que sigue el discurso de la Casa Blanca en la actual coyuntura mundial.

No obstante, con su cinismo y su poca autoridad moral, Washington solo se pone en evidencia ante la opinión pública: al repudiar las acciones del gobierno ruso de Putin, condena también las acciones y los argumentos que los sucesivos gobiernos de  Estados Unidos han utilizado para seudojustificar, desde el siglo XIX, su largo expediente de intervenciones militares en distintas regiones del planeta, y en particular, en América Latina.

Y es que, precisamente, la historia de las intervenciones imperiales de Estados Unidos en nuestra región es también la historia de una inversión ideológica: a saber, la de una trampa de la argumentación que carga sobre los oprimidos el peso de la dominación que sufren, como acto justificativo de la razón y la acción imperiales. Siguiendo ese método, como explica Franz Hinkelammert, la realidad se reinterpreta bajo una lógica en la cual “las víctimas son las culpables y los victimarios los inocentes que se arrogan ser los jueces del mundo”[1]. Así es como ha procedido el presidente Obama contra Venezuela, y probablemente sea lo que no soporta que, bajo otras circunstancia políticas y culturales, haga Putin en Ucrania, desafiando una supuesta hegemonía global que hoy pende de un hilo.

En cualquier caso, si esa  historia imperial que la Casa Blanca pretende imponer al mundo es la correcta, bienvenida sea la proscripción de sus altares. Porque la de nuestra América profunda es una historia muy distinta: aquella de las luchas por la liberación frente a todos los poderes que no dejan de abatirse contra estas tierras y sus pueblos. Es la historia de los pobres, de “los explotados y vilipendiados”, como lo expresaba, con resonancia de siglos, la Segunda Declaración de La Habana, de 1962: la historia que escriben aquellos y aquellas que levantan “sus banderas, sus consignas, haciéndolas correr en el viento por entre las montañas o a lo largo de los llanos”, como  una “ola de estremecido rencor, de justicias reclamada, de derecho pisoteado que se empieza a levantar por entre las tierras de Latinoamérica”, y que se expresa en la inmensa marcha de “los más, los mayoritarios en todos los aspectos, los que acumulan con su trabajo las riquezas, crean los valores, hacen andar las ruedas de la historia, y que ahora despiertan del largo sueño embrutecedor a que los sometieron”.



[1] Hinkelammert, F. (2003). El sujeto y la ley. El retoro del sujeto reprimido. Heredia: EUNA. Pp. 79-80.

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