Si esa historia imperial que la Casa Blanca pretende
imponer al mundo es la correcta, bienvenida sea la proscripción de sus altares.
Porque la de nuestra América profunda es una historia muy distinta: aquella de
las luchas por la liberación frente a todos los poderes que no dejan de
abatirse contra estas tierras y sus pueblos.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Como casi todos los
presidentes de los Estados Unidos, Barack Obama no resistió a la tentación de
pontificar sobre el curso universal de los acontecimientos y decidir, según la
particular visión de las élites estadounidense, sobre la bondad y la maldad
humana, incluso en el lugar más remoto del mundo.
Tras los atentados de
setiembre del 2001, George W. Bush había proclamado el dictum del imperialismo en el siglo XXI: “quien no está con nosotros, está contra nosotros”; ahora, el
actual mandatario también hace su parte de ese libreto: esta semana, con motivo
de la crisis ucraniana, el ascenso de un gobierno de facto con elementos
vinculados al ultranacionalismo–reconocidos y apoyados por Washington-, y la
decisión del presidente Vladimir Putin de emprender acciones políticas y
militares para defender a los ciudadanos
rusófonos y los intereses de su país en la región de Crimea (¿cuántas veces
ha invocado la Casa Blanca ese argumento en sus zonas de influencia?), un Obama contrariado por el giro de la
situación declaró que Rusia se encuentra “del
lado incorrecto de la historia” (La Jornada,
04-03-2014).
Los rusos no son la
única amenaza que construye el relato
imperial y que difunde a través de sus cajas de resonancia mediáticas: ya a
finales de febrero, Obama tomó partido a favor de los grupos radicales de la
oposición venezolana, quienes protagonizaron actos de violencia en Caracas y
otras ciudades, en un claro intento golpista contra el gobierno constitucional
de Nicolás Maduro; y, sin escrúpulos, el presidente dejó caer todo el peso de
su juicio de infalibilidad sobre la Revolución Bolivariana, a la que acusó de
“reprimir” las “protestas populares” (¿a cuál pueblo se referiría Obama?), tal y como –dijo- estaba sucediendo en
Ucrania, ese laboratorio de pruebas de los nuevos golpes de Estado. Establecida
esta identidad, dejó entreabierta la
puerta para que los enemigos de la revolución en Venezuela también apelen a
soluciones de fuerza y en abierta violación de la Constitución. Como ocurrió en
Ucrania.
Si ellos, los bárbaros rusos de Oriente, o los bárbaros bolivarianos
de América del Sur, encarnan el mal histórico, nosotros, el bien representado por las civilizadas potencias de
Occidente, debemos enfrentarlos: tal parece ser la lógica que sigue el discurso
de la Casa Blanca en la actual coyuntura mundial.
No obstante, con su
cinismo y su poca autoridad moral, Washington solo se pone en evidencia ante la
opinión pública: al repudiar las acciones del gobierno ruso de Putin, condena
también las acciones y los argumentos que los sucesivos gobiernos de Estados Unidos han utilizado para
seudojustificar, desde el siglo XIX, su largo expediente de intervenciones
militares en distintas regiones del planeta, y en particular, en América
Latina.
Y es que, precisamente,
la historia de las intervenciones imperiales de Estados Unidos en nuestra
región es también la historia de una inversión ideológica: a saber, la de una
trampa de la argumentación que carga sobre los oprimidos el peso de la
dominación que sufren, como acto justificativo de la razón y la acción imperiales. Siguiendo
ese método, como explica Franz Hinkelammert, la realidad se reinterpreta bajo
una lógica en la cual “las víctimas son las culpables y los victimarios los
inocentes que se arrogan ser los jueces del mundo”[1].
Así es como ha procedido el presidente Obama contra Venezuela, y probablemente
sea lo que no soporta que, bajo otras circunstancia políticas y culturales, haga
Putin en Ucrania, desafiando una supuesta hegemonía global que hoy pende de un
hilo.
En cualquier caso, si
esa historia imperial que la Casa Blanca
pretende imponer al mundo es la correcta,
bienvenida sea la proscripción de sus altares. Porque la de nuestra América
profunda es una historia muy distinta: aquella de las luchas por la liberación
frente a todos los poderes que no dejan de abatirse contra estas tierras y sus
pueblos. Es la historia de los pobres, de “los explotados y vilipendiados”,
como lo expresaba, con resonancia de siglos, la Segunda Declaración de La Habana, de 1962: la historia
que escriben aquellos y aquellas que levantan “sus banderas, sus consignas,
haciéndolas correr en el viento por entre las montañas o a lo largo de los
llanos”, como una “ola de estremecido
rencor, de justicias reclamada, de derecho pisoteado que se empieza a levantar
por entre las tierras de Latinoamérica”, y que se expresa en la inmensa marcha
de “los más, los mayoritarios en todos los aspectos, los que acumulan con su
trabajo las riquezas, crean los valores, hacen andar las ruedas de la historia,
y que ahora despiertan del largo sueño embrutecedor a que los sometieron”.
[1] Hinkelammert, F.
(2003). El sujeto y la ley. El retoro del
sujeto reprimido. Heredia: EUNA. Pp. 79-80.
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