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sábado, 15 de marzo de 2014

Recuperar el debate estratégio

Parece evidente que estamos ante un recodo de la historia. Lo que suceda en los próximos años, sumado a lo que ya está sucediendo, tendrá efectos de largo plazo. Lo que hagamos, o lo que dejemos de hacer, va a tener alguna influencia en el destino inmediato de nuestras sociedades. Sabemos que es necesario actuar, pero no está claro que seamos capaces de hacerlo en la dirección adecuada.

Raúl Zibechi / LA JORNADA

Los recientes sucesos en Ucrania y Venezuela intensificaron la sensación de que estamos ante momentos decisivos. Esta coyuntura devela que la violencia jugará un papel decisivo en la definición de nuestro futuro. Guerra entre estados, lucha entre clases, conflictos violentos entre los más diversos grupos, desde pandillas hasta organizaciones de narcotraficantes. Como sucedió en otros periodos de la historia, la violencia empieza a decidir coyunturas y crisis.

La violencia no es la solución, y cuanto más tiempo podamos aplazarla, tanto mejor. “Sin violencia no podemos lograr nada. Pero la violencia, por muy terapéutica y eficaz que sea, no resuelve nada”, escribió Immanuel Wallerstein en el prefacio del libro de Frantz Fanon Piel negra, máscaras blancas (Akal, 2009). Estar preparados para la violencia, pero subordinarla al objetivo del cambio social, es parte de los debates estratégicos necesarios.

Menciono la cuestión de la violencia porque de eso se trata en Venezuela y en Ucrania, en Bosnia, Sudán del Sur, Siria y cada vez más lugares. Nos guste o no, los conflictos no se están resolviendo en las urnas, sino en las calles y en las barricadas, mediante artes insurreccionales que las derechas están aprendiendo a utilizar para sus fines, apoyadas por las grandes potencias occidentales, Estados Unidos y Francia en lugar muy destacado. La llamada democracia languidece y tiende a desaparecer.

No me canso de leer y reproducir la visión que trasmitió el periodista Rafael Poch de la plaza Maidán de Kiev: “En sus momentos más masivos ha congregado a unas 70 mil personas en esta ciudad de 4 millones de habitantes. Entre ellos hay una minoría de varios miles, quizá cuatro o cinco mil, equipados con cascos, barras, escudos y bates para enfrentarse a la policía. Y dentro de ese colectivo hay un núcleo duro de quizás mil o mil 500 personas puramente paramilitar, dispuestos a morir y matar, lo que representa otra categoría. Este núcleo duro ha hecho uso de armas de fuego” ( La Vanguardia, 25/2/14).

Multitudes protestando y pequeños núcleos decididos y organizados enfrentándose a los aparatos estatales a los que suelen desbordar. Lo consiguen por tres motivos: porque hay decenas de miles en las calles que representan el sentir de una parte de la sociedad, que legitima la protesta; porque hay una “vanguardia” a menudo entrenada y financiada desde fuera, y porque el régimen no está en condiciones de reprimirlos, ya sea por debilidad, falta de convicción o porque no tiene un plan para el día siguiente.

Que las derechas hayan fotocopiado las formas de hacer de los revolucionarios y las utilicen para sus fines, y que cuenten con abundante apoyo del imperialismo, no hace a la cuestión central: ¿cómo enfrentar situaciones en las que el Estado es desbordado, neutralizado o usado contra los de abajo?

Mi primera hipótesis es que las fuerzas antisistémicas no estamos preparadas para actuar sin el paraguas estatal. Casi todos los gobiernos progresistas del continente fueron posibles gracias a la acción directa en las calles, pagando un alto precio por poner el cuerpo a las balas, pero esa dinámica queda demasiado lejos y ya no es patrimonio de los movimientos. Poner el cuerpo dejó de ser el sentido común de la protesta, sobre todo desde que reapareció el escudo estatal con los gobiernos progresistas.

La segunda es que la confianza en el Estado paraliza y desarma moralmente a las fuerzas antisistémicas. A mi modo de ver, la peor consecuencia de esta confianza es que hemos desarmado nuestras viejas estrategias. Este punto tiene dos pliegues: por un lado, no está claro por qué mundo luchamos, toda vez que el socialismo estatista dejó de ser proyección de futuro. Por otro, porque no está a debate si nos afiliamos a las tesis insurreccionales o a la guerra popular prolongada, o sea a las tipologías europea y tercermundista de la revolución.

No quiero detenerme en la cuestión electoral porque no la considero una estrategia para cambiar el mundo, ni siquiera un modo de acumular fuerzas. Entiendo que hay gobiernos mejores y peores, pero no podemos tomar en serio el camino electoral como una estrategia revolucionaria. En suma, no estamos debatiendo el cómo. En tanto, las derechas sí tienen estrategias, en las que lo electoral juega un papel decorativo.

Entre la insurrección y la guerra popular, el zapatismo inaugura un nuevo camino, que combina la construcción de poderes no estatales defendidos armas en mano por las comunidades y bases de apoyo, con la construcción de un mundo nuevo y diferente en los territorios que esos poderes controlan.

Puede argumentarse que se trata de una variable de la guerra popular esbozada por Mao y Ho Chi Minh. No lo veo de esa manera, más allá de alguna similitud formal. Creo que la innovación radical del zapatismo no puede comprenderse sin asimilar la rica experiencia del movimiento indígena y del feminismo, en un punto crucial: no luchan por la hegemonía, no quieren imponer sus modos de hacer. Hacen; y que los demás decidan si acompañan o no.

En este argumento hay una trampa. No se puede “luchar por la hegemonía” porque sería trasmutarla en dominación, algo que las revoluciones triunfantes olvidaron muy pronto. La hegemonía se consigue “naturalmente”, por usar un término afín a Marx: por contagio, empatía o resonancia, con modos de hacer que convencen y entusiasman. Me parece que recuperar el debate estratégico es más importante para cambiar el mundo que la enésima denuncia contra el imperialismo. Que sigue siendo necesario firmar manifiestos, pero no alcanza.

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