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sábado, 10 de mayo de 2014

Salud Mental: entre mitos y prejuicios

Los países de la región centroamericana tienen una historia común; por tanto, tienen también en común similares problemas, y de igual modo, similares búsquedas de soluciones para ellos. Esto se aprecia en todos los campos. Por lo tanto, no podría ser de otra manera para el tema de la Salud Mental. [1]

Marcelo Colussi** / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Para adentrarnos en este ámbito, tomaremos tres países: Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Sin dudas, hay rasgos propios muy particulares para cada uno de ellos; pero también elementos comunes que los homogenizan. Por lo pronto: los tres presentan grandes índices de pobreza en sus poblaciones (entre un 40 y 50% de la misma vive en esas condiciones; es decir, tomando los estándares fijados por la Organización de Naciones Unidas, con 2 dólares diarios). Otro rasgo común es que los tres vienen de grandes guerras internas que dejaron saldos tremendos, tanto en pérdidas humanas (muertos y discapacitados) como en daños materiales (valorados en los tres casos en miles de millones de dólares). Guerras que, en general, han sido muy poco trabajadas como factor que afecta la Salud Mental de las poblaciones en el mediano y largo plazo, por lo que sus efectos perduran aún, haciendo que en sus sociedades actuales se encuentren altas cuotas de violencia, expresadas de distintas maneras. Estas notas comunes hacen que, salvando las diferencias propias de cada uno (como por ejemplo el marcado racismo y la composición con alta presencia de pueblos originarios en Guatemala, fenómeno que no se da en Nicaragua ni en El Salvador), son más los rasgos que los unen que aquellos que los separan.

Sociedades empobrecidas, violentadas, que vienen de experiencias de guerras tremendas y con historias de autoritarismo a sus espaladas (formas de gobierno autoritarias donde predominaron dictaduras militares así como relaciones sociales también marcadas por el autoritarismo vertical, por el patriarcado, por el adultocentrismo y la homofobia), todo eso da como resultado unas condiciones de vida que no propician precisamente la armonía, la paz social, el bienestar.

Sabiendo de lo complejo del tema de la Salud Mental (noción mucho más político-social, ideológica y cultural que biomédica), tratando de entender por ella el “sano y productivo relacionamiento con el medio circundante”, es evidente que en estos tres países ahora estudiados sobran motivos que conspiran contra la misma. Si Salud Mental de alguna manera tiene que ver con “ser medianamente feliz”, con “poder resolver productivamente los problemas de la vida”, con “autorealizarse”, es evidente que en esta región todo eso es bastante difícil, por no decir casi quimérico. “En Guatemala sólo borracho se puede vivir”, expresó alguna vez el Premio Nobel Miguel Ángel Asturias.

Rápidamente hay que despejar un equívoco: la Salud Mental no está asegurada por una sumatoria de condiciones materiales concretas. Tener resueltas las necesidades básicas, vivir en un entorno agradable, comer todos los días, todo eso constituye una condición indispensable para la calidad de la vida. Pero no asegura por fuerza que, aún teniéndolo, alguien no presente problemas ligados a lo que llamamos “Salud Mental”. ¿Se puede prever, o incluso asegurar, que alguien no se deprima, no se angustie, esté libre de conflictos, no se tiente y transgreda normas, no presente síntomas e inhibiciones, en algún momento no le encuentre sentido a su vida, no abuse de sustancias psicotrópicas, esté libre de prejuicios?

Plantear todo esto, aún sin definirla explícitamente, ya da un marco que permite entender por dónde va la idea de Salud Mental. Sin dudas estamos ante un concepto problemático, intrincado, polémico, porque no es una noción médico-biológica. Ponernos de acuerdo en torno ella implica abrir cuestionamientos sobre la ideología, sobre los poderes. La noción de “normalidad” en este dificultoso y siempre resbaladizo campo de la Salud Mental no es un asunto bioquímico, anátomo-fisiológico. Por eso cuesta tanto definir qué hacer y qué no hacer cuando se interviene ahí. Medicar, practicar electroshocks o promover la prevención y grupos de contención no son cuestiones sólo biomédicas. Como no lo son, sólo por tomar algunos ejemplos orientadores sobre los que volveremos y que sin dudas grafican lo que tiene que ver con la Salud Mental, la homosexualidad o la tortura, cuestiones que nos convocan e interrogan.

¿Qué es ser un enfermo mental? Esa es otra manera de preguntar por la Salud Mental. Se consideran enfermos a quienes no entran en la norma. Y ahí nacen los problemas: el paradigma para determinar quién entra en esa norma y quién no, es una delicada cuestión ideológica. En la antigüedad clásica griega la homosexualidad era un privilegio, un lujo de los aristócratas varones. No de las mujeres, aunque fueran aristócratas; no de los plebeyos, aunque fueran varones. Hasta hace algunos años era una entidad patológica en las clasificaciones de las Enfermedades Mentales (la CIE de la Organización Mundial de la Salud, el DSM estadounidense, tan afecto en Centroamérica). Hoy día ya no lo son. ¿Son una opción sexual? ¿Sería mejor decir “una tendencia”? ¿O constituyen un pecado?..., pues hay gente que sigue pensando eso: “Adán y Eva y no… Adán y Esteban”, dijo una predicadora… también médica. Y si es un pecado, ¿es venial o mortal? Pero ¿cómo es que en algunos países se legalizan los matrimonios entre personas de un mismo sexo? Como vemos, no se trata de referentes biomédicos los que lo deciden; son cuestiones eminentemente político-sociales.

Y para tomar el otro provocativo ejemplo propuesto, la tortura: ¿es normal practicarla? Se la condena por todos lados, pero sabemos que hace parte de las prácticas comunes de las distintas fuerzas armadas en cualquier parte del mundo, mejorándose día a día sus técnicas de aplicación. ¡Hasta existe una tecnología militar que enseña cómo resistirla en casos extremos! ¿Hay que ser un enfermo mental, un psicópata perverso para dedicarse a ella, o hace parte del entrenamiento normal de un guerrero contemporáneo? En los tres países en cuestión de los que ahora hablamos, está abolida. Pero, ¿realmente está abolida? En los linchamientos, práctica bastante común en Guatemala, se la usa sin ningún miramiento, y es población llamada normal la que tortura a un delincuente antes de matarlo, a veces prendiéndole fuego. ¿Somos unos enfermos mentales entonces?

Sólo por ejemplificarlo con estos dos casos paradigmáticos –y con ellos abrir el debate– puede verse que las conductas humanas son mucho más complejas que simples respuestas a estímulos. ¿No hay deseo acaso? Todos sabemos que si fumamos podemos contraer cáncer… pero la gente fuma. Y todos sabemos que si se mantienen relaciones sexuales con un desconocido sin protección hay alto riesgo de contraer enfermedades infecto-contagiosas, VIH incluido. De todos modos, 3,000 personas por día contraen este virus a nivel mundial, en muchos casos debido a prácticas sexuales de riesgo. ¿Puede explicar eso algún dispositivo instintivo-biológico? Y así podríamos plantearnos una lista enorme de preguntas/problemas: ¿por qué ser “sexoservidora” no ofende tanto, pero ser “puta”, sí? ¿Y qué fuerza “instintiva” decide el racismo? ¿Cómo entender, desde disparadores biológicos, la monogamia oficial de Occidente –que incluye “canitas al aire” extraoficiales– o el harem de la tradición musulmana? Definitivamente, estamos hablando de temas sociales, de lucha de poderes, de ideologías que los justifican. En esto, la psiquiatría juega un papel definitorio; pero queda claro que la psiquiatría no es, entonces, una formulación hecha desde el saber científico: es una práctica de poderes. Y es la psiquiatría quien tiene la voz cantante en este complicado campo de la Salud Mental.

A partir de presupuestos biológicos centrados en el campo de la enfermedad, en el proceso mórbido que rompe una normalidad, una homeostasis, se pudo haber construido toda una edificación diagnóstica que sanciona quién está “sano”, quién está “en equilibrio”, y quién se sale de esa norma. Y ahí tenemos el nacimiento de la psiquiatría clásica. Decir esto no es nada nuevo; ya se ha dicho y criticado en infinidad de oportunidades. Pero nunca está de más recordarlo. Las clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida –y nada crítica– idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma propuesto como normal puede ser enfermo. Idea limitada, sin dudas, que merece ser repensada. ¿Qué clasifican las clasificaciones psiquiátricas? O dicho de otro modo: ¿de qué enfermedad nos hablan? ¿Son “enfermedades” la homosexualidad y la tortura entonces? La ideología psiquiátrica parte de supuestos, de una determinada normalidad, una homeostasis psíquica podría decirse, que se rompe y que puede ser restaurada. Incluso hay toda una Psicología que aborda el tema con similar ideología. Y ahí tenemos el amplio campo de lo que, quizá provocativamente, podría llamarse “apapachoterapias”: habría una normalidad por un lado, feliz y libre de conflictos, y hay enfermedad en su antípoda. La misión de quien trabaja en el campo siempre complicado de definir de la Salud Mental sería el técnico que restaura la felicidad o el equilibrio perdido. Las clasificaciones psiquiátricas serían el manual para el caso.

Pero ¿quién puede estar sano de inhibiciones, síntomas y angustias varias? Retomando algunos de los ejemplos que más arriba se mencionaban: ¿quién es más “normal”: el que fuma o el que no fuma? ¿El homosexual declarado, el que lo fustiga, el que lo acepta? ¿Y qué debe hacerse entonces si nuestro hijo o hija nos declara que es homosexual? Quizá sea imposible evitar que esos conflictos que definen nuestra humana condición dejen de provocar distintas manifestaciones: inhibiciones, síntomas, angustias. El punto está en cómo abordar todo eso, qué lugar darle, qué espacios reales desde los sistemas de salud existentes, incluso los de educación, se abren para abordarlos, para prevenirlos, para enmarcarlos sin estigmatizarlos.

La atención primaria es el mejor camino para promover la salud. Desde la histórica conferencia de la OMS de Alma-Ata, Kazajistán, en 1978, ese es el camino trazado para promoverla, y que los países que presentan los mejores índices han seguido. La pregunta abierta es cómo plantearse esta estrategia cuando se trata de Salud Mental. Sin dudas eso es difícil, y ya se ha dicho muchísimo al respecto. Si algo podemos aportar hoy en este encuentro es dejar indicado que una atención que no niegue ni tape los conflictos en la esfera psicológica debe apuntar a hablar de ellos. Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas –comúnmente llamados, quizá en forma incorrecta, “mentales”– sino permitir que se expresen. Dicho en otros términos: priorizar la palabra, la expresión, dejar que los conflictos se ventilen. Esto no significa que se terminarán las inhibiciones, la angustia, el malestar que conlleva la vida cotidiana, las fantasías, los síntomas. ¿Cómo poder terminar con ello, si eso es el resultado de nuestra condición? La promoción de la Salud Mental es abrir los espacios que permitan hablar del malestar. ¿Qué significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad paradisíaca, a evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas. En tanto haya seres humanos habrá diferencias, y eso es ya motivo de tensión.

La Salud Mental es, en definitiva, el propiciar los espacios de diálogo, de palabra y de simbolización para que el malestar no nos inunde, no nos inmovilice ni tampoco para que sea motivo de estigmatización de nadie. En ese sentido “espacios de palabra” significa lugares donde se pueda hablar libremente. Eso pueden ser grupos, dispositivos que faciliten abordajes individuales sin estigmatizar, trabajo con parejas, charlas, espacios comunitarios. La Salud Mental no está encerrada en un consultorio: está en la palabra que permite conocerse a sí mismo. Eso, en definitiva, se puede dar en cualquier lado, en las calles, en las plazas públicas, en la comunidad toda.

Ahora bien: ¿qué se está haciendo en estos tres países –Nicaragua, El Salvador y Guatemala– en el campo de la Salud Mental?

Para decirlo con palabras textuales de quienes investigaron hace algún tiempo el tema y aportan datos precisos, permítasenos citar un estudio de la Organización Mundial de la Salud / Organización Panamericana de la Salud –OMS/OPS– del año 2006[2]. Puede leerse allí que, para todos los países investigados: “Actualmente no existe una política, ni legislación sobre Salud Mental, pero sí planes para la implementación de acciones de Salud Mental [y algunas acciones específicas como] intervención en desastres”. Esto indica, desde ya, una posición definida con respecto al campo en cuestión: la Salud Mental importa poco, o no importa. Se mueve reactivamente, según mitos y prejuicios ya establecidos, sin hacerse necesario un instrumento jurídico que la enmarque.

De hecho, es el “pariente pobre” en el campo sanitario: “De los gastos de salud solo el 1% está destinado a Salud Mental, y de éste [en los tres países casi por igual, es decir: alrededor de un 90%, o más] está destinado a gastos de hospitales psiquiátricos”[3]. No caben dudas que sigue primando una visión psiquiátrico-manicomial del asunto, quedando todo lo que tenga que ver con atención primaria, prevención y promoción sólo como declaración, como algo más cosmético que efectivo. La Salud Mental se sigue concibiendo en términos de enfermedad: es “sano” mentalmente… el que no delira. Una cuota de malestar intrínseco a la civilización y el conflicto como dimensión normal de la dinámica humana, no existen en esta cosmovisión. Prima la visión biológico-estadística que busca silenciar el “disturbio”, lo “anormal”; de ahí la importancia del manicomio, de la reclusión, del abordaje curativo (por cierto con métodos cuestionables, como la hiper medicación, el electroshock, incluso el manual de autoayuda que brindaría el camino a la supuesta felicidad).

Tanto el conocimiento in situ de estas tres realidades –por experiencia personal, por intercambio con otros trabajadores del campo de la Salud Mental– así como los datos aportados por el estudio de marras, permiten llegar a la conclusión que son menos las fortalezas que las debilidades las que pueden encontrarse en los tres países. En ese sentido pueden mencionarse como déficit a abordar en lo inmediato[4]:

       “la falta de legislación y políticas sobre Salud Mental (no existen mecanismos para la promoción y protección sistemática de los derechos humanos de los pacientes con problemas mentales),
       la asignación de un bajo porcentaje de los gastos de salud en relación a los gastos de Salud Mental,
       la concentración de los recursos humanos y camas cerca de la ciudad más grande, [en los tres casos, la capital del país]
       la ausencia de protocolos de atención para casos con trastornos mentales en el nivel primario y segundo nivel,
       la ausencia de unidades de hospitalización psiquiátricas en el segundo nivel articuladas a los centros de salud,
       el desabastecimiento de psicofármacos imprescindibles en el nivel primario como son los antipsicóticos de depósito y orales, antidepresivos, ansiolíticos y estabilizadores del humor,
       los escasos recursos especializados en psiquiatría en APS [Atención Primaria en Salud], así como la ausencia de equipos de Salud Mental completos donde existe algún recurso,
       la pobre capacitación que se ofrecen al personal de salud de temas de Salud Mental”.

A partir de ello, las recomendaciones sugeridas por el documento de la OMS/OPS –que podemos hacer también nuestras para la ocasión– proponen inteligentes medidas alternativas para remediar/superar la situación, apuntando a revisar las áreas especialmente críticas:

1.     “Perfeccionamiento o reformulación de las políticas y planes nacionales de Salud Mental.
2.    Desarrollo de la legislación sobre Salud Mental.
3.    Mejoramiento de los sistemas de información estadística.
4.    Desarrollo de protocolos y guías para la Atención Primaria en Salud Mental.
5.    Diseño de programas de capacitación al personal de Salud Mental y al personal general de salud.
6.    Definición y desarrollo de un modelo de general de atención integrada entre los 3 niveles de atención de Salud Mental”.[5]

Es innegable que hay una enorme serie de aspectos por modificar, a los que aún se podrían agregar otros, como la dispersión en las iniciativas vinculadas a este ámbito. Por lo pronto, en los tres países más o menos por igual, tanto el Estado como la Seguridad Social brindan pocas respuestas a los problemas de Salud Mental, siendo suplidos ambos por numerosas organizaciones no gubernamentales que, en muchos casos desde un desorganizado activismo reactivo, sirven como parche. Ello se hace particularmente evidente en un tema crucial para los tres países dado por las heridas aún abiertas de las guerras internas vividas hace aún poco tiempo: sociedades post guerra donde son casi nulos los planes de recuperación psicológica de tanta carga negativa.

Esto último, es decir: la falta de abordaje del que quizá constituye el principal problema de Salud Mental de las poblaciones, junto a la dispersión un tanto caótica de las respuestas de la sociedad civil, evidencian la situación real del problema: la Salud Mental es aún un tabú enmarcado en enraizados prejuicios. Ir a un servicio de estos (psiquiatra, psicólogo, y aún otro tipo de prestadores como promotores comunitarios) es un estigma casi vergonzante. “Yo no estoy loco”, es la primera reacción. ¿Cuál sería el problema de reconocer problemas de esta naturaleza?

Ahí es donde debe entrar a jugar un nuevo paradigma, y este foro puede contribuir con su granito de arena en ese sentido: la Salud Mental no es sólo una cuestión de “especialistas”, de técnicos. La Salud Mental está en la promoción de nuevos y superadores modelos de relación entre la gente, en el acabar con prejuicios estigmatizantes, en permitir hablar de los problemas y no taparlos, encerrarlos tras los muros de un hospital psiquiátrico o silenciarlos con tóxicos (los legales: la psicofarmacología, el alcohol), o los ilegales (de marihuana en adelante).

La Salud Mental, por último, debe ir mucho más allá de un consultorio: está en la palabra que libera, en el hablar, en la comunidad que se organiza. Y eso puede hacerse en cualquier sitio, no sólo tras cuatro paredes. Pero ¡cuidado!: no se trata de improvisar cualquier cosa. Debe haber planes sistemáticos con clara dirección. En eso, aunque hoy día esté especialmente alicaído, el Estado debe seguir jugando un papel crucial. Romper prejuicios no es sólo una cuestión de buena voluntad: hay que formular una política pública que lo aliente, lo impulse, lo haga realidad. Ello es imprescindible porque, como dijo Einstein: “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.
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Bibliografía

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NOTAS:
[1] Ponencia presentada en el Congreso de Estudios Mesoamericanos, 8 de mayo de 2014, Guatemala.
** Psicólogo y Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Vivió y trabajó, además de su país natal, en Venezuela, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, donde reside ahora desde hace 18 años. Psicoanalista, docente universitario e investigador social. Tiene numerosas publicaciones en el campo de las ciencias sociales. También incursionó en la narrativa.
[2] Organización Mundial de la Salud / Organización Panamericana de la Salud -OMS/OPS-. (2006). “Informe sobre los sistemas de Salud Mental en Nicaragua, El Salvador y Guatemala”. Managua: OMS/OPS
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Idem.

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