Los países de la región
centroamericana tienen una historia común; por tanto, tienen también en común
similares problemas, y de igual modo, similares búsquedas de soluciones para
ellos. Esto se aprecia en todos los campos. Por lo tanto, no podría ser de otra
manera para el tema de la Salud Mental. [1]
Desde Ciudad de
Guatemala
Para adentrarnos en
este ámbito, tomaremos tres países: Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Sin
dudas, hay rasgos propios muy particulares para cada uno de ellos; pero también
elementos comunes que los homogenizan. Por lo pronto: los tres presentan
grandes índices de pobreza en sus poblaciones (entre un 40 y 50% de la misma
vive en esas condiciones; es decir, tomando los estándares fijados por la
Organización de Naciones Unidas, con 2 dólares diarios). Otro rasgo común es
que los tres vienen de grandes guerras internas que dejaron saldos tremendos,
tanto en pérdidas humanas (muertos y discapacitados) como en daños materiales
(valorados en los tres casos en miles de millones de dólares). Guerras que, en
general, han sido muy poco trabajadas como factor que afecta la Salud Mental de
las poblaciones en el mediano y largo plazo, por lo que sus efectos perduran
aún, haciendo que en sus sociedades actuales se encuentren altas cuotas de
violencia, expresadas de distintas maneras. Estas notas comunes hacen que,
salvando las diferencias propias de cada uno (como por ejemplo el marcado
racismo y la composición con alta presencia de pueblos originarios en
Guatemala, fenómeno que no se da en Nicaragua ni en El Salvador), son más los
rasgos que los unen que aquellos que los separan.
Sociedades
empobrecidas, violentadas, que vienen de experiencias de guerras tremendas y
con historias de autoritarismo a sus espaladas (formas de gobierno autoritarias
donde predominaron dictaduras militares así como relaciones sociales también
marcadas por el autoritarismo vertical, por el patriarcado, por el
adultocentrismo y la homofobia), todo eso da como resultado unas condiciones de
vida que no propician precisamente la armonía, la paz social, el bienestar.
Sabiendo de lo complejo
del tema de la Salud Mental (noción mucho más político-social, ideológica y
cultural que biomédica), tratando de entender por ella el “sano y productivo
relacionamiento con el medio circundante”, es evidente que en estos tres países
ahora estudiados sobran motivos que conspiran contra la misma. Si Salud Mental
de alguna manera tiene que ver con “ser medianamente feliz”, con “poder
resolver productivamente los problemas de la vida”, con “autorealizarse”, es
evidente que en esta región todo eso es bastante difícil, por no decir casi
quimérico. “En Guatemala sólo borracho se
puede vivir”, expresó alguna vez el Premio Nobel Miguel Ángel Asturias.
Rápidamente hay que
despejar un equívoco: la Salud Mental no está asegurada por una sumatoria de
condiciones materiales concretas. Tener resueltas las necesidades básicas,
vivir en un entorno agradable, comer todos los días, todo eso constituye una
condición indispensable para la calidad de la vida. Pero no asegura por fuerza
que, aún teniéndolo, alguien no presente problemas ligados a lo que llamamos
“Salud Mental”. ¿Se puede prever, o incluso asegurar, que alguien no se
deprima, no se angustie, esté libre de conflictos, no se tiente y transgreda
normas, no presente síntomas e inhibiciones, en algún momento no le encuentre
sentido a su vida, no abuse de sustancias psicotrópicas, esté libre de
prejuicios?
Plantear todo esto, aún
sin definirla explícitamente, ya da un marco que permite entender por dónde va
la idea de Salud Mental. Sin dudas estamos ante un concepto problemático,
intrincado, polémico, porque no es una noción médico-biológica. Ponernos de
acuerdo en torno ella implica abrir cuestionamientos sobre la ideología, sobre
los poderes. La noción de “normalidad” en este dificultoso y siempre
resbaladizo campo de la Salud Mental no es un asunto bioquímico,
anátomo-fisiológico. Por eso cuesta tanto definir qué hacer y qué no hacer
cuando se interviene ahí. Medicar, practicar electroshocks o promover la
prevención y grupos de contención no son cuestiones sólo biomédicas. Como no lo
son, sólo por tomar algunos ejemplos orientadores sobre los que volveremos y
que sin dudas grafican lo que tiene que ver con la Salud Mental, la
homosexualidad o la tortura, cuestiones que nos convocan e interrogan.
¿Qué es ser un enfermo
mental? Esa es otra manera de preguntar por la Salud Mental. Se consideran
enfermos a quienes no entran en la norma. Y ahí nacen los problemas: el
paradigma para determinar quién entra en esa norma y quién no, es una delicada
cuestión ideológica. En la antigüedad clásica griega la homosexualidad era un
privilegio, un lujo de los aristócratas varones. No de las mujeres, aunque
fueran aristócratas; no de los plebeyos, aunque fueran varones. Hasta hace
algunos años era una entidad patológica en las clasificaciones de las
Enfermedades Mentales (la CIE de la Organización Mundial de la Salud, el DSM
estadounidense, tan afecto en Centroamérica). Hoy día ya no lo son. ¿Son una
opción sexual? ¿Sería mejor decir “una tendencia”? ¿O constituyen un
pecado?..., pues hay gente que sigue pensando eso: “Adán y Eva y no… Adán y Esteban”, dijo una predicadora… también
médica. Y si es un pecado, ¿es venial o mortal? Pero ¿cómo es que en algunos
países se legalizan los matrimonios entre personas de un mismo sexo? Como
vemos, no se trata de referentes biomédicos los que lo deciden; son cuestiones
eminentemente político-sociales.
Y para tomar el otro
provocativo ejemplo propuesto, la tortura: ¿es normal practicarla? Se la
condena por todos lados, pero sabemos que hace parte de las prácticas comunes
de las distintas fuerzas armadas en cualquier parte del mundo, mejorándose día
a día sus técnicas de aplicación. ¡Hasta existe una tecnología militar que
enseña cómo resistirla en casos extremos! ¿Hay que ser un enfermo mental, un
psicópata perverso para dedicarse a ella, o hace parte del entrenamiento normal
de un guerrero contemporáneo? En los tres países en cuestión de los que ahora
hablamos, está abolida. Pero, ¿realmente está abolida? En los linchamientos,
práctica bastante común en Guatemala, se la usa sin ningún miramiento, y es
población llamada normal la que tortura a un delincuente antes de matarlo, a
veces prendiéndole fuego. ¿Somos unos enfermos mentales entonces?
Sólo por ejemplificarlo
con estos dos casos paradigmáticos –y con ellos abrir el debate– puede verse
que las conductas humanas son mucho más complejas que simples respuestas a
estímulos. ¿No hay deseo acaso? Todos sabemos que si fumamos podemos contraer
cáncer… pero la gente fuma. Y todos sabemos que si se mantienen relaciones
sexuales con un desconocido sin protección hay alto riesgo de contraer
enfermedades infecto-contagiosas, VIH incluido. De todos modos, 3,000 personas
por día contraen este virus a nivel mundial, en muchos casos debido a prácticas
sexuales de riesgo. ¿Puede explicar eso algún dispositivo instintivo-biológico?
Y así podríamos plantearnos una lista enorme de preguntas/problemas: ¿por qué
ser “sexoservidora” no ofende tanto, pero ser “puta”, sí? ¿Y qué fuerza
“instintiva” decide el racismo? ¿Cómo entender, desde disparadores biológicos,
la monogamia oficial de Occidente –que incluye “canitas al aire”
extraoficiales– o el harem de la tradición musulmana? Definitivamente, estamos
hablando de temas sociales, de lucha de poderes, de ideologías que los
justifican. En esto, la psiquiatría juega un papel definitorio; pero queda
claro que la psiquiatría no es, entonces, una formulación hecha desde el saber
científico: es una práctica de poderes. Y es la psiquiatría quien tiene la voz
cantante en este complicado campo de la Salud Mental.
A partir de
presupuestos biológicos centrados en el campo de la enfermedad, en el proceso
mórbido que rompe una normalidad, una homeostasis, se pudo haber construido
toda una edificación diagnóstica que sanciona quién está “sano”, quién está “en
equilibrio”, y quién se sale de esa norma. Y ahí tenemos el nacimiento de la
psiquiatría clásica. Decir esto no es nada nuevo; ya se ha dicho y criticado en
infinidad de oportunidades. Pero nunca está de más recordarlo. Las
clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida –y nada crítica–
idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma
propuesto como normal puede ser enfermo. Idea limitada, sin dudas, que merece
ser repensada. ¿Qué clasifican las clasificaciones psiquiátricas? O dicho de
otro modo: ¿de qué enfermedad nos hablan? ¿Son “enfermedades” la homosexualidad
y la tortura entonces? La ideología psiquiátrica parte de supuestos, de una
determinada normalidad, una homeostasis psíquica podría decirse, que se rompe y
que puede ser restaurada. Incluso hay toda una Psicología que aborda el tema
con similar ideología. Y ahí tenemos el amplio campo de lo que, quizá
provocativamente, podría llamarse “apapachoterapias”: habría una normalidad por
un lado, feliz y libre de conflictos, y hay enfermedad en su antípoda. La
misión de quien trabaja en el campo siempre complicado de definir de la Salud
Mental sería el técnico que restaura la felicidad o el equilibrio perdido. Las
clasificaciones psiquiátricas serían el manual para el caso.
Pero ¿quién puede estar
sano de inhibiciones, síntomas y angustias varias? Retomando algunos de los
ejemplos que más arriba se mencionaban: ¿quién es más “normal”: el que fuma o
el que no fuma? ¿El homosexual declarado, el que lo fustiga, el que lo acepta?
¿Y qué debe hacerse entonces si nuestro hijo o hija nos declara que es homosexual?
Quizá sea imposible evitar que esos conflictos que definen nuestra humana
condición dejen de provocar distintas manifestaciones: inhibiciones, síntomas,
angustias. El punto está en cómo abordar todo eso, qué lugar darle, qué
espacios reales desde los sistemas de salud existentes, incluso los de
educación, se abren para abordarlos, para prevenirlos, para enmarcarlos sin
estigmatizarlos.
La atención primaria es
el mejor camino para promover la salud. Desde la histórica conferencia de la
OMS de Alma-Ata, Kazajistán, en 1978, ese es el camino trazado para promoverla,
y que los países que presentan los mejores índices han seguido. La pregunta
abierta es cómo plantearse esta estrategia cuando se trata de Salud Mental. Sin
dudas eso es difícil, y ya se ha dicho muchísimo al respecto. Si algo podemos
aportar hoy en este encuentro es dejar indicado que una atención que no niegue
ni tape los conflictos en la esfera psicológica debe apuntar a hablar de ellos.
Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas –comúnmente
llamados, quizá en forma incorrecta, “mentales”– sino permitir que se expresen.
Dicho en otros términos: priorizar la palabra, la expresión, dejar que los conflictos
se ventilen. Esto no significa que se terminarán las inhibiciones, la angustia,
el malestar que conlleva la vida cotidiana, las fantasías, los síntomas. ¿Cómo
poder terminar con ello, si eso es el resultado de nuestra condición? La
promoción de la Salud Mental es abrir los espacios que permitan hablar del
malestar. ¿Qué significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad
paradisíaca, a evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas.
En tanto haya seres humanos habrá diferencias, y eso es ya motivo de tensión.
La Salud Mental es, en
definitiva, el propiciar los espacios de diálogo, de palabra y de simbolización
para que el malestar no nos inunde, no nos inmovilice ni tampoco para que sea
motivo de estigmatización de nadie. En ese sentido “espacios de palabra”
significa lugares donde se pueda hablar libremente. Eso pueden ser grupos,
dispositivos que faciliten abordajes individuales sin estigmatizar, trabajo con
parejas, charlas, espacios comunitarios. La Salud Mental no está encerrada en
un consultorio: está en la palabra que permite conocerse a sí mismo. Eso, en
definitiva, se puede dar en cualquier lado, en las calles, en las plazas
públicas, en la comunidad toda.
Ahora bien: ¿qué se
está haciendo en estos tres países –Nicaragua, El Salvador y Guatemala– en el
campo de la Salud Mental?
Para decirlo con
palabras textuales de quienes investigaron hace algún tiempo el tema y aportan
datos precisos, permítasenos citar un estudio de la Organización Mundial de la
Salud / Organización Panamericana de la Salud –OMS/OPS– del año 2006[2].
Puede leerse allí que, para todos los países investigados: “Actualmente no existe una política, ni legislación sobre Salud Mental,
pero sí planes para la implementación de acciones de Salud Mental [y
algunas acciones específicas como]
intervención en desastres”. Esto indica, desde ya, una posición definida
con respecto al campo en cuestión: la Salud Mental importa poco, o no importa.
Se mueve reactivamente, según mitos y prejuicios ya establecidos, sin hacerse
necesario un instrumento jurídico que la enmarque.
De hecho, es el
“pariente pobre” en el campo sanitario: “De
los gastos de salud solo el 1% está destinado a Salud Mental, y de éste [en
los tres países casi por igual, es decir: alrededor de un 90%, o más] está destinado a gastos de hospitales
psiquiátricos”[3]. No caben dudas que sigue primando una
visión psiquiátrico-manicomial del asunto, quedando todo lo que tenga que ver
con atención primaria, prevención y promoción sólo como declaración, como algo
más cosmético que efectivo. La Salud Mental se sigue concibiendo en términos de
enfermedad: es “sano” mentalmente… el que no delira. Una cuota de malestar
intrínseco a la civilización y el conflicto como dimensión normal de la
dinámica humana, no existen en esta cosmovisión. Prima la visión
biológico-estadística que busca silenciar el “disturbio”, lo “anormal”; de ahí
la importancia del manicomio, de la reclusión, del abordaje curativo (por
cierto con métodos cuestionables, como la hiper medicación, el electroshock,
incluso el manual de autoayuda que brindaría el camino a la supuesta
felicidad).
Tanto el conocimiento in situ de estas tres realidades –por
experiencia personal, por intercambio con otros trabajadores del campo de la
Salud Mental– así como los datos aportados por el estudio de marras, permiten
llegar a la conclusión que son menos las fortalezas que las debilidades las que
pueden encontrarse en los tres países. En ese sentido pueden mencionarse como
déficit a abordar en lo inmediato[4]:
• “la falta de legislación y políticas sobre Salud Mental
(no existen mecanismos para la promoción y protección sistemática de los
derechos humanos de los pacientes con problemas mentales),
• la asignación de un bajo porcentaje de los gastos de salud
en relación a los gastos de Salud Mental,
• la concentración de los recursos humanos y camas cerca de
la ciudad más grande, [en los tres casos, la capital del país]
• la ausencia de protocolos de atención para casos con
trastornos mentales en el nivel primario y segundo nivel,
• la ausencia de unidades de hospitalización psiquiátricas
en el segundo nivel articuladas a los centros de salud,
• el desabastecimiento de psicofármacos imprescindibles en
el nivel primario como son los antipsicóticos de depósito y orales,
antidepresivos, ansiolíticos y estabilizadores del humor,
• los escasos recursos especializados en psiquiatría en APS [Atención Primaria en
Salud], así como la ausencia de equipos
de Salud Mental completos donde existe algún recurso,
• la pobre capacitación que se ofrecen al personal de salud
de temas de Salud Mental”.
A partir de ello, las recomendaciones
sugeridas por el documento de la OMS/OPS –que podemos hacer también nuestras
para la ocasión– proponen inteligentes medidas alternativas para
remediar/superar la situación, apuntando a revisar las áreas especialmente
críticas:
1.
“Perfeccionamiento o
reformulación de las políticas y planes nacionales de Salud Mental.
2.
Desarrollo de la
legislación sobre Salud Mental.
3.
Mejoramiento de los
sistemas de información estadística.
4.
Desarrollo de
protocolos y guías para la Atención Primaria en Salud Mental.
5.
Diseño de programas de
capacitación al personal de Salud Mental y al personal general de salud.
6.
Definición y desarrollo
de un modelo de general de atención integrada entre los 3 niveles de atención
de Salud Mental”.[5]
Es
innegable que hay una enorme serie de aspectos por modificar, a los que aún se
podrían agregar otros, como la dispersión en las iniciativas vinculadas a este
ámbito. Por lo pronto, en los tres países más o menos por igual, tanto el
Estado como la Seguridad Social brindan pocas respuestas a los problemas de
Salud Mental, siendo suplidos ambos por numerosas organizaciones no
gubernamentales que, en muchos casos desde un desorganizado activismo reactivo,
sirven como parche. Ello se hace particularmente evidente en un tema crucial
para los tres países dado por las heridas aún abiertas de las guerras internas
vividas hace aún poco tiempo: sociedades post guerra donde son casi nulos los
planes de recuperación psicológica de tanta carga negativa.
Esto
último, es decir: la falta de abordaje del que quizá constituye el principal
problema de Salud Mental de las poblaciones, junto a la dispersión un tanto
caótica de las respuestas de la sociedad civil, evidencian la situación real
del problema: la Salud Mental es aún un tabú enmarcado en enraizados
prejuicios. Ir a un servicio de estos (psiquiatra, psicólogo, y aún otro tipo
de prestadores como promotores comunitarios) es un estigma casi vergonzante.
“Yo no estoy loco”, es la primera reacción. ¿Cuál sería el problema de
reconocer problemas de esta naturaleza?
Ahí es
donde debe entrar a jugar un nuevo paradigma, y este foro puede contribuir con
su granito de arena en ese sentido: la Salud Mental no es sólo una cuestión de
“especialistas”, de técnicos. La Salud Mental está en la promoción de nuevos y
superadores modelos de relación entre la gente, en el acabar con prejuicios
estigmatizantes, en permitir hablar de los problemas y no taparlos, encerrarlos
tras los muros de un hospital psiquiátrico o silenciarlos con tóxicos (los
legales: la psicofarmacología, el alcohol), o los ilegales (de marihuana en
adelante).
La Salud Mental, por
último, debe ir mucho más allá de un consultorio: está en la palabra que
libera, en el hablar, en la comunidad que se organiza. Y eso puede hacerse en
cualquier sitio, no sólo tras cuatro paredes. Pero ¡cuidado!: no se trata de
improvisar cualquier cosa. Debe haber planes sistemáticos con clara dirección.
En eso, aunque hoy día esté especialmente alicaído, el Estado debe seguir
jugando un papel crucial. Romper prejuicios no es sólo una cuestión de buena
voluntad: hay que formular una política pública que lo aliente, lo impulse, lo
haga realidad. Ello es imprescindible porque, como dijo Einstein: “es más fácil desintegrar un átomo que un
prejuicio”.
__________________
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NOTAS:
[1] Ponencia presentada en
el Congreso de Estudios Mesoamericanos, 8 de mayo de 2014, Guatemala.
** Psicólogo y Licenciado en Filosofía por la Universidad
Nacional de Rosario, Argentina. Vivió y trabajó, además de su país natal, en
Venezuela, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, donde reside ahora desde hace 18
años. Psicoanalista, docente universitario e investigador social. Tiene
numerosas publicaciones en el campo de las ciencias sociales. También
incursionó en la narrativa.
[2] Organización Mundial de la Salud /
Organización Panamericana de la Salud -OMS/OPS-. (2006). “Informe sobre los
sistemas de Salud Mental en Nicaragua, El Salvador y Guatemala”. Managua:
OMS/OPS
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Idem.
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