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sábado, 2 de agosto de 2014

Universidad y docencia

Es preciso un ejercicio docente desde una perspectiva francamente humanista que motive al estudiante ante las problemáticas sociales, ecológicas y culturales que configuran el mundo de hoy; que despierte el cuestionamiento, la experimentación y la curiosidad.

Pedro Rivera Ramos* / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Lo que hoy es sin duda la profesión de profesor universitario, nace y se gesta íntimamente vinculada con el surgimiento de las primeras universidades en el mundo. De modo que los cambios y las transformaciones que han sufrido las universidades a lo largo de su historia, no han sido al margen de la necesaria e ineludible exigencia del acomodo, adaptación, o simplemente en muchos casos, al sometimiento del docente a los contextos históricos que se imponen. Y es que no todo lo nuevo o novedoso tiene necesariamente que ser interpretado como un paso positivo o de progreso. No olvidemos además, que nada se produce o se crea en nuestras sociedades, con independencia del entorno político, social, económico, cultural y espiritual prevaleciente y que éste, en casi todas las ocasiones, viene a definir y marcar el carácter, alcance y duración de lo creado, producido o transformado.

Las universidades que nacieron bajo la tutela del Papa o de los Reyes y las características que les fueron propias desde el medioevo, constituyen un ejemplo más que elocuente de estas aseveraciones. Asimismo podríamos decir de las universidades que se han desenvuelto en férreas dictaduras militares o civiles, guerras sangrientas o plenas sociedades democráticas. Es decir, que  universidad y docencia no siempre evolucionan y se desarrollan como consecuencia de procesos inherentemente intrínsecos o de una autonomía que se torna cada día más difusa; en la mayoría de las oportunidades lo hacen, y hoy más que nunca, respondiendo a demandas que le vienen de afuera, dictadas por un mundo globalizado que no admite diferencias, que descalifica otras alternativas sin miramiento alguno y que apunta --contra natura-- hacia una cuestionable homogeneidad en todos los órdenes de la vida social y humana.

Por ello, ejercer hoy una verdadera docencia universitaria se está convirtiendo más que en ninguna otra época, en un desafío sin precedentes. Ciertamente el profesor universitario tiene la obligación profesional y ética de superarse y actualizarse constantemente; ello cobra mayor vigencia en la actualidad y he allí quizás uno de los principales rasgos que caracterizan su identidad al compararse con otras profesiones; pero también esas exigencias están muy lejos de corresponder en alguna medida, pese a las responsabilidades sociales que el ejercicio docente impone, con salarios más justos, estímulos y reconocimientos frecuentes y condiciones laborales que coadyuven al ejercicio docente con calidad, eficiencia y pertinencia. 

De modo que no se discute la necesidad de que los docentes universitarios adquieran competencias y conocimientos no sólo de su especialidad, sino del campo pedagógico y docente, como fórmula casi segura de cumplir cabalmente con su misión de contribuir a la formación integral de los estudiantes. Ya no basta y quizás nunca ha bastado, con creer que se nace para el apostolado de enseñar toda la vida y que ese encargo viene definido únicamente por los genes. Hoy se precisa reconocer a la docencia universitaria, como un área del saber que requiere por parte de los que aspiran a ser verdaderos docentes universitarios, un estudio profundo y permanente. Ya no es posible seguir considerándola como una actividad enteramente práctica, que sólo su ejercicio, consigue afianzarla. Esto tiene en la actualidad una urgencia mayor, toda vez que están produciéndose cambios en las concepciones tradicionales de la enseñanza y de la propia identidad del profesor universitario, que ameritan ser examinados en toda su magnitud con la seriedad y rigurosidad debidas.

Aún cuando el profesorado universitario tiene entre sí diferencias notables, como resultado principalmente de su status, dedicación o de las peculiaridades de las universidades en las que sirven; existen también muchas características que le son comunes  y otras que provienen de un pasado que comparten. Igualmente en países como el nuestro, los profesores universitarios de las universidades públicas esencialmente, están expuestos a riesgos que le son muy similares. Por un lado, existen sectores de la sociedad que les reclaman un comportamiento científico y académico propios de países altamente industrializados y por el otro, junto a la reducción o negación permanente de financiación pública en los sectores de inversión e investigación, tiene lugar un creciente ascenso de la valorización del símbolo o credencial del saber, en detrimento del saber mismo y la instalación de los criterios de competitividad venidos del mundo empresarial, para juzgar la importancia y vigencia de las carreras universitarias. A esto se suma universidades que empiezan a identificarse con la precariedad laboral y académica, a concebirse como centros de formación para el trabajo y el mercado, a renunciar a su misión y objetivo fundamental: ser una institución verdaderamente de educación superior.

No obstante, el profesor universitario puede y debe aportar mucho en el objetivo de mejorar sustancialmente la calidad de la educación superior, que no es de ningún modo, la calidad aceptable que exige el mundo del mercado ni la que se basa en el fomento exclusivo de las competencias profesionales. Asimismo, por los valores éticos y compromiso docente que lo orientan, debe participar decisiva y activamente en la expansión de la universidad como una cuestión de justicia social, en la superación de las políticas exclusivas y la presencia de tantas inequidades. Pero también necesita modificar las conductas de los estudiantes, donde nada que no sea estrictamente curricular importa;  donde escritura y lectura son herramientas casi ausentes; donde copiar, memorizar y recitar sin debate y la consecuente promoción del pensamiento crítico, prevalecen por doquier. Es preciso un ejercicio docente desde una perspectiva francamente humanista que motive al estudiante ante las problemáticas sociales, ecológicas y culturales que configuran el mundo de hoy; que despierte el cuestionamiento, la experimentación y la curiosidad.

El profesor universitario tiene absoluto derecho a exigir los argumentos y la demostración necesaria, en torno a la supuesta eficacia de mejorar la calidad educativa empleando los criterios de rentabilidad y competencia, que reina en el mundo de los negocios. Y es que el tránsito hacia una educación cuya utilidad solo es medida por el aprovechamiento que de ella haga el capital, reclama su explicación y fundamentos.  Igualmente tiene todo el derecho, por un lado, a rechazar cualquier imputación de responsabilidad sobre los actuales males de la educación superior; mientras que, por el otro, a demandar que su formación y capacitación como docente, no dependa de su tiempo libre, de su voluntad o de sus preocupaciones personales, sino de una política coherente, sostenida y permanente definida desde los Estados y las instituciones educativas.

Las universidades son parte de las sociedades en las cuales se encuentran insertadas. Así que los problemas y las dificultades que enfrentan no tienen solución sólo variando o sustituyendo métodos de enseñanza y pedagógicos, normas de procedimiento o haciendo más competentes y profesionales a su cuerpo docente. Las universidades siguen reflejando dentro de ellas, todo lo que ocurre afuera. Y afuera, pese a los esfuerzos denodados de ocultarlo, hay una sociedad lacerantemente desigual donde la riqueza de unos pocos, se levanta y construye sobre la pobreza de muchos.

*El autor es ciudadano panameño, ingeniero agrónomo y trabaja en la Universidad de Panamá en la Vicerrectoría de Asuntos Estudiantiles.

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