Es preciso un ejercicio
docente desde una perspectiva francamente humanista que motive al estudiante
ante las problemáticas sociales, ecológicas y culturales que configuran el
mundo de hoy; que despierte el cuestionamiento, la experimentación y la
curiosidad.
Pedro Rivera Ramos* / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Lo que hoy es sin duda
la profesión de profesor universitario, nace y se gesta íntimamente vinculada
con el surgimiento de las primeras universidades en el mundo. De modo que los
cambios y las transformaciones que han sufrido las universidades a lo largo de
su historia, no han sido al margen de la necesaria e ineludible exigencia del
acomodo, adaptación, o simplemente en muchos casos, al sometimiento del docente
a los contextos históricos que se imponen. Y es que no todo lo nuevo o novedoso
tiene necesariamente que ser interpretado como un paso positivo o de progreso.
No olvidemos además, que nada se produce o se crea en nuestras sociedades, con
independencia del entorno político, social, económico, cultural y espiritual
prevaleciente y que éste, en casi todas las ocasiones, viene a definir y marcar
el carácter, alcance y duración de lo creado, producido o transformado.
Las universidades que
nacieron bajo la tutela del Papa o de los Reyes y las características que les
fueron propias desde el medioevo, constituyen un ejemplo más que elocuente de
estas aseveraciones. Asimismo podríamos decir de las universidades que se han
desenvuelto en férreas dictaduras militares o civiles, guerras sangrientas o
plenas sociedades democráticas. Es decir, que
universidad y docencia no siempre evolucionan y se desarrollan como
consecuencia de procesos inherentemente intrínsecos o de una autonomía que se
torna cada día más difusa; en la mayoría de las oportunidades lo hacen, y hoy
más que nunca, respondiendo a demandas que le vienen de afuera, dictadas por un
mundo globalizado que no admite diferencias, que descalifica otras alternativas
sin miramiento alguno y que apunta --contra natura-- hacia una cuestionable
homogeneidad en todos los órdenes de la vida social y humana.
Por ello, ejercer hoy
una verdadera docencia universitaria se está convirtiendo más que en ninguna
otra época, en un desafío sin precedentes. Ciertamente el profesor
universitario tiene la obligación profesional y ética de superarse y
actualizarse constantemente; ello cobra mayor vigencia en la actualidad y he
allí quizás uno de los principales rasgos que caracterizan su identidad al
compararse con otras profesiones; pero también esas exigencias están muy lejos
de corresponder en alguna medida, pese a las responsabilidades sociales que el
ejercicio docente impone, con salarios más justos, estímulos y reconocimientos
frecuentes y condiciones laborales que coadyuven al ejercicio docente con
calidad, eficiencia y pertinencia.
De modo que no se
discute la necesidad de que los docentes universitarios adquieran competencias
y conocimientos no sólo de su especialidad, sino del campo pedagógico y
docente, como fórmula casi segura de cumplir cabalmente con su misión de
contribuir a la formación integral de los estudiantes. Ya no basta y quizás
nunca ha bastado, con creer que se nace para el apostolado de enseñar toda la
vida y que ese encargo viene definido únicamente por los genes. Hoy se precisa
reconocer a la docencia universitaria, como un área del saber que requiere por
parte de los que aspiran a ser verdaderos docentes universitarios, un estudio
profundo y permanente. Ya no es posible seguir considerándola como una
actividad enteramente práctica, que sólo su ejercicio, consigue afianzarla.
Esto tiene en la actualidad una urgencia mayor, toda vez que están
produciéndose cambios en las concepciones tradicionales de la enseñanza y de la
propia identidad del profesor universitario, que ameritan ser examinados en
toda su magnitud con la seriedad y rigurosidad debidas.
Aún cuando el
profesorado universitario tiene entre sí diferencias notables, como resultado
principalmente de su status, dedicación o de las peculiaridades de las
universidades en las que sirven; existen también muchas características que le
son comunes y otras que provienen de un
pasado que comparten. Igualmente en países como el nuestro, los profesores
universitarios de las universidades públicas esencialmente, están expuestos a
riesgos que le son muy similares. Por un lado, existen sectores de la sociedad
que les reclaman un comportamiento científico y académico propios de países
altamente industrializados y por el otro, junto a la reducción o negación
permanente de financiación pública en los sectores de inversión e
investigación, tiene lugar un creciente ascenso de la valorización del símbolo
o credencial del saber, en detrimento del saber mismo y la instalación de los
criterios de competitividad venidos del mundo empresarial, para juzgar la
importancia y vigencia de las carreras universitarias. A esto se suma
universidades que empiezan a identificarse con la precariedad laboral y
académica, a concebirse como centros de formación para el trabajo y el mercado,
a renunciar a su misión y objetivo fundamental: ser una institución
verdaderamente de educación superior.
No obstante, el
profesor universitario puede y debe aportar mucho en el objetivo de mejorar
sustancialmente la calidad de la educación superior, que no es de ningún modo,
la calidad aceptable que exige el mundo del mercado ni la que se basa en el
fomento exclusivo de las competencias profesionales. Asimismo, por los valores
éticos y compromiso docente que lo orientan, debe participar decisiva y
activamente en la expansión de la universidad como una cuestión de justicia
social, en la superación de las políticas exclusivas y la presencia de tantas
inequidades. Pero también necesita modificar las conductas de los estudiantes,
donde nada que no sea estrictamente curricular importa; donde escritura y lectura son herramientas
casi ausentes; donde copiar, memorizar y recitar sin debate y la consecuente
promoción del pensamiento crítico, prevalecen por doquier. Es preciso un
ejercicio docente desde una perspectiva francamente humanista que motive al
estudiante ante las problemáticas sociales, ecológicas y culturales que configuran
el mundo de hoy; que despierte el cuestionamiento, la experimentación y la
curiosidad.
El profesor
universitario tiene absoluto derecho a exigir los argumentos y la demostración
necesaria, en torno a la supuesta eficacia de mejorar la calidad educativa
empleando los criterios de rentabilidad y competencia, que reina en el mundo de
los negocios. Y es que el tránsito hacia una educación cuya utilidad solo es
medida por el aprovechamiento que de ella haga el capital, reclama su
explicación y fundamentos. Igualmente
tiene todo el derecho, por un lado, a rechazar cualquier imputación de
responsabilidad sobre los actuales males de la educación superior; mientras que,
por el otro, a demandar que su formación y capacitación como docente, no
dependa de su tiempo libre, de su voluntad o de sus preocupaciones personales,
sino de una política coherente, sostenida y permanente definida desde los
Estados y las instituciones educativas.
Las universidades son
parte de las sociedades en las cuales se encuentran insertadas. Así que los
problemas y las dificultades que enfrentan no tienen solución sólo variando o
sustituyendo métodos de enseñanza y pedagógicos, normas de procedimiento o
haciendo más competentes y profesionales a su cuerpo docente. Las universidades
siguen reflejando dentro de ellas, todo lo que ocurre afuera. Y afuera, pese a
los esfuerzos denodados de ocultarlo, hay una sociedad lacerantemente desigual
donde la riqueza de unos pocos, se levanta y construye sobre la pobreza de
muchos.
*El autor es
ciudadano panameño, ingeniero agrónomo y trabaja en la Universidad de Panamá en
la Vicerrectoría de Asuntos Estudiantiles.
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